CAPÍTULO XI

Billie Eilish - Sex feet under



Tres semanas después a penas si habían intercambiado monosilábicos. Antonio viajaba, salía temprano de casa y llegaba tarde. Los fines de semana optó por no estar ahí, por alejarse de ese lugar donde todo le recordaba a esa joven tan tierna y peligrosa.

—Aquí estás, Glía —Adelina solía conversar unos momentos con ella en el día, le gustaba su compañía, las cosas que decía y las opiniones tan objetivas que emitía sobre algún tema. Era una chica con conciencia social, con agudeza mental y bastante suspicaz, sin embargo, era humilde y de corazón bueno.

Glía le sonrió poniéndose de pie con esfuerzo, ya tenía siete meses y la barriga había crecido mucho últimamente, ya no se sentía tan ligera y se cansaba con facilidad, por las noches dormir comenzaba a ser incómodo, pues no lograba encontrar la posición adecuada y el calor la hacía tener que ducharse en la madrugada.

—Hola, señora —le sonrió mientras la mujer la ayudaba a volver a sentarse. Se hallaba en una sala del jardín que estaba techada pero que era muy fresca y llena de plantas.

—Siéntate, no te levantes, ya te lo he dicho, como también te he dicho que me digas Adelina o Lina.

—No puedo —le explicó dejando a un lado su libro.

—Pues inténtalo, me haces sentir muy vieja, menina —Glía rió relajada, con esa mujer era con el único habitante de esa casa que se sentía cómoda, tranquila. La servidumbre ni siquiera reparaba en su presencia e incluso a veces hablaban frente a ella en portugués y aunque no entendía el idioma, sabía por algunas palabras similares al español y por sus gestos, que era la comidilla de la casa. Por otro lado, Augusta parecía ni siquiera querer verla, el hacerlo le generaba un malestar generalizado y en cuanto a Antonio; él era la peor parte, cuando coincidían, a veces una o dos veces al día, ni siquiera soportaba posar sus ojos en su ser, la ignoraba deliberadamente, como si quisiera borrar de su mente su imagen, su existencia.

—Adelina —dijo sobándose el vientre.

—Mucho mejor, y dime cómo te has sentido hoy.

—Bien, la bebé ya se encaja si estoy en ciertas posiciones, pero creo que podría ser peor, es muy grande, supongo... —la mujer tocó su vientre como siempre que estaban solas.

—Toda mi juventud soñé con ser madre, pero... fue un regalo que se me negó —Glía no se atrevió nunca preguntarle cuál era la razón de que estuviera sola—. Mi marido murió cuando era muy joven, fue mi gran amor, nunca quise volver a casarme pues... nunca encontré a otro hombre que despertara en mí ni la mitad de lo que él despertaba con una sola mirada.

—Casarse así de enamorada ha de ser muy hermoso.

—Lo es, Glía, pero nuestro amor no tuvo frutos —recordó nostálgica.

—No siempre se tiene todo lo que se quiere —murmuró Glía observando aquella fina mano morena sobre su abultado vientre.

—Lo dices con mucha seguridad... si te refieres a esto.

—No, era sólo un decir.

—Dime una cosa... ¿Cuál es tu sueño?... No pienses en lo que ahora estás viviendo, ni en la bebé... Hace tiempo, cuando todo esto no había sucedido, ¿cuál era tu sueño, cómo pensabas tu vida? —Glía sintió una opresión en el pecho. Desvió la mirada con tristeza.

—Siempre soñé con... terminar mi carrera, ejercerla... Tengo muchas ganas de estar frente a muchos pequeñines explicándoles algún tema o contándoles alguna historia... A lo mejor... más adelante, conocer a un hombre, uno que quisiera lo mismo que yo, que trabajáramos para lograr vivir tranquilamente, casarnos, amueblar poco a poco un pequeño apartamento alquilado —sonrió como imaginándolo con la vista nublada. Qué lejos se veía todo aquello, que imposible sería–, y no se... cuando nos sintiéramos listos a lo mejor tener uno o dos hijos, sacarlos adelante con esfuerzo como cualquiera y al final del día, saber que era lo que elegí, lo que soñé, aunque cada día por la mañana me costara trabajo levantarme por el agotamiento de la rutina.

