Café con nata




2017

Helena


Hace un calor del carajo. Llevo un short de mezclilla tan corto como todos en el pueblo lo utilizan: apenas cubriendo las bragas.

A mitad del camino, me quité la camisa de botones y la anudé en mi cintura para quedar en mi top de crochet color hueso. Porque el calor es condenadamente sofocante.

Me detengo frente a la tienda, reafirmo el moño relajado de cabello, y me limpio la frente perlada de sudor.

    ―¡Dani! ―chilla Sienna alegre al bajar del auto, y corriendo hacia el establecimiento.

    ―¡Hola, muñeca!

    Ambas se abrazan, y Daniela se detiene para analizar el cabello de mi hija hecho cientos de trenzas largas.

    ―Cariño, pásate por la tarde. Hay que arreglar a estas bellezas.

    Ella asiente, y Adam baja bombeando acalorado la camisa del uniforme.

    ―¿A quién se le ocurre poner uniformes con este clima? ―replica molesto.

    Yo me río, y dejo mis bolsas de manta sobre el mostrador.

    ―¿Lo mismo de siempre, cariño? ―pregunta Dani.

    ―Lo mismo de siempre.

    Se pierde dentro del lugar, y cuando regresa, mis bolsas ya se encuentran repletas de la compra semanal de quesos, carnes, y pan. Le sonrío con los labios cerrados, y le extiendo el dinero.

    Dani me observa expectante, lo que me parece curioso, casi extraño, porque pareciera que quiere gritar, pero se está contenido.

    ―¿Va todo bien? ―pregunto confundida.

    ―No lo sé, tú dime.

―¿Qué dices?

―¡Ay, nena! ¿Pero por qué el suspenso? ¡Venga! Cuéntame ya.

―¿Contarte qué?

―Helena, por Dios ―dice dándome un amistoso manotazo en el hombro que se sintió más como un regaño―. ¡Los nuevos vecinos!

―¿Nuevos vecinos? Estás de coña. Aquí no se muda nadie desde...

―Desde ustedes, ¡lo sé! Es la noticia del año. ¡Ahora cuéntamelo todo!

―¿Pero contarte qué, niña? Sí, me estoy enterando ahora mismo.

―¡Serás cabezota! Si has pasado por su casa. Se mudaron a la casa del viejo Baker.

―¡¿A la casa del viejo Baker?! Joder, no me di cuenta, seguro venía distraída. Sí que soy cabezota.

    ―¡Lo sé! ―replica entre risas―. Vive a dos casas de la tuya y no te has ni enterado.

    ―Bueno, mujer, hay kilómetros entre casa y casa, no es como que haya escuchado en mi pared su mudanza.

    ―Me dijeron que es una familia.

    ―¡Hostia! Eso es todavía más raro, ¿tienen hijos?

    ―No tengo tanta información de los miembros, cariño. Pero el panadero dijo que vio a una nena, de la edad de Adam, o quizás más pequeña.

―Tendré que pasarme para darles la bienvenida.

    ―Sabes qué... ―dice ella enérgica―. Hoy llevo yo a los chicos al colegio...

    Dani se gira para sacar un pastel de los refrigeradores industriales a su espalda.

    ―Tú dales la bienvenida de parte de todos con esto.

    ―¿No prefieres que vayamos juntas?

    ―No ―dice meneando la palma sin importancia―. Esta es la única tienda del pueblo, van a pasarse por aquí en algún momento. Por ahora, les vendrá bien tener una torta para desayunar.

    ―Vale, de acuerdo. Yo les digo que va de tu parte.

Dejo a los niños con ella, subo todo a la camioneta, y la enciendo para ponerme en marcha hacia mi casa, pero dispuesta a detenerme unos kilómetros antes, en la casa color barro del señor Baker. La cual lleva sola un par de años, desde que su esposa enfermó y la pareja tuvo que regresar a su país natal para atenderla.

    Aparco justo afuera, y me encuentro con una fachada mucho más limpia que la última vez que le puse atención.

