Capítulo 9
1993
Helena
Esa noche daba vueltas en mi cama. Ahí estaba otra vez, sufriendo por la puñetera botella y un juego para críos.
Me sentía tan estúpida de haber creído que el destino pondría a Jean al final de la botella como hizo dos años atrás, pero un rayo no cae en el mismo lugar dos veces, ¿cierto?
El destino tiene cosas más importantes que hacer que ocuparse de mi romance infantil. ¿O tal vez no? Tal vez si se había ocupado de él, pero el resultado no era a mi favor, como yo quería.
Sacudí la cabeza ante mi pensamiento tan narcisista, «no había tal cosa como el destino», me dije. Fue solo suerte.
Escogí pensar en lo que sí había sucedido en lugar de lo que no. El beso con Alek no estuvo mal, había sido suave, ligero, fluido. Cómo reconocer un lugar al que vuelves después de mucho tiempo. Estaba contenta de que mi primer beso hubiera sido con mi mejor amigo. Qué mejor forma de compartir algo tan íntimo con alguien que quieras de manera sincera. Y aunque un poco tarde mi reflexión, qué ironía que al final de todo, terminara coincidiendo con la de Jean.
El día en que me lo dijo se dibujó en mi mente. Presioné mi pecho con ambas manos y apreté los ojos con fuerza, aferrándome al recuerdo. «Tan tonta».
Contrario a lo que imaginé, después de esa noche, Jean y yo nos hicimos más unidos. Me invitaba constantemente a oírlo ensayar en uno de los cubículos, compartíamos bromas entre nosotros, y empezamos a intimar más en los temas de conversación, aunque comenzaba a notar que, era yo la que casi siempre hablaba.
Octubre
—¿Cuéntame cómo celebran la navidad en tu familia? —pidió.
—Creo que ya hablamos mucho sobre mí, yo también quiero saber sobre ti. Cuéntame algo —dije mientras veíamos el cielo recostados en el pasto del jardín central.
Él sostenía un libro en las manos, y yo hacía mi tarea de historia. Desvió la mirada y entrecerró los ojos, analizando.
—Supongo que tienes razón... Pero es que no hay mucho que decir de mí, dado que estuve encerrado toda mi niñez. Creo que por eso me gusta tanto escucharte.
—¿Encerrado? —pregunté confusa.
Cerró su libro, se giró hacia mí, y recargó su cabeza en la mano que reposaba en el pasto.
Comenzó a hablar: me contó la historia de su familia, de sus dos hermanos veinte años mayor que él, y como sus padres no esperaban otro bebé en absoluto. Eran conferencistas de astronomía, y músicos frustrados, por lo que obligaron de cierta manera, a sus tres hijos a tocar algún instrumento. Ninguno de sus hermanos eligió la música como carrera, por lo que Jean era la última esperanza, a pesar de no estar al cien por ciento convencido de ello.
Debido a las conferencias que daban sus padres, viajaban todo el tiempo, por lo que decidieron que la escuela en casa era la única opción para Jean, y lo alejaron de toda probabilidad de llevar una educación normal rodeada de otros chicos.
Eso me hizo comprender por qué era tan maduro para su edad, ya que técnicamente, llevaba toda su vida rodeado solo de adultos. Su sentido de la responsabilidad era a veces tan grande, que no le permitía divertirse tonteando como los demás.
Decía envidiar mi infancia, que a mí me parecía tan normal y lejana a una aventura como yo hubiera querido. Pero para él, unos padres presentes, que tuviera a Queen a una calle de distancia, las tardes en bicicleta, las pijamadas donde leíamos revistas de chismes, historietas y bromeábamos, sonaba a una aventura tan grande que los ojos se le iluminaban al escucharme contarlas.
Mi amistad con él era muy diferente a la que tenía con May y Alek. Con ellos todo eran risas, bromas y travesuras. Pero con Jean, eran horas de pláticas, a veces sobre un tema específico, a veces sin sentido, ni dirección. Pero siempre había algo nuevo por conocer, como si en cada plática lucháramos por cavar más dentro y descubrir nuevos tesoros, que sin querer, cada día que pasaba, llegábamos cada vez más profundo en el pecho del otro.
—Me gustan las gerberas —dijo seguro.
—¿Eso es una... —dejé la pregunta al aire al no saber realmente de qué hablaba.
—Una flor. Se parecen a las margaritas.
—¿Y por qué no las margaritas?
—Son más grandes y más frondosas. Es lo mismo, pero mejor.
Asentí ante su respuesta.
—Representan la pureza y la inocencia, de una amistad... O del primer amor.
Me recargué sobre una mano y las imaginé, ya que nunca he visto una gerbera.
