Capítulo 7


1993

Helena

Agosto


Llegué al internado temprano, ansiosa por ver a Jean después de dos meses. Él ya tenía trece años, por lo que este sería su último ciclo en la orquesta menor y en el próximo, tendríamos los horarios volteados y sólo podría verlo en las horas de comida. Así que era ahora o nunca.

Revisé el tablero de habitaciones y di un chillido de gusto al ver que este ciclo, May y yo compartiríamos cuarto. Lo había deseado desde el primer día del internado, y por fin se cumplía.

Beth no era una mala compañera, pero no conectábamos tanto como lo hacía con May. Lo sentí como la bienvenida al que, inocentemente, creía que sería mi mejor año.

Ese viaje fue el primero en el que no compartí vuelo con mi amiga. Mis padres lo habían comprado con mucha anticipación y al momento que ella lo hizo, ya no había cupo en el mío, por lo que yo llegué primero.

Con calma deshice mi maleta, acomodé la ropa, extendí mi cobertor tejido, colgué mis fotografías, y ese año, llevaba algunas nuevas con mis amigos del internado.

Terminé de organizar el cuarto como me gustaba, revisé la hora y aún era temprano. Me sentía inspirada de tantos sentimientos revoloteando en mí, de pensar que pronto lo vería, y del libro de poemas que aguardaba palpitante debajo de mi colchón.

Así que me puse a escribir en mi diario con el corazón abierto y la noción del tiempo perdida.

Un carraspeo de garganta interrumpió mi calma. Me giré a la puerta de un sobresalto y vi a Hedric recargado en el marco. De pronto me pareció mucho mayor de lo que lo recordaba, y delgado. Muy delgado. Tenía una de sus cejas oscuras y delgadas, arqueada con picardía.

—¿Qué demonios haces, niñata? Es el primer día, no hay tareas por hacer.

—Ya lo sé, bruto... Y tú no deberías estar aquí. ¿Quieres un acta?

—El ciclo inicia cuando las puertas se cierran... —dijo al mismo tiempo que revisa el reloj de su muñeca—. Y aún faltan tres horas para eso.

Alzó el mentón para mirar con curiosidad mi cuaderno, y de forma disimulada, lo cubrí con un brazo.

—¡Largo de aquí, Hedric!

Se acercó a mí sin dejar de verme y, en un acto de agilidad, arrebató el cuaderno de mis brazos sacándolo por debajo de la mesa. Pegué un chillido fúrico con su nombre que resonó en el pasillo.

Salí corriendo tras de él, gritándole una y otra vez. La adrenalina y la histeria se apoderaba de mí, porque ese diario estaba plagado de poemas y frases románticas. Estaba plagado con el nombre de Jean.

Era más que una confesión de amor, era un maldito altar hacia él.

Corrí lo más rápido que pude, pero era difícil alcanzar sus largas y huesudas piernas. Casi logré alcanzarlo en el pasillo de cubículos del ala oeste, donde había visto a Jean por primera vez, cuando se metió en uno, azotando la puerta tras él. Rápidamente, giré la perilla, pero era demasiado tarde, ya la había bloqueado.

—¡¡Hedric!! —grité histérica—. ¡Por favor! ¡Te lo ruego!

Golpeé la puerta desesperada con ambos puños sin obtener respuesta.

—¡No lo leas, por favor! ¡Haré tus tareas todo el mes!

Pero él no contestaba. La histeria se iba de mí para darle paso al miedo, al temblor en cada parte de mi cuerpo.

—Te lo ruego Hedric... —dije con la voz fracturada.

La puerta se abrió. Tenía el diario abierto en una mano, sus ojos estaban como platos y las cejas tan arqueadas que casi le llegaban a la raíz del cabello. Su mandíbula desencajada, completamente abierta en una expresión que mezclaba sorpresa y risa.

—Joder, Helena... ¡Estás muerta por Jean!

Y reventó una carcajada.

Sus carcajadas sonaban como un taladro dentro de mi cabeza. Sentí que la sangre me subía a la cabeza, mi respiración se agitaba, y estaba a punto de estallar en llanto como una cría. Le arrebaté el diario de un tirón.

—¡¡ERES UN IDIOTA!!

Escapé de ahí lo más rápido que pude, en parte para evitar que se diera cuenta de que las lágrimas empezaban a fugarse de mis párpados.

Me tiré en mi cama y eché a llorar. Me sentía tan avergonzada y humillada.

Hedric siempre se había comportado como un imbécil, era un hecho que le contaría a Jean, y no podía encontrar una forma más humillante y poco romántica de que él se enterara de mis sentimientos.

—¿Helena, qué carajo? —preguntó una voz familiar con preocupación.

Estaba tan sumida en mi pena que no note que May ya había arribado a la habitación. La vi con mis mejillas empapadas en lágrimas y corrí a abrazarla para sollozar sin control en sus brazos.