Un jardinero arregla el jardín, a quien le reconozco de inmediato la melena blanquecina bajo el sombrero, ya que, siendo este un pueblo tan pequeño, es el mismo que arregla el mío cuando a mí no me da tiempo.

    ―¡Buen día, don Gonzalo!

    ―Helenita, hermosa. ¿Vienes a saludar?

    ―Así es, y a entregar este regalo de parte de Dani ―digo alzando la torta en mi mano.

    ―Oye, uno lleva toda la vida viviendo aquí, pero a los nuevos les dan torta y la visita de una belleza, ¿no le parece injusto?

    Me río divertida, y le doy unas palmadas en la espalda.

    ―Pase por mi casa cuando termine, que le esperan las empanadas de carne que tanto le gustan.

―Dalo por hecho, linda.

    Subo los escalones hacia la entrada, sacudo mis zapatos, y toco tres veces con el puño. Se escucha dentro movimiento, y supongo que deben estar ocupados con la mudanza. Tardan unos cuantos minutos en atender, pero cuando la puerta se abre, me quedo de piedra.

    ―Buenos dí... ―inicia la pequeña, que al verme, se impresiona tanto como yo―. Oye, ¡yo te conozco!

    Me sostengo del marco de la puerta, porque siento que estoy a punto de caerme. El aire me falta, soy incapaz de cerrar la boca, porque esos ojos, esos condenados ojos... Aún hay noches en las que me asaltan los sueños.

    La puerta se abre más y aparece detrás de la pequeña, un adulto tan alto que debo levantar el rostro para verlo. Y la falta de aire comienza a hacerme efecto. Me tambaleo e intento moverme, a lo que él reacciona apresurado a tomarme por los codos, evitando que me caiga.

―¡Hellie, despacio! ―llama espantado.

Apenas si logro escuchar su voz. Un sonido agudo me ensordece y la aparición de pequeñas luces en mi panorama, me hace sentir mareada. Me cuesta enfocar la vista, los dedos me hormiguean, y siento la frente cubierta de un sudor helado.

Parpadeo un par de veces, tan despacio, que disfruto de los segundos a oscuras.

Cuando logro enfocar la vista, veo a don Gonzalo abanicando desesperado su sombrero de paja sobre mi.

―¡Ay, señor! ―dice espantado sin dejar de abanicar.

―¿Hellie? ―me llama en un susurro junto a mi oído.

El vértigo poco a poco desaparece, giro mi rostro y lo veo. Joder, que lo veo.

Está a unos pocos centímetros, puedo sentir su aliento calentarme el rostro, sus dedos alargados me acarician el cabello. Y sonríe. Sonríe tanto que me duele, porque su sonrisa es tan bonita, bonita y torcida.

Llevo una mano a su mejilla, lo acaricio, porque no puedo creer que de verdad sea él, y que esté aquí, sonriéndome.

―Jean ―digo en un hilo.

―Por todos los santos ―dice Gonzalo estridente―. ¡Está delirando! Señor LeBlanc, debemos llevarla con un médico.

Jean libera una carcajada melodiosa y vuelve a mirarme directo a los ojos.

―Estará bien, Gonzalo. Ha sido la impresión, eso es todo. ¿Te sientes mejor? ―pregunta con cautela.

Escuchar su pregunta me hace darme cuenta de todo: que estoy tumbada en el suelo y en sus brazos, que una de sus manos me acaricia el cabello, que lo tengo tan cerca como para considerarse prudente, que mi mano posa en su rostro, y que está habitando una casa a cuatro jodidos kilómetros de la mía.

Me incorporo de un salto, agitada, y desubicada.

―¡Por Dios! L-Lo siento.

―Despacio, Hellie. Casi te desmayas.

―Si preciosa, tremendo susto nos has dado. Dale tranquila.

―Aquí está el agua, papi ―dice su nena, quien viene llegando con un vaso de cristal que extiende hacia mí.

Lo tomo y trago el agua de manera atropellada.

―Gracias, linda ―digo sin aire.