Antonio estuvo buscándola, la mañana siguiente tendrían la cita con el ginecólogo que atendería el parto muy temprano, pero al escuchar lo que su tía le preguntaba se detuvo en la entrada. Cada palabra que dijo parecía ser justo lo opuesto de lo que en realidad sucedía, de lo que su vida sería. Se apoyó en la pared cerrando los ojos. Hablaba con tanto dolor, con tanta convicción, que si en verdaderamente eso era su sueño él en realidad jamás hubiera tenido la menor oportunidad.

—Es muy hermoso —admitió Lina mirándola con ternura. Glía intentó sonreír encogiéndose de hombros.

—Es sólo un sueño, algo imposible... —murmuró limpiándose una lágrima traicionera.

— ¿Te puedo preguntar algo, Glía?

—Lo que quiera.

— ¿Alguna vez sentiste algo por mi sobrino? —Antonio ya iba a entrar para terminar con esa pantomima cuando escuchó esa pregunta, se detuvo de nuevo con el pulso acelerado.

—Yo... bueno... No creo que eso importe... si existió algún momento que creí sentir algo... Ya no. Él y yo... jamás debimos conocernos Adelina —esas palabras se le enterraron justo en medio del pecho como un par de flechas certeras y mortales.

—Él está enojado, Glía, no tienes que explicarme el porqué de su desconfianza, pero la duda no es una buena consejera.

—Supongo, pero yo jamás le he mentido, aun así da igual, las cosas están así —Antonio cerró las manos en un puño, no quería ni podía escucharla más. Entró abruptamente silenciándolas de inmediato. Glía abrió los ojos, desconcertada e incómoda, mientras que Adelina sonreía tímidamente.

—Mañana tenemos consulta con el médico a las nueve, así que desayunaremos antes —ordenó severo penetrándola con la mirada. Glía asintió.

—Yo los dejo... debo ir a hacer una llamada, ahora regreso —mintió Adelina al notar la tensión tan común entre ambos, algún día tendrían que hablar y solucionar su malentendido, más aun por la hija que pronto nacería y que los uniría para siempre. Glía quería rogarle que no se marchara, pero la mujer no le dio tiempo de nada y desapareció dejándola sola con él. Antonio no se movió, la evaluaba amenazante.

—Yo creo que también me voy —iba a levantarse cuando sus palabras la detuvieron.

— ¿Así que ese era tu sueño? —Lo miró mordiéndose el labio. La había escuchado—. ¿No te parece que todo lo que has hecho no tiene nada que ver con él? —prosiguió con voz dura. Glía se puso de pie con esfuerzo y lo vio intentando no caer de nuevo en sus provocaciones.

—Tú no sabes nada de mí... —caminó hacia la salida sujetándose la barriga.

—Sé más de lo que hubiera querido saber —Glía se detuvo, pero no volteó. Respiró hondo mandando ese comentario a algún lugar que no le doliese, que no la tensase, y negó volviendo a reanudar la marcha.

Antonio permaneció ahí lleno de rabia, de impotencia. No podía querer eso, ella no podría haber soñado jamás con eso... Dios, estaba perdiendo la razón, estaba perdiendo la voluntad. De pronto y sin comprender cómo, se imaginó siendo ese hombre del que hablaba, ese hombre con el que soñaba y al cual jamás podría igualar. Pero eran mentiras, se recordó intentando convencerse.

La visita al ginecólogo transcurrió en un absoluto silencio entre ambos. Todo iba bien y aunque Glía no subió mucho de peso, la niña era grande por lo que necesitaba empezar a usar una pequeña faja que ahí mismo le proporcionaron.