—Suena a que deben ser coloridas.
Él me sonrió.
—Lo son.
Nos quedamos en silencio.
—¿Qué flores te gustan?
No necesité meditar la respuesta.
—Cualquiera. Lo que me gusta es la persona que me las da, así me dé un puño de hierba mal cortada.
—Pero... ¿Y si te apetece comprarlas a ti?
Pensé un momento lo que dijo.
—Jamás me compraría un ramo de flores, ¿qué sentido tiene comprar algo destinado a morirse? En todo caso, compraría semillas. Y compraría girasoles.
—¿Por qué girasoles?
—Me recuerdan al mar, y al verano.
Jean se encogió de hombros y me dio una explicación tan inútil como interesante, de cómo los girasoles se consideran plaga para alguna clase de cultivos.
Después de la música, la biología era su clase favorita. Parecía una enciclopedia andante de plantas, hortalizas y la materia en general. Me encantaba que me explicara cosas, aunque no entendiera la mayoría de ellas, el simple hecho de ver el brillo en su mirada que le provocaba enseñar lo que sabía, bastaba para tener mi completa atención.
Los días los sentía cada vez más iluminados, probablemente por la cercanía que crecía con él. Me había vuelto adicta a las mariposas en mi estómago, y a mi sangre bombeando mientras conversábamos.
Había decidido que era momento de entregarle el libro de poemas a Jean como regalo de navidad, e imaginaba por las noches, todas las posibles variantes que podrían suceder como consecuencia de ello: todas ellas positivas.
Estaba en la que se sorprendía con una sonrisa de oreja a oreja, y decía que conocía al autor, que era su favorito y éramos almas gemelas.
Otra en la que ponía cara de susto porque estaba tan enamorado de mí, que creyó que jamás tendría una oportunidad conmigo.
Y también en la que me alzaba en sus brazos y me decía que me quería más de lo que yo a él.
Lo que no sabía, era que estaba construyendo mi propia caída por volar tan alto. Ya que lo que sucedió en realidad, no podía estar más alejado de mi imaginación.
Ese año comenzó a desmoronarse un día en clase de violín. Gracias a un estúpido proyecto que la maestra Inna nos había asignado. Debíamos preparar una presentación de un violinista famoso, en el que teníamos que estudiar su técnica e historia. La profesora dio a Hedric la responsabilidad de asignar a las parejas para los proyectos.
Cuando el imbécil estaba de pie organizándolas, lo miré esperanzada, rogando que su maldito carácter lo dejara de lado y me apoyara a sabiendas de mis sentimientos por Jean, pero hizo todo lo contrario. Lo puso a trabajar con Nadya, y a mí me eligió como su compañera.
Estaba furiosa, sentía las mejillas ardiendo y mi respiración entrecortada de coraje. Recordaba su mirada de picardía cuando los unió en pareja, y yo tenía que cerrar mis ojos con fuerza para borrar la imagen de mi cabeza.
Hedric volvió a su lugar a lado de Jean, en la mesa frente a mí, después de asignar a las parejas. Se giró para verme, y con una sonrisa burlesca me dijo:
—A qué te ha encantado mi elección, eh, niñata.
Lo miré con fuego en las pupilas y ácido corriendo por mis venas, y en una equivocada acción de mi parte, alcé demasiado la voz para responderle:
—Preferiría repetir la materia antes de tener que trabajar contigo.
El salón entero dejó el bullicio para voltear a vernos ante mi comentario. Me arrepentí al momento, pero ya era demasiado tarde. Otra vez había abierto mi bocota sin pensar antes de pensar.
La cara de Hedric se desencajó, y me sentí tan mal por lo que había dicho y notar la evidente reacción negativa en él. Pero su semblante desencajado cambió rápidamente a uno tan pillo y malicioso, con la venganza pintada en la mirada. Se lanzó como bala directa a matar, y me hundió para siempre con su respuesta.
Se puso de pie de frente a mí con una mirada desorbitada, la nariz arrugada y una amarga sonrisa en la cara. Carraspeó la garganta, se colocó la mano al pecho de manera dramática como si fuera a recitar un poema, y comenzó mi asesinato.
—Sabes que tu vida va a dar una vuelta de ciento ochenta grados cuando tu cuerpo vibra de los pies a la cabeza...
Todos en el salón se voltearon a ver confundidos, menos yo, que sentí que la sangre se me fue del cuerpo de un soplido. Dejé de sentir el piso bajo mis pies y todo me dio vueltas en el momento que reconocí el texto de mi diario.
—No... —dije en un hilo de voz casi inaudible.
Me costaba juntar aire para decir algo más, me costaba respirar en general.