Pongo las manos en jarras, y respiro a consciencia, oxigenando, entendiendo. Levanto la mirada, encontrando a los tres que me observan de manera atenta, como si esperaran que azote de pronto.

―Estoy bien ―digo segura―. E-Es solo que... Yo... Tú...

Y no puedo coordinar mi maldita lengua con el cerebro para poder decir una frase completa.

Frustrada, bailo la vista, y veo la torta hecha un desastre en el suelo.

―¡Ay no! La torta de Dani ―lamento llevándome una mano a la boca.

―No pasa nada ―dice Jean con calidez―. Era atraparte a ti o a la torta.

El par sonríen, tomando con gracia la situación.

―¿Estás enferma? ―pregunta Charlie curiosa.

―No, no, nena. Estoy bien, es solo que... Nada, me ha impresionado tu padre ―abro los ojos cayendo en cuenta de lo fácil que eso puede malinterpretarse―. E-Es decir, no impresionada, no, no... Más bien, ya sabes...

Charlie contiene una risa y voltea a ver a Jean con picardía, lo cual, me irrita, porque me siento vulnerable, y tonta, reverendamente tonta.

Exhalo con rudeza y sonrío con los labios tensados.

―Me ha sorprendido verlo aquí, porque resulta que ya lo conocía. Eso es todo.

―Ah, sí, eso lo sé ―dice con gracia y yo abro aún más los ojos―. ¿A los diez años dijiste, papi?

―A los diez años, sí ―afirma él―. ¿Qué les parece si entramos a tomarnos algo? Así nos ponemos al día con calma.

―¡Sí! ―celebra ella con euforia mientras entra corriendo.

―En realidad yo... Yo solo pasaba rápido a saludar, porque... ―Me detengo cayendo en cuenta de algo, y molesta, agrego―: ¿Le has contado a tu hija?

―Sí ―asegura sin pena―. Bueno, algunas cosas, claro.

―¿Estás loco?

―No. Pero si iba a traerla a vivir a la otra punta del país, debía darle una explicación, ¿no crees?

―¿A una niña de seis años? ―replico escéptica.

―Eh... bueno ―interrumpe Gonzalo incómodo―. Yo continuaré con mi trabajo, si no les molesta.

―No, no, Gonzalo, quédate. En realidad... Yo ya me iba.

―Helena, espera...

―No, Jean. Tengo... Tengo mucho que hacer, ¿vale? Supongo que... Supongo que te veré después.

Aunque no quiera, completo en mi cabeza.

Condenado pueblo minúsculo.

Camino hacia mi camioneta, aun con las piernas temblorosas del vértigo de hace un rato, me subo, y por el cristal saludo una última vez, al que parece que será mi nuevo vecino.

―¡Bienvenido! Supongo ―digo incómoda.

―¡Gracias! ―dice él devolviendo el saludo con gracia.

    Y debería ser ilegal que la gente maneje así: después de llevarse estas jodidas sorpresas, porque a duras penas logro llegar a mi casa, aparcando mal, y temblando como un cervatillo recién parido.

    Aviento las bolsas al suelo, me siento con torpeza en un banquillo de la barra de la cocina, enciendo el teléfono, lo pongo frente a mí, e inicio la llamada.

    ―Responde, responde... ―canturreo nerviosa.

    Aparece el rostro de Queen, visto desde abajo y mientras se arregla frente a un espejo.

    ―Joder, niña. ¿Qué pasa? Estas llamadas asustan.

    ―¡May responde!

    La pantalla se parte en tres, y aunque la imagen de May aún no termina de cargar, el escuchar ruido de su lado, me da luz verde para escupirlo todo.

    ―¡Jean está aquí! ―chillo histérica.

―¡¿Jean?! ―repite Queen.

La imagen de May por fin carga, pero en lugar de mi amiga, aparece el irritante rostro paliducho de su novio.

    ―Joder... ¿El marquesito está en tu pueblucho olvidado?

    ―Vete a la mierda, Hedric. ¿Dónde está May?

