Café sin nata
2017
Jean
Nos quedamos de pie bajo el arco de la entrada. Afuera llueve, el frío escuece, y el viento nos corta el rostro como finas navajas.
Helena se encoge de hombros, retira su brazo del mío para acomodar mejor su bufanda, y entierra la nariz dentro de ella. Yo me retiro mi abrigo, y sin preguntarle, lo acomodo sobre sus hombros. Vuelvo a ofrecerle mi brazo, invitándola a entrelazarlo. Me mira con cierta vacilación, dudosa, esboza una sonrisa cortés y, con gestos titubeantes, acepta mi ofrecimiento.
―No recordaba lo mucho que odiaba la lluvia y el frío ―dice quejosa.
―Qué rápido te acostumbraste al bochorno de México ―replico divertido, y me distraigo para mostrarle la calle―. El de allá es mi taxi.
Caminamos a prisa, sintiendo el repiqueteo de la lluvia helada en nuestros hombros y el agua saltando rebelde contra nuestros pasos. Ella entra apresurada al auto, y en cuanto puedo, cierro la puerta.
―¿De vuelta al hotel, señor? ―dice el conductor.
―Aún no. Vamos a Royal Street y la A3036.
―Bien ―responde mientras pone en marcha el motor.
Helena desvía la mirada hacia la ventana, y yo, al no poder ver nada de ella más que su oreja, me limito a observar nuestros brazos entrelazados. Llevo mi mano libre a su antebrazo y la poso sobre él, acariciando con el pulgar y deseando que fuera su piel en lugar de capas de telas tan gruesas.
Percibo que su cuerpo se pone rígido ante mi tacto, y casi me parece escuchar sus gritos internos, dudosos y al borde del pánico. Me hace preguntarme: ¿dónde ha quedado la Helena liberada de hace unos minutos? Y me maldigo por permitir un silencio tan prolongado, de darle el tiempo para dudar de su decisión.
Me quedo viendo a mis zapatos, intentando deshacer el nudo de mi garganta atirantado.
Un codazo sutil me hace salir de mis pensamientos, y me doy cuenta, de que he perdido varios minutos divagando, y el coche ya está aparcado frente al edificio que indiqué, con el chofer impaciente esperándome.
―L-Lo siento.
―¿Quiere que lo espere aquí también? ―pregunta frustrado.
―No, gracias. Por ahora sería todo.
Le entrego unos billetes mientras Helena sale del carro, y pronto me coloco a su lado.
―Nunca había visto este lugar y pasé miles de veces por aquí ―dice con la mirada perdida en el local.
―Te va a encantar la vista.
Un camarero de bigote espeso, nos indica la mesa a tomar. Es en el balcón, justo como esperaba, con la vista al río Támesis y a lo lejos, el Big Ben. Su rostro se ilumina con el panorama, y se sienta encantada, percibiendo cada detalle.
―¿Te gusta?
―Es hermoso.
―Lo es ―admito, pero yo no miraba el paisaje.
Tomo la carta entre mis manos, mientras ella sigue observando el horizonte.
Intento leer el menú, pero no puedo, porque estoy maravillado con la imagen que tengo enfrente. De sus pestañas rizadas, el cabello revuelto por el viento, su nariz respingada y ligeramente irritada por el frío, sus mejillas tersas, y los labios húmedos que me llaman desde hace rato.
―Estás hermosa, Helena.
Y parece que le hubiera dicho el peor de los insultos, porque la expresión turbada, su piel palideciendo, los labios tensos, y la mirada recelosa, me hicieron sentir incómodo. Como si nos hubiera dado a ambos, un cristalazo tan frío como el aire que corría a nuestro alrededor.
―Perdona si te incomodé, no fue mi intención ―dije apenado.
―No, no ―corrige nerviosa―. Perdóname tú, es solo que... no sé, Jean. Hace mucho que no hacía esto...
―¿Qué cosa?
―Esto. Tener... tú sabes... citas.
Contengo una risa frunciendo los labios con esfuerzo, y cuando alzo la mirada, me encuentro con la suya divertida también, aunque invadida de esa inseguridad que la frena.
―Pues que no sea una cita, entonces ―digo despreocupado.
―¿Ah, no?
―No. Solos somos dos viejos que se han encontrado por casualidad.
―¿Acabas de llamarme vieja? ―replica ofendida.
Reviento una carcajada y niego con la cabeza, porque sé que, poco a poco, vuelve a ser mi Helena, y los chistes son la primera señal.
Detengo la risa, y extiendo la palma hacia ella, esperando que la estreche.
―¿Comenzamos de nuevo? Jean LeBlanc, es un gusto conocerla.
Se ríe, y un rosa aduraznado se apodera de sus mejillas con encanto, provocándome un cosquilleo en los dedos por las ganas de acariciarlas.
Su mano toma la mía, y un brillo travieso se asoma en sus pupilas.