—Oh May... No tienes idea...

—Helena me asustas... ¿Qué pasa?

Tuve que tomar aliento para poder hablar, ya que mis sollozos no me dejaban.

—¡Hedric ha leído mi diario! —chillé.

—¿Tu diario?... Bueno, Helena... Hedric es un idiota, lo sabemos. Pero, es solo un diario. No había nada de importancia.

La vi y recordé que a la única persona a quien había podido confesarle mis sentimientos por Jean, era Queen. Por lo que empecé a sollozar con más fuerza.

Después de unos minutos en los que saqué mucho del sentimiento en mi interior, pude recomponerme, y entre sollozos, con las palabras tropezando entre sí, confesé todo: Mis sentimientos, el plan con el libro, la humillación que acababa de pasar y la que temía que estuviera por venir.

May tenía el semblante serio y la mandíbula rígida.

—Ese cabronazo... ¡Me va a oír!

—¡No May! Por favor no lo hagas enojar. ¡Le dirá todo a Jean!

—Es un cabrón, Helena, se lo dirá de todas formas.

Comencé a comerme las uñas con ansiedad y ella hizo una mueca comprensiva.

—Vale... Esperaré a ver que sucede. Pero cuando vea señales de que se lo dijo, le voy a partir la cara, ya te lo digo. ¡Por lo que me llamo May!

Seguía masticando mis uñas, dándole cien vueltas al asunto.

—Y bueno... Te ha costado reconocerlo dos años, ¿eh? —dijo dándome un codazo amistoso con sagacidad.

—¿De qué hablas?

—¿Cómo que de qué? De Jean, boba.

—¿Qué dices May? No lo sabía ni yo.

—Por dios Helena... Frente a él te cuesta mantener la saliva en su lugar.

Solté una risa amarga.

—Claro que no... —negué dudosa, ya que me plantee, si realmente era capaz de controlar alguna parte de mi cuerpo en su presencia.

Las campanadas sonaron anunciando el momento de cerrar las puertas del internado y de asistir al comedor para la bienvenida. Nos topamos con Malika durante el camino, a quien saludamos de manera eufórica y cariñosa. En el comedor estaban Beth y Alek, quienes ya habían ocupado nuestra mesa habitual, los saludamos cálidamente con un abrazo y nos sentamos con ellas.

—¡Helena!

Me llamó esa conocida voz que soñé durante dos meses. La imaginé llamándome tantas veces que, ahora en la realidad, la sentí como un cristal reventándome en el pecho, ya que mi imaginación no le hacía ni pizca de justicia a todo el huracán que me provocaba. Mi corazón se detuvo por un instante y un choque eléctrico recorrió mi cuerpo en la fracción de un segundo.

Me giré para ver su torcida sonrisa y sus brazos abiertos en espera de mi respuesta.

—¡Hola! —grité y le devolví el abrazo con torpe nerviosismo.

Lucía mayor, sus rasgos comenzaban a dejar la niñez. Estaba mucho más alto que la última vez que le vi, su mentón estaba más marcado y cuadrado, y las venas resaltaban de la piel de sus brazos de manera notoria.

Cada ciclo escolar peinaba menos su cabello, por lo que ahora, lo llevaba largo, revuelto, y los rulos desbaratados color chocolate le caían en la frente despreocupados.

Seguido de mí, Jean abrazó a cada chica de la mesa. Me pareció que su abrazo hacia mí había estado mucho más apretado que el de las demás... O eso quería creer.

Saludé a Steve con un abrazo también, menos apretado, claro, y de pronto mi alegría se detuvo de golpe al ver a Hedric parado y listo para saludarnos. Me miraba con sus cejas pícaras, divirtiéndose del miedo que mi rostro reflejaba. Fingí no verlo para no darle el gusto de torturarme y me giré para tomar mi lugar en la mesa junto a Alek, que me sonreía de oreja a oreja, con los ojos entrecerrados de alegría.

—¿Cómo te fueron estas vacaciones, Jean? —preguntó Beth con coquetería.

—Bien chicas. Pero nada tan emocionante como saltar a un río —dijo guiñándome un ojo.

Me ruboricé al instante y traté de sonreír pese a mi nerviosismo. Noté que Hedric me veía con juicio arqueando una ceja y apretando sus labios divertido.

Desvié la mirada irritada.

—Estás más guapo —aseguró Beth, con su mirada felina clavada en él.

Sonrió indeciso de tomar su cortesía. No lo culpaba, nadie espera nunca de ningún hermano Myers, un comentario bien intencionado. Pero no era un secreto para ninguno en la mesa que ella tenía interés en él. Claro que sus sentimientos eran tan frívolos como lo era su persona en general, ya que, él siempre había sido de los más apuestos de la escuela y, últimamente, su notoria altura y sus rasgos más maduros, estaban en boca de todas.

Beth solo lo veía como a un trofeo que ganar.

—¿Qué tal ustedes? —preguntó Jean desviando el tema.

Hablamos de nuestras vacaciones y otros temas, hasta que el Director Thomas y la Directora Judith aparecieron para darnos el mensaje de bienvenida. Cenamos, conversamos, y todo el tiempo que estuvimos ahí Hedric fingía de vez en cuando que le decía algo a Jean al oído, sin desviar su mirada de la mía con provocación. Me ponía los pelos de punta. Todas las veces resultaron ser solo una broma de su parte y eso me tenía frita de coraje, que yo fuera su maldito centro de entretenimiento particular.

En eso, la mesa guardó silencio en conjunto y de manera drástica, porque una chica desconocida se acercó a nosotros. No la habíamos visto nunca, y después de dos años en el internado, conociendo las caras de todos, sabíamos que ese era su primer año ahí.

Sin embargo, lucía mayor que yo, tal vez de la edad de Jean y los chicos, o quizás aún más. Era evidente, porque su cuerpo estaba mucho más desarrollado que el de cualquiera de nosotras. Sus caderas sobresalían notoriamente de su diminuta cintura, tenía un poco abultado su pecho, y su cara lucía afilada, madura, y feroz. Y como si tener bultos anunciantes en la adolescencia no fuera suficiente, tenía un rostro angelical cubierto de pecas que lo enmarcaba su cabellera rojiza y ondulada.

En resumen: la jodida reina de la belleza.

—Hola... Tú eres Hedric, ¿cierto?

—¿Lo soy? —preguntó hacia todos en una broma irónica.

Hedric fingió pensarlo, y posteriormente asintió con la cabeza. La chica le sonrió con timidez.

—Soy Nadya.

—Ah... Vale —respondió sin atisbo de emoción.

Él se puso de pie con su charola ya sin comida.

—Los veo al rato.

Y se fueron juntos.

Todos en la mesa estábamos confundidos, a excepción de Jean, quien nos puso en contexto de inmediato.

—El director Thomas nos habló de ella hace un rato. Es su primer año aquí, estará en el mismo curso que Steve y yo, y también toca violín. Por eso Hedric es el responsable de enseñarle la escuela. Es el principal de la sección, después de todo.

Y si, mi compañero idiota había callado muchas bocas el ciclo anterior, incluida la de Angie. Ya que pasaba horas estudiando violín mientras el resto parloteábamos tonterías, y sumado a su talento, ese ciclo fue nombrado el principal de los violines.

Nadie podía negar que el talento de los Myers era único, por mucho que eso me irritara.

Jean también había subido al primer violín, y May y yo ya estábamos en los segundos.

—Es muy guapa —dijo Steve casi sin aliento.

—Lo es —aseguró Jean.

Sentí un pellizco en el corazón, un golpe de realidad que se sintió como un puñetazo en las costillas.

Jean rozaba la adolescencia, incluso se empezaba a notar en sus facciones. Yo aún era una niña, y lucía aún más como una. Era la más chica del grupo y además, la más bajita. Beth era de mi edad, pero la única a la que se le empezaba a asomar la pubertad, y aun así, seguía luciendo inmadura a un lado de esa chica tan despampanante.

Sentí celos. Nadie podría llamarme guapa ni en un millón de años. Si acaso bonita o tierna, pero nunca un adjetivo tan envidiablemente maduro.

También sabía, que dos años no eran muchos de diferencia, mis padres se llevaban cinco. Pero en la adolescencia... Era un abismo de cambios corporales.

Y por si mi mente no estuviera ya jugándome una de las suyas, Jean rompió el ambiente con una frase que sentí como un balde de agua fría.

—Voy a participar en el juego de la botella este año.

Todos volteamos a verlo de golpe.

—Cool —corearon Steve y Alek.

Me costaba respirar ante su aviso. No pude evitar pensar, que ese año el podía tener un motivo en particular de anchas caderas y pecho abultado.

—¿A qué se debe el cambio? —preguntó Steve curioso.

—Yo también juego —adelantó Beth, arqueando una ceja frívola.

—Es mi último año en la orquesta menor, y nunca he participado. No quiero pasar a la de los mayores sin haber vivido la experiencia.

—¡Deberíamos ir todos! —dijo Alek con su característica alegría—. Como despedida de los chicos.

Steve se rió divertido.

—No siempre es tan guay, eh —dijo entre risas—. El año pasado me tocó besar a Lucille... Y había cenado miles de aros de cebolla.

Arrugó la nariz y todos nos reímos.

Estaba decidida a ir también. Era mi oportunidad de redimir lo que había pasado hace dos años. Y además, tenía la estúpida idea fantasiosa de que el universo juntaba a los amantes en constantes coincidencias, y esperaba que sucedería una esa noche, aterrizando la botella en Jean y en mí. 

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