    ―Se está duchando, niñata. ¿Qué pretexto te ha dado? "¡Oh! Tomaba un vuelo a Boston y he confundido el aeropuerto con tu granja" ―dice con un tono ridículo de voz.

    ―¡Ah, cállate! ¡Pásame a May!

    ―¿Aunque se esté duchando?

    ―Aunque se esté duchando.

    Queen y yo vemos desde la cámara cómo avanza hacia el baño, corre la cortina, y nos muestra a una May enjabonada con el rostro estupefacto.

    ―¿Qué mierda, Helena?

    ―Jean está aquí.

    ―¿Jean? ¿Jean LeBlanc?

    ―El mismo ―afirma Queen.

    ―¿Cuántos Jean conoces, May? ―pregunta Hedric irónico.

    ―Joder, tienes que estar de puta coña ―dice furiosa―. ¿Qué pasó esa noche que salieron?

    ―Nada. Lo que les conté, lo mandé a la mierda y ahora ha comprado una puñetera casa que está a cuatro kilómetros de aquí.

    ―¡¿Qué¡? —chilla May.
    ―Bueno, eso es mejor que ponerse a acampar en tu pórtico ―bromea Hedric.

    ―¿Puedes dejar de bromear? ―riñe Queen.

    ―¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? El tío tiene esperanza, le gustó México, qué sé yo.

    ―¿Qué sabes tú? ―escupe May―. ¿¡No ves que la incómoda!?

    ―¿Te incomoda, Helena? ―pregunta Queen.

    ―B-Bueno... En realidad, no lo sé. Es todo demasiado repentino.

    ―Solo ignóralo, es un vecino más ―dice Hedric despreocupado.

    ―¿Ignorarlo? ―replica May―. Tirarle piedras a la bendita casa es lo que debería de hacer.

    ―Estoy con Hedric ―agrega Queen―. Ignora que vive ahí. Sigue tu vida normal en lo que averiguas cómo te hace sentir el hecho de que se haya mudado a la otra punta del país por ti.

―No sabemos si ha venido por mí ―admito por lo bajo.

Los tres sueltan un sinfín de expresiones de frustración como si se hubieran puesto de acuerdo para ello.

―¡Estás de joda! ―dice Hedric.

―¡Claro que fue por ti! ―celebra Queen.

―Demándalo por acoso ―agrega May.

―Vale, vale ―respondo nerviosa―. No nos adelantemos, quizá el encanto del pueblo le gustó y ya.

―Eso seguro que no ―dice Hedric en un susurro apenas perceptible.

―Dale tranquila, amiga ―agrega Queen con empatía―. Y perdona que te corte, pero justo iba de salida.

―Sí, a mí también me gustaría continuar duchándome ―replica May con sarcasmo.

―Lo siento, tienen razón. Ha sido una exageración de mi parte.

―Yo no tengo nada mejor que hacer, puedo quedarme a saber el chisme ―responde él divertido.

―Adiós ―agrego tajante e ignorando al tonto de Hedric.

Y me quedo ahí, frente al teléfono.

De pronto me pongo de pie, doy vueltas, y me vuelvo a sentar. No hago nada en toda la tarde, más que caminar en círculos y plantearme mil cosas.

Me lleno de un estrés del que me arrepiento al día siguiente, y al siguiente. Porque no vuelvo a ver a Jean. Y cuando paso por su casa, solo veo su camioneta exageradamente lujosa para este pueblo, estacionada frente a su propiedad. Sin movimiento de nada, aunque la casa luce habitada, con cortinas nuevas, el jardín cuidado, y el porche barrido.

Me siento más relajada, pero no completamente. Porque ni siquiera yo me entiendo, que, aunque en efecto, yo tampoco me creí que Jean no estuviera aquí por mí, el hecho de no haber sabido nada de él en los últimos días, comienza a plantearme, que quizá pudiera ser una opción.

Y luego me castigo por sentir pena por eso, ¿a mí qué me importa si no vino por mí? Después de todo, lo prefiero bien lejos, donde no altere mi paz.