Su presión estaba perfecta y sólo quedaba esperar. Tenía un poco más de siete meses, ya quedaba cada vez menos tiempo. Antonio entró al ultrasonido, pero cuidando estar lo más lejos posible de ella. Su cercanía ya era insoportable, dolorosa, agonizante.

Pasaron dos semanas de esa cita. Glía cada día pesaba más por lo que había ocasiones que solo bajaba para ingerir los alimentos. Antonio y ella intercambiaban frases amables, pero nada más. Él le preguntaba por su salud al verla tan redonda y ella le contestaba educadamente que todo iba bien, aunque a veces sintiera que los huesos de la cadera no aguantarían el peso.

Una noche iba subiendo las escaleras con mucho esfuerzo después de cenar. Antonio la veía comer poco últimamente y moverse con mucho esfuerzo, así que en cuanto se levantó de la mesa le ordenó a Atilio que todas las comidas comenzaran a llevárselas a su habitación. Salió tras ella para comunicárselo. Pese a que no le agradaba la idea de no verla por lo menos aquellos cortos momentos, de ninguna manera se consideraba un ser tirano e inhumano, por lo que lo mejor era que supiera que tenía libertad de descansar y comer en su habitación.

Glía se detuvo para tomar aire agarrándose del barandal, sentía que cada paso era más agotador y no iba ni a la mitad.

—Glía —giró al escucharlo. Él se aproximaba ágilmente. La había visto detenerse y tomar aire agotada.

—Dime —consiguió contestar serena, pero algo agitada. Antonio sintió un nudo en el estómago, estaba algo pálida, su vientre ya era muy grande para lo pequeña y estrecha que era. Pasó un brazo por detrás de sus piernas.

–Sujétate —le advirtió al tiempo que la elevaba. La joven se aferró a su cuello, asustada.

— ¿Qué haces?... —chilló.

—No puedes ni subir... ¡Por Dios!... ¿Por qué no me lo habías dicho? —Le reclamó comenzando a moverse con ella a cuestas. Su olor la mareaba, despertaba en ella todo aquello que creía dormido.

—Bájame... puedo sola —insistió con voz queda. Él sintió sus rizos en la nariz, olía a flores después de una larga lluvia, como siempre y seguía sintiéndose igual de suave.

—Lo haré, pero en tu habitación. A partir de hoy no quiero que estés bajando, se te servirán ahí todos tus alimentos.

—Pero tu tía Augusta se molestará —le recordó aferrada a él, sabía que debía pesar mucho, pero parecía no notarlo.

—Eso no es tu problema, debes descansar, si esa niña es mi hija quiero que esté bien —Glía se sentía extraña, aletargada y un tanto molesta. Vencida recargó su cabeza en su hombro disfrutando de la seguridad de sus brazos y del esfuerzo que le estaba ahorrando. Antonio sintió como su cuerpo se relajaba, no pesaba mucho, aunque definitivamente no era la mujer delgada que podía cargar con extrema facilidad.

—Gracias —susurró contra su pecho.

—Sólo cuídate... ¿De acuerdo?

—De acuerdo —al llegar a su habitación abrió la puerta y la bajó con mucho cuidado a un lado de la cama. Glía lo miró cohibida. No pudo evitar levantar una mano y rosar su mejilla.

—Duerme.

—Sí, lo haré —aceptó perdida en sus ojos grises que por primera vez en unas semanas volvían a ser los que ella tanto extrañaba. Antonio bajó la mano desconcertado y salió de ahí sin más. Ambos permanecieron aturdidos por ese simple gesto varios minutos, pero mientras Glía se cambiaba con esfuerzos y se metía a la cama, Antonio se daba una larga ducha con agua fría.

Varias horas después no había logrado conciliar el sueño, de repente un ruido sordo proveniente del cuarto de Glía lo alertó. Se levantó sin perder tiempo y entró de prisa a su habitación. Glía estaba de pie recargada en la mesa del desayunador, una silla estaba en el suelo y ella con una mano se apretaba la cabeza y con la otra sujetaba su vientre, lloraba, gemía.

Antonio se quedó lívido. Se acercó enseguida haciéndola girar. Sus ojos estaban desorbitados, su rostro empapado, algo le dolía.

—Glía... ¿Qué pasa?... ¿Qué tienes? —Ella lo miró llorosa, suplicante.

—Ayúdame... ayúdame... no aguanto la cabeza, me duele... Dios... Me va a estallar, la bebé... Antonio ayúdame, por favor —la sentó de inmediato sobre la cama y descolgó el teléfono.

—Danilo, prepara los coches y habla a al médico, Glía está mal —Camilo había salido un par de días antes por un asunto personal, no tenía mucha idea de cuándo regresaría, nunca había pedido un permiso así, por lo que no pudo negarse.

—Antonio... Duele... ¡Auuu!... La bebé... duele —regresó a su lado intentando pensar con claridad.

—Glía, veme, veme, mi amor —intentó enfocarlo, pero el dolor era insoportable, sentía que el cerebro le explotaría en mil pedazos y el vientre estaba duro—. Todo irá bien, no pasará nada... Me voy a poner algo encima... Espera —la recostó mientras ella gemía ansiosa. Cada ruido que salía de su garganta lo desgarraba. No le pasaría nada, no lo permitiría. Se puso una playera encima y unos pants, regresó por ella, seguía llorando sin soltarse la sien. La tomó en brazos y salió con corriendo.

—Me duele, Antonio... Tengo miedo... me duele —gemía.

—Todo irá bien, te juro que todo irá bien, mi amor —llegó a la planta baja y sus tías ya estaban ahí en bata, al igual que personas de la servidumbre.

—Dios ¿Qué pasó? —preguntó Adelina asustada.

—No lo sé, la llevo al hospital, les hablo cualquier cosa —Glía no era consciente de nada ni de nadie, sólo de su cabeza, de la vena palpitante en la sien y de que su hija estaba en peligro.

—Me cambio y voy —anunció su tía mientras la otra veía el cuadro sin moverse.

—Llévale un cambio de ropa —ordenó saliendo de inmediato.

—Duele... Dios... Me duele —Antonio la acomodó a su lado en la parte trasera de la camioneta y enseguida arrancaron. Limpió su rostro empapado por las lágrimas, su cabello se le adhería a la cabeza y estaba muy pálida.

—Glía, por favor... ya vamos en camino, tranquila —pero ella cerraba los ojos fuertemente y apretaba los dientes.

—No lo soporto, no aguanto —musitó entre jadeos lastimosos. Jamás había sentido tanta impotencia. Glía estaba mal, muy mal y él no podía hacer nada por ella. Si hubiera tenido manera, habría dado su vida en ese momento para ser él quien sufriera todo aquello, lo hubiera hecho sin dudarlo.

El camino fue eterno, Glía no paraba de llorar y de quejarse mientras la besaba en la mejilla, en la frente, en los labios, en todo su rostro intentando que se calmara, nada. Al llegar, el médico ya los esperaba. La subieron en una camilla sin que pudiera protestar. Antonio la siguió, pues no lo soltaba asustada.

—Deténganse, deténganse —rogó llorando. Antonio temblaba. Glía aferró su mano con fuerza y lo miró penetrantemente—. Sé que serás un buen padre, si me pasa algo, siempre cuídala, júralo —el dolor que sintió de que la posibilidad siquiera existiera, lo fulminó.

—Nada te pasará... tranquila —replicó sudando por el miedo.

—Júralo —le suplicó aferrándose de nuevo la cabeza.

—Lo juro —se acercó y besó sus labios haciendo a un lado su cabello húmedo de la frente–. Estarás bien, todo saldrá bien —ella asintió llorosa y con la mirada más temerosa que hubiese visto.

Casi dos horas después salía él doctor, estaba a punto de hacer un gran escándalo, nadie le informaba lo que con ella sucedía. Si algo le pasaba no podría vivir con eso.