—... y mi mundo vibró como nunca antes cuando lo vi a través de la ventana de ese cubículo.
Vi como Jean dio un respingo ante esa última frase y me miró de reojo.
—... Pero no fue hasta el día del salto que su mano se enredó en la mía que lo supe. Supe que ese día su enredo había llegado hasta mi corazón...
La rabia subió como la espuma a mi garganta y grité.
—¡¡CÁLLATE!!
—Helena —riñó Inna.
Yo bufaba como un toro, el cuerpo entero temblaba de enojo, mi cara ardía, y mi vista comenzaba a nublarse por el agua que comenzaba a brotar, la cabeza me daba cien vueltas por segundo.
—... Jean se había enredado para echar raíces en mi... —y lo hice callar de una abofeteada.
Nunca había golpeado a alguien, y para ser honesta, en aquel momento, ni siquiera lo pensé. Me dejé llevar por la ira y con todas mis fuerzas golpee su mejilla con la palma abierta. El estruendo sonó en toda el aula, y Hedric se quedó en la misma posición que optó por el golpe, con la mejilla enrojecida, y los ojos abiertos desorbitados.
Todos nos miraban con una turbia combinación de impresión y susto en sus caras.
—¡Ambos! ¡A la dirección ya! —gritó Inna.
Llegó hacia nosotros de forma apresurada y pasos determinantes, nos tomó a cada uno de la oreja y nos llevó fuera del aula.
—¡Semejante escena acaban de dar! ¡Qué vergüenza! Peor que una telenovela barata. ¡Caminen!
La profesora nos llevó a la dirección, donde a falta de la profesora Judith, nos atendió el director Thomas. La profesora nos metió a ambos de las orejas, las cuales ya estaban rojas y adoloridas.
—¿Pero qué pasa Inna? ¿Qué es esta manera de tratar a los chicos?
—No empieces, Thomas. Y Helena no entra a mi aula hasta que se disculpe con toda la clase.
—¿¡YO!? —grité ofendida—. ¡Pero si él lo ha provo...?
Inna alzó su mano para interrumpirme.
—Ya dijiste suficientes tonterías, niña. Nunca nadie es responsable de tus acciones, más que tú. Y ya he dado la orden. Con permiso.
La maestra salió de la oficina con paso firme. El director Thomas suspiró largo y tendido.
—Venga niños... Tomen asiento. Cuéntenme, ¿Qué ha pasado?
Hedric estaba cruzado de manos con la cabeza girada hacia la pared. El director abrió los ojos al ver su mejilla enrojecida.
—Pero niño... ¿Te has golpeado?
Comencé a ponerme nerviosa, estaba luchando por no llorar y comencé a morderme los carrillos. El profesor se percató de mi nerviosismo culpable.
—Dios mío Helena, ¿se lo has hecho tú?
No soporté más y rompí a llorar. Tapé mi rostro con ambas manos y comencé a sollozar.
—Niña no llores así, toma un pañuelo. ¿Podría uno de ustedes explicar algo? No podemos solucionar nada así.
—He leído su diario... —confesó Hedric con tono sombrío y casi inaudible, aún con la mirada hacia la pared.
—Oh, chico... Eso ha sido muy poco caballeroso. ¿Por eso le has golpeado Helena?
Negué con la cabeza sin parar de llorar.
—Yo... —adelantó Hedric con dificultad—. He dicho frente a toda la clase su mayor secreto.
—¿Debería preocuparme por ese secreto?
Volví a negar entre sollozos.
—Niños, niños... Helena, la maestra Inna tiene toda la razón. La única responsable de tus acciones eres tú. Sé que eres una buena chica, pero espero entiendas que debo levantarte un acta por tu acción, ¿de acuerdo?
Asentí enjugando mis ojos con ambas manos.
—Director... N-no... —tartamudeó Hedric.
—También a ti te voy a levantar una. No es manera de tratar a una señorita, espero te sientas muy avergonzado por tus actos.
—¿Nos podemos ir ya? —repuso frustrado.
El director Thomas asintió, y antes de que terminara de ponerme de pie, interrumpió.
—Helena... Vas a tener que disculparte con la clase, ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza, y sin levantarla, completamente avergonzada, eché a correr a mi habitación. Me fui a toda prisa hecha una tormenta de lágrimas. A
medio camino, pasé por un lado de Jean, lo supe porque lo escuché gritar mi nombre. Ni siquiera volteé a verlo. De hecho, no me creía capaz de volver a verle la cara jamás.
Nunca me había sentido tan humillada en mi vida, mi peor pesadilla se acababa de volver realidad, y todo parecía un tornado de emociones incontrolable en mi interior.
Me recosté en mi cama a llorar, y no salí por el resto del día.
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