Así pasé la semana, pensando tonterías y riñéndome a cada rato por eso. Tan confundida como una cría. Y me vi en la penosa necesidad, de maldecir al aire su nombre por hacerme sentir de nuevo como una jodida adolescente con solo aparecer en mi vida.

Era el mediodía de un sábado, yo entraba del porche después de correr por la playa, limpiándome el sudor del cuerpo con una pequeña toalla. Sienna estaba recostada en un sofá, tonteando en su móvil, y Adam caminaba sin rumbo, aparentemente aburrido.

―¿Qué vamos a comer hoy? ―pregunta el pequeño.

―No sé para qué preguntas, cariño. Es sábado, ya lo sabes.

―Detesto el recalentado.

―Y yo detesto cocinar los sábados ―respondo irónica.

―¡Qué mierda!

    ―¡Adam! ―regaño con molestia―. ¡Controla esa boca, joder!

    Mi pequeño pillo corre a su habitación a ocultarse, y Sienna contiene una carcajada.

    ―¿No te parece hipócrita regañarlo por malas palabras diciendo malas palabras?

―No, no me lo parece. Yo soy una adulta y ustedes unos críos, ya quisiera verlos pagando facturas si fuéramos iguales.

Alguien golpea la puerta tres veces de manera rítmica, y yo volteo a ver a mi hija con extrañeza.

―¿Invitaste a Arletta?

Ella niega acelerada y tan extrañada como yo.

―Qué raro...

Me encamino a la puerta, y veo de reojo a mi pequeño chismoso asomar la melena castaña. Abro la puerta y alzan frente a mí, un par de cajas de pizza.

―Pensé que no querrías cocinar hoy ―dice Jean con timidez tras las cajas.

―¡Pizza! ―celebra Adam.

―¿Q-Qué? ―digo en un hilo.

―¡Hola! ―saluda Charlie enérgica.

―¿Charlie? ―pregunta mi hijo sorprendido―. ¡Caray! ¡Creí que jamás volvería a verte!

Adam la abraza como si la conociera de toda la vida, y celebra dando saltitos a su lado como un cachorro enérgico.

―¡Ven! Deja que te muestre la casa ―dice él, llevándola de la mano.

―¿Mamá? ―pregunta Sienna confundida.

―Hola, Sienna ―saluda él―. Jean LeBlanc, es un gusto. Tu madre me ha hablado mucho de ti ―dice tomándole la mano, que tomada por la de él, luce diminuta.

―Pues a mí no me ha dicho nada de ti ―responde filosa, llevándose una sonrisa de Jean.

―Sienna... ―riño por lo bajo.

―No pasa nada, ¿está bien, sí...? ―deja la pregunta al aire, pero me queda claro que está pidiendo permiso para entrar, tarde si me lo preguntas, ya que se encuentra bajo el arco de la puerta, y su chiquilla en sabrá Dios dónde.

―Oh, claro, claro ―respondo nerviosa.

Entra con las cajas y un conjunto de bolsas.

―¿Qué traes ahí?

―¿Esto? ―dice alzando las bolsas―. Un poco de café y nata, ya sabes, porque en Londres tú... Bueno, pediste un café con nata, y el camarero no tenía, y... Bueno...

Baja la mirada y carraspea la garganta.

―Vale, sonaba mejor en mi cabeza ―admite apenado.

―Pudiste haberme llamado antes ―agrego por lo bajo, evitando que escuchen los niños.

Y la mirada dolida que despliega, me hace sentir culpable.

―Pásame el café, iré poniendo la cafetera ―añado distraída, tratando de cambiar el tema.

Jean abre las cajas de pizza, las acomoda en el comedor, saca los refrescos de las bolsas, y extrae un bote de dos litros de helado, que me muestra con una sonrisa mucho menos luminosa que la que tenía cuando llegó.

―Para los chicos.

Adam vuelve de la mano de Charlie, toman un montón de rebanadas en un plato y se marchan diciendo que estarán demasiado ocupados con un proyecto en su habitación, y antes de que lo pueda reñir y detener su supuesto proyecto, que más bien se trata de una travesura con la que tendré que lidiar más tarde, Sienna interrumpe para decir que ella también comerá en su alcoba.