—Señor Arantes —caminó hacia el hombre que recibió a Glía hacía un rato.

—Dígame qué sucede —se sentía asombrosamente ansioso.

—No logramos estabilizarla, la presión está muy alta y los medicamentos no surten efecto... —Antonio se pasó la mano por el cabello.

—Haga lo que tenga que hacer... pero ella debe estar bien.

—Hay que adelantar el parto, es la única forma.

—Pero aún falta —logró decir, lívido. No podía estar ocurriendo eso, simplemente no era posible.

—Sí, pero la bebé ya está lo suficientemente fuerte como para tener prácticamente todas las posibilidades, no obstante, si permanece dentro de la señorita las cosas para ambas no serán en lo absoluto buenas —le hizo ver sereno.

—Hágalo entonces, pero júreme que ambas estarán bien —el médico le colocó una mano sobre su hombro, de verdad parecía muy asustado, no era lo que esperaba ver en aquel hombre con gesto duro.

—Haremos todo lo que está en nuestras manos, la señorita en teoría debe mejorar en cuanto la bebé salga, podremos suministrarle medicamentos más fuertes y controlar de forma más eficiente la presión. En cuanto a la niña, estará en una incubadora, pero solo al verla podrá el neonatólogo evaluar su situación —unos segundos después el doctor desapareció.

La cesárea duró una hora, que para él parecieron cinco. Adelina esperaba sentada en una silla, mientras que Antonio miraba fijamente por la ventana. No podía sacarse de la cabeza su mirada, su rostro, por mucho que intentó odiarla, despreciarla todo ese tiempo, no lo logró. Glía se le clavó en un lugar profundo en el que nadie nunca tuvo acceso, ni siquiera Lidia. No quería pensar en que algo pudiese salir mal, no sabría continuar, no sin saberla por lo menos en ese planeta, no sin poder ser un espectador lejano de su vida. Un cabello así, unos ojos así, no podían dejar de existir por muy sucios que estos fueran.

—Antonio —lo llamó Adelina al ver un médico. Se acercó a él de inmediato.

—Todo salió bien, la niña es grande y está muy sana, la mantendremos en observación hasta que el pediatra lo crea necesario... un par de horas tal vez.

— ¿Y Glía? —Quiso saber, atormentado.

—Débil, cansada. Está en recuperación y ya comenzamos a suministrarle los medicamentos pertinentes. Tendremos que esperar unas horas más para ver cómo va reaccionando —no estaba fuera de peligro comprendió. Apretó los puños asintiendo—. Me tomé la libertad de pedir el examen que me dijo... Sólo falta su muestra —Adelina lo miró mordiéndose el labio mientras Antonio se tensaba.

—De acuerdo.

Amanecía sin que hubiera dicho ni media palabra, no sabían nada de Glía. Ya había visto a la niña a través del cristal de los cuneros; era hermosa, grande y muy despierta. Adelina al verla soltó un par de lágrimas.

—Eres tú de bebé —sollozó enternecida. Antonio supo en cuanto posó los ojos sobre aquel pequeño bulto que era suya. Su cabello, sus ojos, el color de piel de Glía, era una mezcla tan perfecta y asombrosa de ambos que no tenía que esperar el resultado de esas pruebas; era papá, por segunda vez lo era y en esta ocasión se juró sería diferente. Esa niña tendría en él lo que Romano no pudo y no supo darle—. Es bellísima, Antonio...

—Sí, lo es —avaló rodeando por el hombro a su tía y sintiéndose muy orgulloso de que esa personita le perteneciera.

Sentado en aquella incómoda silla observaba el reloj avanzar desesperado. Glía tenía que estar bien, ella tenía que salir adelante.

—Señor Arantes —ambos se acercaron.

—La señorita comenzó a responder, tardó un poco, pero su presión por fin se normalizó... Estará bien, en unos días podrá irse a su casa.

—Esa son magníficas noticias —sonrió Adelina relajándose.

— ¿Podemos verla? —Si no lo hacía colapsaría, pero lo preguntó intentando maquillar sus ansias.

—La estamos trasladando a un cuarto, en cuanto esté instalada podrá pasar, pero es probable que aún continúe dormida.

—Esperaré —sentenció exhausto.

Glía sentía los párpados pesados, se removió sintiendo un pequeño dolor bajo el vientre. Se quejó al tiempo que abría los ojos lentamente. ¿Qué había pasado?

—Tranquila —la voz de Antonio la volvió en sí de inmediato. Lo observó lo que parecieron siglos. Él lucía desaliñado, tenía una incipiente barba y su cabello oscuro y lacio caía a los lados de su rostro relajado, aunque su expresión era de preocupación, expectación.

— ¿Qué... ocurrió? —logró preguntar con la garganta seca. Se llevó las manos al vientre por instinto, estaba vacío, plano. Intentó levantarse asustada. Antonio se lo impidió, cariñoso.

—Ella está bien, está sana —Glía lo miro con aprensión, temblorosa.

— ¿Ya nació?... ¿Cómo, por qué? —Su confusión lo conmovió hasta la médula. La contempló dormir por más de una hora. Gracias a eso pudo acariciar su rostro con paciencia, estudió cada una de sus facciones, tener entre sus manos la suyas laxas. Hubiera dado lo que fuera porque ella hubiese sido suya, suya nada más.

— ¿No recuerdas nada? —pestañeó comenzando a llenar su mente de imágenes, el dolor de cabeza, en el vientre, la llevaron el al hospital, pero después nada.

—Un poco —murmuró pálida aún.

—La presión te subió mucho, la bebé tenía que nacer para que ninguna de las dos corriera peligro.

—Pero todavía no era tiempo... Quiero verla —anunció intentando de nuevo incorporarse. Antonio puso ambas manos fuertes sobre sus hombros y acercándose peligrosamente hasta su rostro. Eso logró inmovilizarla.

—No, no puedes, Glía. Ella se encuentra bien... te lo juro, está en una incubadora.

— ¿En una incubadora?... ¿Por qué?, dijiste que nació sana —negó intentando quitar esas manos férreas de su piel.

—Está en observación, nada más, seguro está por salir... Por favor deja de intentar ponerte en pie, Glía —le ordenó entre molesto y asustado. Las lágrimas asomaron por sus enormes ojos verdes.

—No te creo, si estuviera mal no me lo dirías... —lo acusó, desconfiada.

—Te juro que lo sabrías, pero a diferencia de ti, ella no tiene nada.

—Quiero verla —repitió con voz apagada. Antonio cerró los ojos suspirando.

—De acuerdo, pero no te moverás de aquí.

—Entonces ¿Cómo? —Tomó su móvil y le pidió que esperara con un ademan.

—Danilo... —Habló en portugués por lo que no entendió qué le decía. Colgó y la miró con una media sonrisa que le recordó el porqué se enamoró de esa forma tan dolorosa hacía varios meses. Antonio era guapísimo, pero además tenía algo que la atraía como un imán; sus ojos, la forma de mirarla, su rudeza, su voz, su... sonrisa—. Traerán en mi tableta un video y unas fotos, ¿de acuerdo? —asintió no muy convencida—. Ahora dime... ¿Cómo te sientes? —la joven se ruborizó.

—Bien, adolorida, pero bien...

—Tienes que cuidarte, Glía, estuviste en una situación crítica.

—Todo iba bien... No comprendo —Antonio acarició su mejilla relajando la expresión.

—Esas cosas pasan, no hay forma de saber qué lo produjo, pero ya no hay peligro ahora... Eso es lo que importa.

— ¿Crees que la pueda ver pronto? —La ansiedad que tenía por conocerla le pareció muy dulce, era como si su salud fuese lo de menos.