―Helena Franco, y... quisiera decir lo mismo ―ataca filosa.
Finjo con dramatismo un dolor en el pecho que cubro con mi palma, y ella suelta una risita adorable.
―Cuénteme, Helena Franco, no pude evitar observar la foto de su móvil hace unos momentos. ¿Quiénes son esas criaturas casi tan adorables como quien las sostiene?
―Puedes parar de hablar como un anciano del renacimiento ―responde con ironía―. Son Sienna y Adam.
Me río por lo bajo, divertido por su hostilidad.
―¿Ya saben qué van a ordenar? ―pregunta el camarero, quien retira un bolígrafo de su oreja.
―Para mí un espresso, por favor ―indico.
―A mí un café con nata.
―Lo siento, la nata se nos ha terminado por hoy ―dice apenado, encogiéndose de hombros.
―Oh, vale. Entonces el café solo está bien.
Una vez que el chico se retira, Helena toma el teléfono y lo extiende hacia mí, mostrándome a ese par tan sonrientes como ella, con el mar de fondo.
Y no puedo evitar sonreír también, porque la foto, a pesar de que se ve que todos los retratados estaban al tanto, las expresiones no lucen para nada intencionadas, sino, más bien, naturales, como si hubieran estado conteniendo la alegría y la liberasen frente a la cámara. Legítima, pura.
―Son adorables, Hellie.
Ella se revuelve en su asiento, reaccionando al apodo que acabo de utilizar.
―Sí, bueno, que no te convenzan. Ese par inventan nuevas formas de enloquecerme cada día.
―No puedes vivir sin ellos ―respondo entre risas.
―No puedo ―admite divertida―. Enséñame a Charlie. Digo... ya la he visto, pero no pude apreciarla bien.
Entonces yo saco mi móvil, y le muestro la primera foto que aparece, junto a mí, con sus mejillas cubiertas de azúcar, resultado de la dona que sostiene en una mano.
―¡Por Dios, Jean! Es increíble el parecido
―Lo sé, es una belleza, ¿cierto?
―Lástima que las canas y arrugas se hayan tragado tu gracia.
―¡Oye! ―respondo divertido por su ingenio.
Y así nos soltamos los dos. Lanzando bromas, mostrándonos fotos: la primera Navidad de Sienna, el primer diente caído de Charlie, la amplia lista de travesuras de Adam, los dulces que más les gustan, las trampas que, como padres, utilizamos para lograr cosas con ellos. Un intercambio de consejos, recuerdos, y datos tan innecesarios como interesantes.
Un sinfín de risas, asombros, miradas centelleantes, y de ver, poco a poco, a mí Helena deslumbrando al hablar.
―... Y cuando descubrieron todas las galletas que Steve se robaba y las guardaba ―dice entre risas.
―¡Puaj! No puedo creer que durmieran con todo eso hongueándose bajo sus camas.
―¡Lo sé! ―replica con una carcajada―. Al menos yo robaba para comerlo más tarde, ese tonto se creía que nunca caducaban.
―Sí, qué tiempos.
―Y míranos ahora, en el funeral del director. Pobre, nosotros le sacamos todas las canas.
―Te aseguro que él la pasó tan bien como nosotros.
Se lleva una mano al pecho, y abraza el dije que lleva colgado. Identifiqué de inmediato la clave de sol, y la ausencia de otro más que, absurdamente esperaba que llevara. No pude evitar sentir un pellizco en el pecho, y sonrío con tensión.
―Conservaste su regalo.
―Claro. Fue un padre para mí.
―Lo sé ―dije sonriente―. Fuimos una familia, todos.
―Lo fuimos.
Su semblante, aunque sonríe, tiene pintada la melancolía, las lágrimas se asoman en sus ojos, y su sonrisa se tensa un poco.
Un mesero se lleva el último plato, anunciando el fin de la velada.
La observo, cabizbaja y acariciando el símbolo plateado sobre su cuello, y no puedo evitar dejar de verla, especialmente a sus labios rojizos por el frío. Me detengo un rato ahí, deseando calentarlos con los míos, pero me riño por dentro, por imprudente.
Bajo el rostro, observo su mano sobre la mesa, y decidido, la tomo.
Ella, aunque se tensa, no se retira, y con el paso de minutos, suaviza los músculos. Aún no la veo, porque estoy perdido en nuestras extremidades tomadas, y me permito acariciar su dorso con mi pulgar.
El calor reconfortante de su mano entre la mía y de su cuerpo frente a mí, compartiendo el mismo aire, me llena de un sentimiento conocido y abundante, que me atiranta la garganta, y me dan ganas de llorar. Porque es su tormenta, la veo, la lleva dentro, pero está ahí, solo a la vista, contenida y sin azotarme.
―Gracias ―digo mientras levanto la mirada hacia ella, quien me observa con los ojos vidriosos―. Por acompañarme esta noche.
―Qué dices, Jean ―responde inquieta, y yo reafirmo mi agarre a su mano, mientras me acerco a ella, quedando a unos pocos centímetros de su rostro.
―Me encantaría repetirlo, mañana en el desayuno, si tienes tiempo.
Sonríe nostálgica, parpadea la humedad en sus ojos, se lame los labios, y desvía su mirada hacia los míos, gesto que tomo como la afirmación que necesitaba para romper esta maldita distancia entre nosotros.
Y me acerco, precavido, contemplando su mirada, envolviéndome en su aliento. Llevo mi mano a su mejilla, la acaricio, y la acerco hacia mí en una anhelante invitación. Su nariz toca la mía, que acaricio con mi punta de manera sutil. Abro los labios, preparándome para ella, para lo nuestro, para entrar en su tormenta, y en mi hogar.
Pero siento el pasar de su saliva, y cómo la temperatura a nuestro alrededor, baja abruptamente. Gira el rostro al lado contrario, tensando el gesto y frunciendo los labios como conteniendo un grito.
―Mi vuelo sale mañana temprano ―dice en un hilo, bajando la mirada.
Un hueco en mi pecho se abre y me deja sin aire por un momento, porque aunque eso tiene solución, me doy cuenta de que es solo un pretexto, un disfraz a la negación que no se atreve a liberar.
―Entonces habrá que posponerlo un poco ―agrego esperanzado.
Asiente una sola vez con desgano, y se pone de pie, deslindando mi agarre.
―¿Vamos? ―me dice de espaldas, sin mirarme por completo, a lo que, obediente, respondo.
Y nuevamente, nadie dice nada. El taxi está incluso más frío que afuera, la lluvia cruje en los cristales, y camufla el crujido en mi interior. Porque yo sé, que quien viene a mi lado ya no es mi Helena, es una mujer a la que desconozco, y la única manera en la que nos conectamos, es rememorando nuestro pasado, porque nuestros presentes, parecen estar a años luz de distancia.
Darme cuenta de ello, de nuestra realidad que me negaba a admitir, me está rompiendo. Y tengo que distraerme jugueteando con mis dedos para no dejarme llevar por el sentimiento.
El auto se detiene, y Helena sale con movimientos tajantes, decidida, como si estuviera huyendo. Trato de seguirle el paso, pero el haber tardado en encontrar los billetes en mi cartera para pagar al chofer, me ha puesto en desventaja.
Una desesperación me ahoga al verla entrar al hotel apresurada, porque tengo el sentimiento de que si la pierdo de vista, desaparecerá para siempre, y me prometí no dejarla ir, nunca más.
―Helena ―la llamo por detrás, antes de entrar en los pasillos de las habitaciones.
―Ha sido un gusto, Jean. De verdad.
―¿Voy a volver a verte? ―pregunto, dejando mi último gramo de dignidad en mi voz fracturada.
―Mantengamos el contacto, ¿vale? ―dice con sonrisa forzada.
―Claro, ―respondo con la mirada baja―. Por supuesto, p-pero...
―Que descanses.
Y se marcha enérgica, sin mirarme, desesperada por perderse en la esquina del pasillo.
Yo me quedo ahí, entorpeciendo el camino, deshecho, envuelto en amargura, en una sequía que ya no sentía y que de pronto ha resurgido para agrietarme completo.
No tengo idea de cuánto tiempo pasó, pero sí me moví de ahí, fue por la mucama que se ha apiadado de mi cuerpo y me ha tocado el hombro para asegurarse que estuviera bien.
Entré en mi habitación, Charlie dormía pacífica, despaché a la niñera contratada, y me dejé caer a un lado de mi pequeña, dejando salir todo el aire de manera tosca, perdido en el techo perfectamente pintado de blanco.
Daba vueltas en mi mente, limpio algunas lágrimas que se escaparon.
¿Qué salió mal? ¿Fui yo? ¿O es que ya no somos compatibles? Me rehúso rotundamente a admitirme eso. Aunque ya no pudiera vislumbrar la tormenta en sus ojos, sé que mi razón podría comprenderlo, pero dudo mucho que al masoquista de mi pecho le caiga bien la noticia.
Tenía demasiadas teorías, razones, preguntas, ideas, ilusiones. Era demasiado para gestionarlo, era demasiado para entenderlo. Todo estaba revuelto, mi pasado, mi presente y el futuro que quería. Nada tenía forma, ni pies ni cabeza. Excepto una cosa: ella. Ella era la única por la que no tenía ninguna duda.
Y mareado de taladrar mi cabeza, sin ninguna idea clara, pero los sentimientos más que nunca. Me senté en la cama, abrí mi computador, y comencé a buscar inmobiliarias.
Porque si la tormenta no viene a mí, yo tendré que ir a la tormenta.
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