Así que aquí estamos, Jean y yo, comiendo solos una pizza grasienta en el comedor de mi casa. No puede haber una imagen más surrealista que esta.

Yo me revuelvo en mi asiento incómoda, y de pronto cabreada, por su llegada tan repentina, ¿cómo si fuéramos qué? Nada. Él y yo no somos nada. Y creí que había quedado claro en Londres, pero ahora me ha puesto en esta situación tan jodida y fastidiosa, que mientras más lo veo, más me enfado.

―Traeré los cafés ―anuncia mientras se limpia las comisuras con una servilleta.

Vuelve con dos tazas, la mía con nata, que me pone justo enfrente. Y la veo, directo, sin parpadear, sosteniéndola con ambas manos, ahogando un grito que lo siento reventar en mi estómago.

Y el silencio del lugar lo siento tan estridente, como un jodido tren pasándonos encima. Me está enloqueciendo, y lo demuestro apretando mi taza.

―Helena, yo...

―¿Qué pretendes, Jean? ―interrumpo en un hilo, sin alzar la mirada.

―¿Perdona?

―Sí, ¿qué pretendes?

Lo veo tragar saliva con dificultad, me parece incluso notar que su mirada se oscurece.

―Yo... Lo siento. No debí venir así ―divaga la mirada avergonzado, de pronto parece un niño arrepentido―. Tienes razón, lo siento.

―Así es, Jean. No debiste venir ―mi tono aumenta en cada palabra, y el corazón me galopa furioso―. ¿Qué pretendes?

Mi silla rechina al levantarme de golpe con ambas manos en la mesa. Me siento fuera de mí, hirviendo por dentro, porque odio desmesuradamente que esté aquí, y encima con una jodida propiedad comprada a unos pasos de la mía. Como un chiste sátiro de pésimo gusto.

Él se encoge de hombros, está avergonzado, lo veo queriendo abrir el piso y hacer que la tierra se lo trague, pero primero quiero despedazarlo yo, por hacerme esto.

―¡¿Por qué carajo has comprado esa casa?! ―grito furiosa―. ¡No tenías ningún derecho!

―Helena, yo...

Se pone de pie, e intenta tomar mis hombros con sus manos, pero yo me alejo de manera tosca, como si su piel me provocara asco, y es que sí, en este momento lo quiero lejos de aquí.

―¿Sabes lo que me ha costado ser feliz? ¿Tienes idea de toda la mierda por la que tuve que pasar? ―digo molesta, pero el temblor de mi voz me traiciona, y siento mis ojos escocer.

―Si tan solo me dejaras entenderlo...

―¡No! ―chillo fuera de mí―. ¡No puedes hacer esto! ¡No puedes hacer un desastre, desaparecer y volver justo cuando he logrado estar en paz!

―Helena, por favor ―ruega afectado―. No dejé de escribirte nunca, pero no dijiste nada, ¿cómo iba a saberlo?

―¿Escribir? ―grito irónica―. No es hacer ni lo mínimo, Jean. ¡No supiste nada porque no hiciste nada!

―Estabas casada. Y-Yo... Ya había hecho mucho daño, no quería interferir en algo en lo que no sabía su posición, y...

―¡No! ―chillo y me limpio rápidamente las lágrimas que se me escapan―. ¡Desapareciste cuando más te necesitaba!

―¡Ojalá lo hubiera sabido! ―exclama desesperado―. ¡No sabía nada! Si tan solo me hubieras dicho...

―¡A duras penas podía mantenerse de pie! ¿¡Cómo mierda iba a decírtelo!?

―Lo sé, Hellie ―lamenta deshecho―. Lo sé... Creí que te haría bien si me apartaba. Y lo siento muchísimo, me di cuenta de mi error demasiado tarde. Por eso estoy aquí. He venido para corregir eso. Estar cerca de ti, estar pendiente, poder ver si me necesitas, sí... sí...

―¡No mereces un carajo, Jean!  Y tampoco te necesito, me las he arreglado bien sola y quiero que te largues.

