Capítulo 6




1991

Helena


Estaba a punto de entrar a mi habitación después de la bochornosa situación en el área común, cuando me llamó May, quien venía a paso apresurado por el pasillo.

—¿Tampoco quisiste jugar?

—Se fueron Malika y tú, ya no iba a ser divertido.

Me encogí de hombros apenada.

—¿Estás bien?

—Sí... —dije sin muchos ánimos.

—¿Quieres hablar del tema?

—No creo que haya mucho que decir May...

—Pues yo creo que sí —dijo mientras tomaba asiento en uno de los sillones que había a lo largo del pasillo de los dormitorios.

Palmeó el asiento a su costado un par de veces para indicarme que me sentara, cosa que hice, acompañando la acción con una fuerte exhalación.

—Te gusta Jean.

—¡No! —respondí rápidamente.

—No te estaba preguntando...

—May, solo tengo diez años, y dos días aquí. No iba a darle un beso por un juego tonto a un niño que apenas conozco.

—Yo no lo decía por lo que pasó allá abajo...

Arqueó una ceja y esta conversación comenzaba a irritarme, por lo que puse los ojos en blanco de manera dramática.

—Helena, siempre lo estás viendo.

—¡No es cierto!

Levantó ambas cejas juzgándome.

—Todo el tiempo... Y si él te ve, tiemblas como una gelatina y el rostro se te pone colorado como un tomate.

Repasé estos últimos dos días en mi cabeza, tratando de tomarle sentido a lo que me decía.

—No May... Lo qué pasa...

May se cruzó de brazos esperando mi respuesta.

—¿Recuerdas el primer día, cuando me viste corriendo por el área común?

Asintió con la cabeza.

—Bueno... —añadí incómoda—. Resultó que estaba dando un paseo por las instalaciones, y escuché a Jean tocando en un cubículo. Tocaba muy bien, ¿eh? Hubiera apostado que era primer violín por el sonido tan limpio que tenía. Y pues... Me descubrió espiando por la ventanilla del salón. Me dio mucha vergüenza que me descubriera y que pensara que era una niña rara, así que huí... Y a decir verdad, tengo fe de que no se haya dado cuenta de que era yo.

—Ajá... —dijo aún cruzada de brazos y alzando una ceja.

—Eso es todo.

—¿Esto es todo? —dijo incrédula.

—Lo juro.

Ella suspiró.

—Si alguien te gustara, ¿me lo dirías?

—¡Claro! Serías la primera en saberlo —dije sinceramente.

May me barrió con la mirada, insatisfecha.

—Le hubieras dado el beso, Helena... Así te hubieras dado cuenta si te gustaba.

—Claro que no... Mi primer beso tiene que ser por amor. Además... Jean comió ensalada de verduras en la cena, y tenía cebolla —dije burlona.

Nos reímos juntas.

—Presiento que te vas a arrepentir de esto.

Horroricé el rostro de manera exagerada, y entre risas nos metimos a nuestras respectivas habitaciones a dormir.

2017

Helena


Me costó mucho contener la sonrisa de recordar aquella noche, pero tuve que forzarme, ya que donde me encuentro ahora no es un lugar para sonreír, y mucho menos para mí misma. ¿Qué pensarían las personas a mi alrededor de verme reír frente a un marco con nuestra foto en nuestra simbólica mesa de la cafetería, y completamente sola?

Han pasado veintiséis años desde aquella noche y hoy puedo asegurar que mi amiga May había tenido razón en todo: Sí que me gustaba Jean, y sí que me arrepentí toda la vida de no haberlo besado esa noche.

Tuve la oportunidad de tener mi primer beso con él, la oportunidad de marcarme en su memoria como la primera, y no la aproveché. Claro que no me culpo, era solo una niña y no me daba cuenta de lo que me pasaba.

Recuerdo que los días en el internado transcurrieron con cierta cotidianidad, como en cualquier escuela. En la cafetería siempre estábamos May, Malika, Beth, Alek y yo. May y Alek formaron una increíble e inseparable amistad conmigo, Malika también, pero las reglas de su religión y sus horarios de oración nos dividían en varias ocasiones del día. Beth nos caía bien ocasionalmente, ya que era un poco engreída y hacía rabietas si no hacíamos lo que ella quería. Fuera de esas actitudes, era una buena compañera, y generalmente nos ayudaba con cualquier duda que tuviéramos en las materias de música.