—No lo sé, pero en cuanto termines de ver lo que mandé pedir, llamaré a los médicos para que contesten todas tus preguntas... ¿Está bien? —asintió haciendo a un lado su cabeza para que dejara de rozar su piel. Le dolía sentirlo tan cerca, sabía que en cualquier momento de nuevo la atacaría y entonces le sería muy difícil recuperarse, más aun ahí, tumbada en una cama de hospital.

Antonio notó su resistencia y apartó la mano alejándose de la cama. Ambos esperaron en silencio hasta que tocaron la puerta. Salió y entró unos segundos después con el aparato en la mano. Ella extendió los brazos expectante. Cuando la vio las lágrimas salieron.

—Dios... es perfecta... hermosa.

—Sí, lo es —confirmó a su lado sintiendo que una marea de emociones barría con todo su interior. Los ojos de Glía eran de devoción, de adoración, esa misma mirada la vio cuando compartió varios días en aquella ciudad. Le puso el video, estaban bañándola. Ambos lo miraron extasiados, como dos padres orgullosos, felices. Sonrieron y disfrutaron juntos de ese momento tan íntimo, tan único.

Los médicos acudieron al llamado de Antonio casi enseguida. Él tuvo que traducirlo todo aunque a veces el ginecólogo conseguía hablar un poco español y dirigirse directamente a ella. Entre los dos lograron convencer a Glía de que la bebé estaba en perfecto estado.

Las preguntas concisas e informadas que emitía los dejaron asombrados a los tres, Glía parecía dulce e inocente, pero evidentemente era aguda y bastante inteligente. Antonio, sin entender por qué, se sintió orgulloso de ella y de las miradas atónitas y de evidente aceptación de ambos médicos. Gracias a eso supo la calificación que obtuvo su hija al nacer, teniendo como diez el máximo y que por ser una niña prematura, consiguió casi un nueve que la posicionaba en muy bueno para su situación.

Glía no podría alimentarla por ahora, pues la toma de medicamentos afectaría la leche. Él no había pensado que quisiese hacer eso, las mujeres hoy en día más bien huían de esa obligación, decían que era esclavizante y desgastante por muy buenas madres que de verdad fueran. Lidia pensó de aquella forma y no la juzgó, después de todo era su cuerpo y sabía que no era un arte fácil, pero Glía consiguió desconcertarlo de nuevo deduciendo que si ella misma se la extraía y pronto se recuperaba, podría llegar a alimentarla. El pediatra la alentó a hacerlo mientras que su ginecólogo no podía garantizarle que dejara pronto los fármacos provocando una evidente desilusión. En fin... una hora de preguntas y respuestas, en ese cuarto se dijeron cosas que él jamás pensó y mucho menos se le ocurrieron. Por último acordaron que la bebé podría conocer a su madre, si ésta continuaba bien, al día siguiente por la mañana, cosa que Glía aceptó con un gesto duro.

—Es ridículo, por qué si está sana no me la traen de una vez, aunque sea un minuto, soy su madre —se quejó claramente molesta y frustrada.

—Glía, debes descansar, aún estás débil, no podrías ni sostenerla. Mejor duerme y verás que mañana consigo que pase aquí algunas horas.

—No quiero unas horas, es mía, quiero todo el día —sonrió ante su talante caprichoso, moría por besarla aun con esa palidez y esa bata de hospital. Después del susto mortal que le sacó y esas horas de angustia, lo único que quería era tenerla bajo una lupa. Logró contenerse.

—Veré qué puedo hacer... ¿De acuerdo? Pero no moveré un dedo si no duermes —la joven lo estudió más tranquila.

— ¿En serio harías algo? —Él no pudo evitar poner una mano sobre la suya y llevársela a los labios.

—Te lo juro, Feiticeira —ella frunció el ceño apenas si perceptiblemente. Ya le había dicho en otra ocasión de esa forma y continuaba sin saber qué significaba esa palabra que en sus labios se escuchaba tan sensual y decadente.

—Gracias.

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