Frunce los labios, pone los brazos en jarras, y esconde el rostro.

―Perdóname ―lamenta cabizbajo.

―¡Basta con las disculpas! No sirven de nada. ¿Cómo te atreves a venir así? Como si nada hubiera pasado ―reclamo herida.

―Sé que ha pasado de todo... ―dice en un lamento―. Pero también sé que estamos a tiempo.

―¡¿A tiempo de qué, joder!? ¡Si llegaste tarde! ¡Siempre llegaste tarde porque nunca te importó una mierda!

Se pasa los dedos por el cabello con frustración, y niega desmoronado, mientras yo me enjugo las mejillas empapadas en lágrimas prófugas.

―Me conoces, Helena ―dice tembloroso―. No soy un aventurero, y tampoco soy valiente. No hago locuras, ni me arriesgo a nada. No es que no me gusten, es que, simplemente, no me atrevo. Es justamente eso lo que más amo de ti, porque las escasas veces en mi vida que fui capaz de lanzarme, fue a tu lado.

Respira hondo, da un paso hacia mí y me mira con firmeza.

―Y después de esa noche, de ese café, Hellie, yo... me preguntaba todas las noches, ¿qué hice mal? ¿Por qué cuando pensé que esa brecha entre nosotros se cerraba, de pronto reventó para abrirse el doble? ―sonríe con ironía disfrazando una mueca, y se acerca un poco más―. Fue un día mientras conducía que me llegó la respuesta. Nada cambió porque yo seguía siendo el mismo. Y me dije que no podía permitirme nada contigo si no me lanzaba yo solo, sin que tú estuvieras ahí para empujarme. Sentí que era algo que debía hacer por mi propio pie. Demostrarte que, por ti, sería capaz.

Entrecierra la mirada, y siento su aliento en el rostro por la corta distancia.

―No voy a mentirte, tuve mucho miedo mientras decidía esto, mientras empacaba cada camisa, mientras tomaba el vuelo. Tuve miedo cuanto toqué a tu puerta, y lo sigo teniendo ahora mismo. Pero nunca, jamás, ni remotamente cerca, lo tuve tanto como cuando pensé que no volvería a verte.

Y me desmorono. Pierdo contra mí misma y debo cubrir mi rostro con ambas manos para ahogar mi llanto. Me giro, como si eso pudiera evitar lo vulnerable que me he dejado frente a él, haciéndonos ver el sentimiento tan grande de rencor que le tengo, y que ni siquiera sabía que llevaba dentro.

Intento calmar mis espasmos, me tallo las mejillas húmedas y me sorbo la nariz, y no puedo evitar sentirme absorbida por la sensación de abandono.

Sus brazos me envuelven por detrás, con cautela, como si estuviera sujetando un jarrón de cristal que temiera romper. Me envuelve por completo, amoldando su pecho con mi espalda, y posando su mejilla a mi sien.

Me acaricia los antebrazos con sus pulgares, y nos quedamos así, sincronizando nuestro respirar.

―En absoluto quiero que te sientas comprometida a nada, y lamento mucho si lo sentiste así, pero yo no podía dormir tranquilo sabiendo que no me lancé nunca por ti. Y si decides que nuestros caminos deben continuar separados, voy a aceptarlo y me iré con la frente en alto. Sabiendo que, aunque mis errores fueron demasiado grandes, al menos siempre llevaré conmigo el regalo más grande que me diste: valor para saltar.

Me alejo un poco, solo lo suficiente para verle el rostro y negar, porque soy incapaz de decir algo. Tengo la garganta cerrada, las entrañas revolucionadas, y la respiración agitada. Él lleva una mano a mi mejilla, deja una delicada caricia y coloca un mechón de cabello tras mi oreja.

―No existen palabras suficientes para darte que compensen todo el daño que te he hecho.

Retira su mano, y me mira afligido, con los ojos acuosos como los míos. Deshace el abrazo, acariciando mis brazos en el recorrido, hasta detenerse en mis palmas que sujeta decidido.