Steve, Jean y Hedric se unían de vez en cuando. Si no estaban jugando soccer o billar en el área común, pasaban el tiempo con nosotros.

Steve era muy divertido y se tomaba todo a la ligera, nos hacía reír bastante con su creatividad para las bromas. Hedric, que siempre parecía estar de mal humor, con el tiempo empeoró. Su sentido del humor irónico y sarcástico molestaba constantemente a May. Y cuando no estaba molestando a su hermana, me molestaba a mí, por ser la menor del grupo, cosa que tomaba para siempre desmeritar mis opiniones o decisiones respaldándose en mi edad.

Jean por su parte, era un caballero. Y al pasar toda su infancia con maestras particulares, era el más listo de todos. Los números eran lo suyo y era el maestro de todos cuando lo necesitábamos, cosa que siempre estaba dispuesto a hacer con una larga y torcida sonrisa en el rostro.

Para mi buena suerte, yo era la peor con los números, por lo que siempre terminaba en asesorías a su lado, así que poco a poco fuimos forjando una amistad mucho más íntima que la que llevaba con los demás. Estar con él era como adentrarse en una burbuja, en otro mundo ajeno al exterior en el que solamente existíamos nosotros, nuestras charlas y las sonrisas sin sentido que, como dos tontos, no dejábamos de hacer.

Tres semanas pasaron cuando recibí mi primera carta de Queen, donde escribía furiosa por no tener noticias mías. No me culpen, estaba demasiado ocupada adaptándome a un nuevo entorno y sobreviviendo de Angie y su amiga alemana, Pam. Quienes tenían como su principal entretenimiento hacerme la vida miserable: me hacían tropezar, me habían tirado la bandeja de comida un par de veces, me hicieron llegar tarde a clases con engaños, y me decían mentiras para provocar que hiciera el ridículo frente a los profesores o algunos compañeros.

Queen me envió por paquetería un cuaderno con cubierta de seda rosa pastel y ornamentos de flores dorados. "Ya no tienes pretexto para olvidar los detalles al escribirme". Sonreí a mis adentros. Recordé que le escribía una vez a la semana y muchas veces olvidaba contarle detalles, que a los meses recordaba y escribía para enriquecer las cartas anteriores. Esto la enfurecía porque se le complicaba hilar las historias, por lo que tuvo la idea de enviarme el diario para que escribiera ahí mi día a día y así poder revisarlos antes de redactar sus cartas y no olvidarme nada.

Escribir en el diario se volvió una de mis actividades favoritas. Lo usaba todos los días, e incluso agregaba un dibujo referente a lo vivido. Mis amigas decían que tenía un increíble talento para eso, lo cual era cierto, ya que al final me terminé dedicando a la ilustración... pero esa es otra historia.

El diario fue testigo de la evolución de mis amistades, mi trayectoria en el Junior Royal College of Music, y de mi primer amor. Del cual, parecía que todos se enteraron primero que yo.

No fue hasta un año después, en el viaje de fin de cursos de 1993 en Italia, que me di cuenta de ello.

Antes de acabar el ciclo escolar, el internado realizaba un viaje a un país que nos patrocinara para dar una serie de conciertos en sus teatros.

El primer ciclo escolar no salimos porque el país patrocinador fue Londres. Pero al siguiente, nos llevaron a Italia, y fue particularmente en Frosinone, cerca del castillo Boncompagni, en una especie de isla que nace de la bifurcación del Río Liri, donde paseábamos los ochenta niños de la orquesta menor en un tour guiado. Yo buscaba sin parar una tienda de recuerdos que vendiera imanes referentes al lugar, ya que me había propuesto coleccionarlos. Claro que en aquel entonces, solo tenía uno de Londres y otro del Grand Canyon. Pero aún me quedaban muchos años de viajes escolares, y estaba dispuesta a aprovecharlos para hacer crecer mi colección, que de hecho, así fue.

1993

Helena

Junio


Miraba entre cada calle que pasábamos para ver si lograba identificar una tienda, por lo que no estaba poniendo total atención al guía.

—¿Qué buscas, Helena? —preguntó Jean con curiosidad.

—Una tienda de recuerdos.

—Pero si ya hemos pasado como tres —dijo confundido.

—Sí, pero vendían solo playeras y tazas. Yo necesito un imán para mi colección.

—¡Genial! ¿Cuántos tienes ya?

Me ruboricé de inmediato sintiéndome patética.

—Solo uno... —Jean se rió—. ¡Pero hey! Solo tengo once años y ya voy por el segundo... No está tan mal.

—Si tú lo dices —respondió, conteniendo una sonrisa—. Te traeré uno de Francia el próximo ciclo.

—¡No!

Me miró confuso.

—Solo puedo tenerlo si visito el lugar. De otra forma, sería hacer trampa.

—Vale. En ese caso tendrás que visitarme algún día.

—Dalo por hecho.

Después de un rato caminando detrás del grupo, alguien me llamó. Con un chasqueo de lengua.

Me giré y vi a Jean asomado a dos locales de donde me encontraba. Me fijé que nadie del grupo me viera y me dirigí hacia él. Tenía un par de imanes en las manos con el nombre de Frosinone. El vendedor volvió con otro puño de varios diseños y nombres de diferentes ciudades de Italia. Tomé algunos, y entre ellos, uno de Bolonia.

—Pero aún no hemos ido a Bolonia, ¿no dijiste que era trampa?

—No en este caso, porque iremos mañana. Se lo estoy comprando a la Helena del futuro.

Jean torció el gesto con preocupación, como si acabara de notar que perdí un tornillo, y yo me reí divertida.

Compramos los imanes y al salir de la tienda, nos encontramos con la sorpresa de que el grupo ya no estaba.

—Joder... Y Hedric se ha quedado con el mapa del recorrido, ¿traes el tuyo?

Me ruboricé de recordar que mi mapa estaba al fondo del río después de hacer un avión de origami y competir con el de Alek. Carrera que, por cierto, perdí.

Respondí negando con la cabeza.

—Bueno... No deben estar muy lejos. Vamos.

Jean emprendió camino y yo lo seguí. Mi sentido de la ubicación siempre fue pésimo, por lo que dejé todo en sus manos, así si nos perdíamos, era más probable que él recordara por donde llegamos.

Llevábamos horas caminando sin encontrar a nadie cuando llegamos a una preciosa cascada que nos hizo detenernos maravillados. El agua caía de tal cantidad y fuerza que parecía una cortina de azúcar emblanquecida. Caía sobre el mismo río que rodeaba el pueblo de construcciones barrocas.

Nos quedamos viendo un rato el paisaje, cuando una idea traviesa cruzó mi mente.

—¿Un clavado? —reté.

—Estás loca —dijo rápidamente—. Si mi memoria no me falla, es la Cascada Grande de Liri. Deberíamos quedarnos aquí, este lugar estaba contemplado en el recorrido, así que deberían pasar por aquí en cualquier momento.

Empezaba a abrir la boca para volver a mi idea, cuando me interrumpió:

— Y... Está prohibido nadar en el río, ¿no leíste el reglamento?

Se me vino de nuevo a mi mente la segunda competencia de aviones de origami, también sumergidos.

Me encogí de hombros.

—Venga, Jean... ¿Ves a alguien aquí? Nadie se dará cuenta. ¿Cuántas personas pueden decir que nadaron en Italia? —dije con picardía.

—Helena, por favor... Di que me estás tomando el pelo.

—Un clavado rápido y ya... Sólo por la anécdota.

—Estás de joda...

Me encantaban los retos, y especialmente los prohibidos. La negativa de Jean solo avivaba mis ganas de hacerlo. Así que contuve una carcajada juguetona.

—Helena, no. Harás que nos expulsen. Ni siquiera entra en discusión —y se giró para darme la espalda.

Decidí hacerlo yo misma. «Seguro que Alek me habría seguido en la aventura», pensé. Comencé a quitarme los zapatos, las calcetas, y todo lo que no quisiera que se mojara.

—¿Qué demonios haces? —dijo con rostro horrorizado—. No te voy a dejar, ni en sueños.

El que dijera esas palabras lo volvió todavía más divertido. Alcé ambas cejas, di un paso hacia atrás para tomar impulso, corrí saltando sobre el borde y caí al agua helada y refrescante.

Durante el salto, se me ocurrió hacerle una broma al llorón de mi amigo por lo que, una vez dentro, nadé por debajo del agua lo más lejos que pude de él. Una carcajada me hizo sacar el aire de golpe y tuve que salir del agua para respirar.

Estaba muerta de risa por mi travesura, cuando divisé a Jean a unos metros. Buscaba por todos lados con la cabeza sujeta por ambas manos, gritaba mi nombre varias veces, y se volvía para dar una vuelta sobre sí, completamente angustiado. Comenzó a quitarse los zapatos, y continuó con las calcetas.

«Hostia, va a saltar». Tal vez me estaba pasando con la broma. Salí del agua y corrí en silencio por detrás de él.

—¡BOO!

Jean dio un sobresalto espantado e inmediatamente su rostro se puso colorado. El color rápidamente se extendió al cuello y las manos, reemplazando el espanto por la furia.

Tomó sus cosas de manera apresurada y pasó por un lado, sin decirme nada.

—¡Jean, espera! Era una broma.

Aceleré el paso para alcanzarlo pero sus largas piernas me llevaban ventaja por mucho.

—¡Jean! Perdóname. Pensé que sería gracioso.

—¡Pues no lo fue! —dijo furioso—. ¡Pensé que te había pasado algo!

Su mandíbula estaba tensa, y sus nudillos comenzaban a verse blancos de la tensión que ejercía en su puño.

—Perdóname... Pensé que sería divertido. No quería preocuparte.

Abrió y cerró sus palmas liberando la tensión. Su mentón se suavizó y me dirigió una mirada llena de reproche.

—No lo vuelvas a hacer... No me molestan las bromas, pero puedes hacerlas sin intentar matarme de un infarto, ¡pensé que estabas muerta en el fondo del río!

Tuve que esforzarme por ocultar una sonrisa ante su drama. Jean me vio a los ojos y torció la boca ocultando la suya también.

Ambos partimos a reír con complicidad.

—Venga, Jean... Un clavado rápido, ya te quitaste los zapatos —dije dándole un codazo pícaro en las costillas.

—Claro que no, y solo me los quité para sacar tu cadáver del agua —bufó—. Basta ya, suficientes aventuras por hoy.

—Uno rápido, ¡el agua está deliciosa! Te prometo que nadie nos verá —junté ambas manos rogando.

—No puedes prometer eso, Helena...

Jean resopló. Volteó a ver el río, después analizó los alrededores. Y yo sonreí porque sabía que lo estaba considerando.

—Por favor... —dije haciendo un puchero.

Volvió su mirada hacia mí y me sonrió con complicidad.

—En cuanto caigamos al agua, nos salimos —advirtió

—¡Sí! —chillé emocionada y dando saltitos de gusto.

Él soltó una carcajada.

—Eres una niñata.

Ambos dejamos nuestras cosas en el suelo y dimos unos pasos atrás para tomar vuelo. Me distrajo su mano, que la extendió hacia mí indicándome que la tomara. Lo vi directamente a los ojos, y sentí como mi estómago subió hasta mi garganta, sintiendo un rayo congelado que recorrió mi torrente sanguíneo y se quedó girando dentro de mis entrañas. Porque con él, las mariposas eran una descripción que se quedaba corta. Él me revolvía toda, me electrizaba.

De pronto, olvidé como respirar, parpadear, dejé de sentir mis pies, mi cuerpo, salvo mi mano, que palpitaba por tomar la suya. Me olvidé de todo menos de él, que me veía con decisión. Y en ese momento lo entendí. Entendí que desde el primer momento que le vi en el cubículo, le había escarbado un hueco dentro de mí. Sentí la intensidad de la primera vez que descubres tus sentimientos: arrasadora como aquella cascada que retumbaba a lo lejos. Me sentí vulnerable, desnuda y deslumbrante. Porque Jean me hacía deslumbrar.

—¿Qué pasa? ¿Ya te arrepentiste? —dijo estirando aún más su sonrisa hasta formar dos arrugas a los costados de sus labios delgados.

Le sonreí, sintiendo mis mejillas acaloradas y tomé su mano con decisión.

—En tus sueños, ¡Saltemos, Jean!

Ambos corrimos y nos tiramos al agua tomados de la mano. Esta vez sentí el agua más helada, como si hubiera atravesado mi blusa, mi piel, y llegado a mi corazón, refrescándome de golpe.

Salí del agua reventando una carcajada al aire, totalmente eufórica. Busqué su rostro, el cual miraba al frente con un semblante turbio, tenso. Seguí su mirada y vi al grupo entero observándonos juntos al guía y dos profesores, quienes nos juzgaban de manera desaprobatoria.

2017

Helena


Muchos creerán que una niña de once años no puede saber de amor, pero yo difiero.

Yo creo, que la intensidad y pureza cuando te enamoras la primera vez, es un acto único e irrepetible, totalmente desinteresado, que llega con una fuerza descomunal a revolver tus entrañas cada vez que le ves.

Los años nos hacen seres más vulgares, con intereses más frívolos y materializados. Y en la niñez, nada de eso importa, ni el estatus económico, social, familiar, y todas esas tonterías que la sociedad nos enseña a prestar atención, pero que al final, solo sirven para hacer sombra en las personas. Un niño solo ve la pureza con ojos inundados de inocencia.

Está de más decir que ese día recibimos una de las riñas más grandes de nuestras vidas. De hecho, nos costó un acta, y a pesar de que creí que Jean estaría furioso conmigo por ello, él solo sonreía. "En dos meses iniciamos un nuevo curso. Será borrón y cuenta nueva.", me dijo sin importancia.

Así que, la aventura valió toda la pena, y estaba encantada de tener un pedacito de historia que compartir con él.

1993

Julio




Al terminar el viaje a Italia, volví a casa por las vacaciones de verano. El ciclo pasado volví gustosa, pero ese año sentí que fueron los dos meses más largos de mi vida.

Deseaba como a una droga la sensación que Jean provocaba en mí. Extrañaba el revoloteo en la boca de mi estómago, y el intenso impulso que sentía de sonreír como si perdiera totalmente el control de mis comisuras. Era algo nuevo que acababa de descubrir y se me había quitado por sesenta y un días.

Para apaciguar un poco la tortura de no verlo, escribía en el diario todos los días sobre él; poemas, descripciones de su cabello, sus manos, sus ojos, también dibujos, y frases empalagosas que leía y me trajeran un recuerdo a la mente.

Queen fue la primera en escuchar de mi boca que me gustaba un chico. Estaba emocionada y al principio le gustaba escuchar todo sobre él. Pero terminé por asquearla al ser mi único tema de conversación, por lo que tuve que limitarme a continuar desahogándome en mi diario.

Dos meses después, estaba con mi madre, May y su hermano Yao, en los Ángeles. Nos habían invitado como compensación del verano pasado, en el que estuvieron un mes completo en Long Beach y la habíamos pasado increíble junto a Queen. Fueron días de mucha playa, malteadas, e incluso de un amor inocente entre Yao y mi amiga de toda la vida.

Habíamos ido a una librería en busca de algunos textos que pidieron para el curso, cuando vi un libro pequeño y delgado que captó mi atención. "Cartas a Clara", de Juan Rulfo. Comencé a hojearlo y leer algunos fragmentos. Era tan ridículamente romántico que me atrapó. Acababa de descubrir el amor y cada frase la asociaba a Jean, aunque realmente no hubiera ninguna comparación entre él y los textos.

—Chst... Niña —me llamó de forma malhumorada el señor canoso de la caja—. No puedes leer el libro si no vas a comprarlo.

—Helena, por favor... —riñó mi madre avergonzada.

—¿Mamá, puedo llevarlo? —pregunté esperanzada.

Mi madre tomó el libro en sus manos y vio la portada.

—¿Esto te llama la atención? —preguntó confundida.

Asentí con la cabeza e hice un puchero para ganármelo. Ella se encogió de hombros con una expresión asqueada, como si se tratara de un libro sobre como limpiar drenajes. "Vale" me dijo con desgano.

Lo que mi madre no sospechaba era que no quería el libro para mí, sino para regalárselo a él. Me pareció una manera muy romántica de hacerle saber mis sentimientos, por lo que los pocos días que me quedé en Los Ángeles los usé para pintar un dibujo en la contraportada del libro. Dibujé el río Liri, su cascada y a dos chicos saltando, en honor a nuestra pequeña aventura. Quedé orgullosa del resultado.

"Con Amor, Helena." Firmé.

Sonreí para mí. Me sentía segura de que aquel sería mi año... Y vaya que lo fue. Pero el peor. ¿Quién iba a pensar que los sueños pueden esfumarse tan rápido?

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