Y sin poner ningún tipo de resistencia, porque me siento tan derrotada como él, y sobre todo, desarmada, une su frente a la mía, y yo cierro mis párpados abatida.

―Pero si tú me lo permites, quizás pueda encontrar las suficientes para decirte que te quiero.

Libero el aire, sintiéndome agotada de esta situación tan absorbente.

    ―Te quiero y te quise cada maldito día que te tuve lejos.

―Ya no somos dos adolescentes, Jean ―digo frustrada.

―Y no quiero que lo seamos. Quiero que seamos dos adultos, conocerte otra vez, quiero construir contigo y construir para ti.

―Tenemos familias, ¿qué pasa con los niños?

―Serán tan míos como tuyos.

―¿Y qué hay de SeedCare?

―Se maneja sola, no me necesitan.

    ―¿Y si entra en quiebra?

    ―Pues quebrará. Yo ya me quebré muchos años por ella.

    Con cada respuesta que me da, siento más fuerte la lluvia en mi estómago que ha llegado a apagar el ardor.

Lo miro a los ojos, y sé que él también lo siente: el repiqueteo de las gotas, el viento que nos avisa la tormenta.

Toma mi rostro con ambas manos, acaricia mis mejillas, y se toma un momento para escudriñarme el rostro.

    Abrazo su cintura temblorosa, traicionando mis propias palabras por el deseo de tocarlo, y me atrevo a acariciar su espalda con movimientos torpes.

    La punta de su nariz recorre el puente de la mía, su aliento envuelve cada poro de mi rostro, y nuestros labios se rozan en un tacto tan ligero y apenas perceptivo que me provoca un cosquilleo.

    ―Llego tarde, Helena, pero me quedo para siempre.

    Y la competencia por arrasar la boca del otro, se ve desmesuradamente pareja. Nos besamos frenéticos, jadeando, lamiendo y mordiendo.

Jean desliza su mano de mi mejilla a mi cabeza, extendiendo sus dedos para cubrirla completa y empujarme hacia él con deseo. Nuestras lenguas pelean por saborear más, los labios se abren para abarcar más, y nuestros cuerpos se juntan con fuerza, intentando fundirse.

Araño su espalda, porque el calor que de pronto me quema, no lo pudo apagar con esto. Y parece que él tampoco, porque desliza sus manos hasta mi cintura y entierra los dedos en mí con deseo.

    La sintonía que alcanzamos juntos es deliciosa, rítmica. Un danzar de caricias, apretones, besos, y el reconocimiento de lo que era nuestro.

Nos reímos juntos, rozando los labios y absorbiendo el aliento del otro. Enrolla los brazos a mi alrededor, me aprieta y me besa de nuevo.

    ―Esto no significa que te perdono —digo conteniendo una carcajada a la que él se une.

    ―¿Qué significa entonces?
    ―Que me tomaré ese café ahora... y quizás uno que otro después.
    ―Hecho.

    Se acerca para besarme de nuevo pero un coro de risitas nos hizo alejar los rostros, para mirar por el pasillo donde alcanzamos a divisar tres pares de piecitos entrar en una habitación y cerrar la puerta sin disimulo.

Me río, quizás un poco más de la cuenta, y bajo la mirada negando.

    Jean besa mi frente, y apretuja aún más su abrazo.

    ―Ese trío de traviesos... ―digo amenazante.

    ―Me pregunto, ¿cuándo irán a llamarnos para explicar que alguno escapó del colegio para tomar un vuelo a otro continente?

    Jean libera una carcajada y une su frente a la mía. Y me doy cuenta, de que el sonido de su risa, así: liberada y calentándome el rostro, me transporta. Me lleva de vuelta al internado, al primer amor, a la ilusión. Me lleva de vuelta al todo: a sentirme yo, a sentirme niña, mujer, y sobre todo, suya.

Sus carcajadas deslizándose con gracia por mi piel, es mi sensación favorita, y deseo, desde lo más profundo de mí, sentirla cada día de mi vida a partir de ahora.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top

Tags: