Capítulo 50
2017
Helena
Finalmente, descubrí que aquella ciudad se llamaba La Paz. Si bien, mi ahora hogar estaba a media hora de ella, mis tierras seguían siendo parte dé. Venía con el propósito de vivir en San José, un pueblo que un día Jean relacionó conmigo, y al inconscientemente decidir quedarme en un lugar cercano, pero diferente, lo sentí como una liberación también de él. Como si su nombre no fuera a afectarme nunca más.
Y qué equivocada estaba. Porque sí, evitaba a toda costa su nombre en mi lengua, incluso en el pensamiento, pero sin quererlo ni planearlo, en mis sueños aparecían sus manos, sus labios, su aliento. Era muy frecuente que me torturara por las noches, que me despertara entre jadeos llenos de deseo y con el rostro acalorado.
La casa la habíamos restaurado por completo. Repinté por fuera de un color verde agua, los techos blancos al igual que los interiores. Sienna eligió para su habitación un morado malva tan claro que casi se percibía el olor a lavanda. Y para Adam continué con blanco adornando con una cenefa del mismo azul marino que sus cortinas y cobijas.
Los muebles eran de ratán color caramelo con cojines blancos y turquesas, y algunas alfombras tejidas de lana. La cocina la recubrí de azulejos, mitad azul cerúleo, y la otra de blanco. Era mi lugar de ensueño, tropical, marino, relajado, libre. No tenía lujos, pero tenía lo necesario e incluso un poco más. Y lo más importante, estaba lleno de amor.
La primera navidad que pasamos aquí en 2012, inauguramos el lugar. Recibimos a mis padres, a Queen, y lo que esperé con ansias por meses, a May y su novio, el primero que me presentaba en todos estos años. Era un acontecimiento grande, grandísimo. Imaginé la escena miles de veces. La imaginaba con un tipo rudo, de barba espesa, quizá tatuajes, alguien de carácter fuerte y dominante como lo era ella. Y no recuerdo una sorpresa mayor en la vida que al abrir la puerta de mi casa y encontrarme con ella y su brazo enredado a la de un chico escuálido, de hombros puntiagudos, del que se extendían dos brazos flacuchos, de piel pálida casi traslúcida, tan alto que lo hacía parecer una espiga. Tenía la barbilla afilada, pómulos pronunciados, nariz recta y filosa, labios delgados, rojizos y tensos, y unos ojos azules cómo el mar, de pestañas espesas y lacias, igual que el cabello que llevaba rapado por la nuca, y un poco más largo en el copete, peinado de lado luciendo como un profesor malhumorado.
Me quedé parada frente a ellos, helada, sin saber qué decir. La situación comenzaba a incomodarme, ya que cualquiera esperaría una presentación por parte de May, pero solo se limitaba a observarme con ceño analítico, esperanzado, como si estuviera presentándome al mismísimo Brad Pitt y yo debiera celebrarlo. Mis ojos iban de mi amiga a su pareja, confundida, rogando con la mirada que hiciera algo y me sacara de la tensión del momento.
El chico larguirucho apretó los labios conteniendo una risa, suavizó el ceño y no se contuvo más. Soltó una carcajada y bajó la mirada a sus pies.
Esa risa conectó algo en mi cerebro, un recuerdo, un momento, un cubículo, una persona. De pronto su físico comenzaba a parecerme familiar, quizá si imaginaba un fleco cubriéndole parte del rostro, con ropas más juveniles, más punk. Él era... era...
—La misma distraída Helena de siempre —dijo entre risas.
—¿Hedric? —pregunté estupefacta.
Volteo a ver a May quien me veía sonriente y luminosa, asintió con euforia varias veces.
—¿¡Hedric!?
—Sí, sí. Hedric, May, Helena. Ahora que nos conocemos todos... —dice él con ironía.
—¿¡Hedric es tu novio!? —pregunto en un chillido incrédulo.
Hedric suelta otra carcajada.
—Las vueltas de la vida, ¿eh?
Yo, que aún seguía con la mandíbula desencajada, también partí a reír en una risa tan escandalosa y eufórica que Hedric llevó sus manos a sus orejas para cubrirlos del escándalo.
—¡Ven aquí, pedazo de idiota! —digo mientras me cuelgo de su nuca envolviéndolo en un abrazo de oso.
—Joder, acabo de llegar y ya recibí primer insulto —dice con esfuerzo por mi apretado abrazo.
—¡El primero de muchos!
Resultó que Hedric fue contratado en la misma orquesta en la que trabajaba May, al encontrarse de nuevo, más maduros, en otro ambiente, y con tantos recuerdos, la chispa fluyó sola, según las palabras de mi amiga. Se les veía tan bien juntos, relajados, en sintonía, que me hizo sentir una tonta de no concebir hilarlos desde antes. ¿Cómo no me di cuenta de la maravillosa pareja que podrían haber hecho? Pero hay un dicho aquí en México que describe muy bien la peculiar situación: "Cuando te toca, aunque te quites, y cuando no, aunque te pongas".
Ese año fue el comienzo de una tradición. De la formación de mi propia familia, la cual estaba conformada por mis dos amigas de toda la vida, Hedric, y de vez en cuando también Anna. Cada navidad, cumpleaños, y un que otro fin de semana los tenía en mi hogar.
Había designado la cuarta habitación para visitas, donde coloqué un par de camas dobles, pensando en que mis amigos necesitaban donde poder dormir, ya que vivía notoriamente lejos de la ciudad.
Por otro lado, mis hijos estaban creciendo felices en La Paz, y yo también. Con la calma de vivir en un lugar pequeño, tranquilo, rodeados de playa nos acogía, comprendiendo que el nombre del lugar llevaba más razón de lo que pude imaginar dado su significado en español.
Sienna era una niña increíblemente madura para sus once años, su sentido de la responsabilidad era tanto, que incluso me hacía sentirme avergonzada del mío. Sospechaba que se debía a que ella le tocó vivir con Thiago y lo tóxico de la situación la obligó a ver la vida de una manera más cruda.
Y Adam, era todo un caso. Era un niño muy carismático, increíblemente sociable, divertido, y muy pero muy travieso. Su pasatiempo favorito era sacar de sus casillas a todo el mundo. No había semestre que el director no llamara del instituto por alguna de sus ocurrencias, un día fueron fuegos artificiales lanzados dentro del aula, en otro una bolsa lanza gases que puso en el asiento de su profesora, y también varios cristales rotos por balonazos pateados desde su pie. Lo llevaba a natación, fútbol, piano, e incluso terapia, buscando desesperadamente una manera de canalizar toda la energía que tenía. Pero con los años, asumí que no era un problema de energía, sino de adicción a la adrenalina, a los problemas.
Por mi parte, jamás volví a salir con nadie. No porque no tuviera la oportunidad, ni candidatos al puesto, de hecho, había más que nunca. Ya que dedicaba mis tiempos libres al ejercicio, había encontrado esa manera de desconectar la mente, y sacar la frustración en la cinta o con un par de pesas. Tenía mejor cuerpo que en mi adolescencia, pero un novio era simplemente algo para lo que no tenía tiempo.
Los chicos y yo llevábamos una rutina bien establecida, con salidas a comer hamburguesas, picnics en la playa, senderismo, los bolos, y otras cosas que disfrutamos en familia, me era imposible imaginar a un cuarto integrante en nuestras rutinas establecidas. Y para ser sincera, tampoco me apetecía. Era completamente feliz.
Una tarde soleada en mi estudio, mientras afinaba los detalles de una ilustración para un artículo infantil en una revista, entró una llamada en mi móvil. No reconocí el número, pero la lada me hizo quedarme helada. Era una llamada de Londres.
Me quedé tanto tiempo viendo la llamada parpadear el número que dejó de sonar. Parpadee varias veces espabilando y tomé el aparato en mi mano. Había más notificaciones, y mensajes de May.
May: ¿Ya te enteraste?
May: ¡Tienes que ir! ¿Te espero en Los Ángeles o tomas un vuelo directo?
¿Qué coño?
La llamada vuelve a entrar, esta vez me apresuro a responder, pero nada sale de mi boca.
—¿Helena? —se escucha decir a una voz masculina—. ¡Soy Steve!
—¿Steve? ¿Steven Harris?
—Por qué no me contestas, ¿eh niñata? —suelta una carcajada—. No me digas que ya te has olvidado de tus viejos amigos.
—¡No, no, claro que no! —apresuro a responder—. ¡Steve! Qué gusto escucharte de nuevo, ha pasado tanto tiempo.
—Lo sé, lo sé, Que te digo, las chicas no me dan ni un minuto para visitar a mis amigos —dice entre risas, y yo me uno a él.
—Así que no te casaste —aseguro.
—¡Qué va! ¿Y perderme la diversión? Escuché que tú si tuviste funeral, perdona, boda.
—Así es —digo conteniendo una risa, ya que aunque él está usando el sarcasmo e ignora la resolución de ese matrimonio, es más acertado de lo que cree.
—Está bien, me da gusto, pero no es para todos.
—Estoy de acuerdo —agrego.
—Oh chica, me encanta estar hablando contigo, ¡como extraño esos años! Pero debo continuar a anunciarte por lo que te he llamado.
Steve procede a informarme de la muerte del exdirector Thomas, y aunque fue hace años de la última vez que lo vi, el nudo en mi garganta se tensa tanto que me libera una lágrima que recorre de mi lagrimal hasta la mandíbula. Abrazo con una mano los dijes que cuelgan en mi pecho, y paso saliva con amargo dolor mientras escucho los detalles del homenaje que le harán, al mismo tiempo, maquilo los pasos a seguir para irme de inmediato a Londres. Debía llamarle a May, decirle que me espere en Los Ángeles, porque en cuanto cuelgue esta llamada, agarraría lo primero que estuviera en el armario para irme pitando al aeropuerto. El director Thomas había sido un padre para mí, tan cálido y reconfortante. Si el instituto se había sentido como un hogar, era gracias a que su figura siempre estuvo a nuestro lado.
May, Hedric, Adam y yo aterrizamos muy temprano en Londres. Sienna quiso quedarse en casa de Daniela y su sobrina, que eran amigas desde hace años.
Llegamos directo al hotel a dejar maletas y a ponernos un atuendo adecuado para un funeral.
Estaba en mi habitación con varios cambios desperdigados en la cama, mientras Adam me ignoraba por estar sumido en su consola portátil. No pude pegar ojo en todo el vuelo, ya que por la rapidez con la que actué para venirme no me permitió pensar un poco en todo lo que podría pasar en este reencuentro con mi generación. Y básicamente todo se resumía a un nombre que hasta ahora me había forzado a no repetir. Las manos me sudaban, el estómago me ardía, ansioso, y comenzaba a darme vértigo de dar tantas vueltas por la habitación.
Llamaron a mi puerta, lo que me hizo sobresaltar. Adam se adelantó y abrió sin siquiera preguntar quién coño era. May entró a paso apresurado y al ver que no estaba cambiada me fulminó con la mirada.
—¿¡Por qué no estás lista!?
—No sé qué ponerme... —dije avergonzada.
—Hellie es un funeral, ponte todo negro y listo.
—Sí, pero no sé cuál negro es mejor...
—¿Mejor? —entrecerró los ojos—. No estarás pensando... O sí lo estás. ¡Te estás vistiendo para él!
La interrumpí tapando su boca con una mano y girando mi cabeza rápidamente hacia Adam, quien me observaba con juicio y los ojos entrecerrados.
—Voy a la máquina de golosinas... —dijo saliendo de la habitación—. Mujeres —quejó en un murmuro mientras cerraba la puerta.
May quita mi mano de un tirón y revienta una carcajada.
—¡Lo has espantado!
—Helena, por dios. Sigues siendo la misma cría ridícula, deja de hacer tonterías y vístete ya. Ni siquiera sabemos si vendrá.
—Sí, sí, vale, pero... ¿Podrías al menos darme el gusto bueno?
Ella puso los ojos en blanco, pero aun así se quedó para juzgar mis conjuntos. Al final nos decidimos por un pantalón de vestir entallado con pinzas, una blusa completamente descubierta de la espalda, y unos mules negros de piel con un broche sencillo dorado al frente.
—Tu trasero se ve lindo —dice May con picardía y yo suelto una risa.
—Iré a buscar a Adam y ya podemos irnos. La niñera debe llegar en cualquier minuto, si aún no estoy aquí cuando aparezca, ¿puedes atenderla?
—Claro.
Salgo al pasillo en busca de mi hijo que lleva un rato consiguiendo esa bendita golosina. Cuando llego a las máquinas expendedoras y me lo encuentro junto a una chiquilla que parece uno o dos años más chica que él. Ambos están sentados en el suelo junto a la máquina, cada uno comiendo un pastelito y riendo como dos cómplices. Acelero el paso y al tener a la chiquilla de frente, me percato que en sus mejillas hay unos caminos casi imperceptibles blanquecinos evidenciando un llanto previo. Cuando me ven, se levantan de golpe con los ojos como platos, como si acabara de descubrirlos en medio de una travesura.
—Adam, ¿Qué pasa?
—Nada mamá —dice acelerado, atropellando las palabras—. Mi amiga estaba triste porque no encontraba su habitación y yo le di un pastelito.
—¿Estás perdida cariño?
La pequeña asiente con timidez.
—Yo me llamo Helena, ¿Tú cómo te llamas?
—Charlotte.
—Que bonito nombre, Charlotte. ¿Sabes el número de tu habitación?
—La 134, señora.
—Llámame Helena, por favor.
Me giro para ver los señalamientos y comprendo hacia donde queda.
—Adam, su habitación está para allá —señalo un cartel que indica la numeración de habitaciones en donde se menciona la suya—. ¿Puedes acompañarla y después venir de inmediato a la nuestra?
—Sí, mamá. ¡Vamos Charlie!
Me encamino a la mía cuando la recepcionista me llama.
—Disculpe, señora, ¿ese era su hijo?
Paso saliva con incomodidad y asiento. La jovencita gira su monitor hacia mí mostrándome un video de Adam pateando la máquina con euforia hasta que un pastelito cae y él lo retira para dárselo a la pequeña. Ya decía yo que no le había dado suficiente dinero para dos pastelitos. Aprieto el puente de mi nariz con frustración y le entrego a la recepcionista un billete con mayor valor de lo que cuesta la golosina.
—Lo siento, no volverá a pasar.
May, Hedric y yo llegamos juntos al internado, subimos a dónde eran los ensayos de orquesta por las tardes y que, por ahora, fungía como salón funerario. Al entrar, Steve nos recibe con un caluroso y efusivo abrazo a los tres juntos.
—¡Ah, mis queridos amigos!
Nos suelta permitiéndonos respirar.
—Chicas, los años les han favorecido. Tú pareces un idiota —le dice a Hedric con una ancha sonrisa.
May se tapa la boca conteniendo una carcajada. La mirada de Steve va a los brazos entrelazados de la pareja y desencaja la mandíbula.
—¡Joder! ¿Y esto? ¿Están juntos?
—En realidad me tiene secuestrado —responde él y May le da un codazo.
—Intenté quitármelo de encima, pero vaya que es perseverante.
—¡Vaya! Estas si son noticias, chicos. ¿Y tú Helena? ¿Viniste sola?
Asiento frunciendo los labios.
—Helena está sola —agrega May—. Enviudó hace años.
—¡Hostia! —dice con espanto y un poco de vergüenza.
—Está bien, fue hace muchos años.
—Lo siento mucho, Helena. Deberíamos vernos más seguido para evitar tantas sorpresas de un tirón.
—Ellos se ven seguido, lo que pasa es que no nos invitan —dice una voz aguda a nuestras espaldas.
Todos nos giramos para encontrarnos con una despampanante mujer de envidiable figura y vestimenta exquisita. Los cabellos lacios le caían por los hombros con cierta gracia, y los ojos felinos verdosos maquillados con la agudeza de un profesional.
—¿Beth? —pregunto estupefacta.
—Helena —saluda con un movimiento de cabeza—. Hermano, cuñada.
—¿Cómo está mi exnovia favorita? —interrumpe Steve.
Beth lo fulmina con la mirada, y después se gira hacia nosotros ignorándolo.
—Helena, cariño, perdona que no te abrace como es debido, pero estoy sumamente ofendida.
Doy un respingo de sorpresa.
—Está dolida porque rompí con ella —interrumpe nuevamente Steve.
Beth lo ve con mirada filosa y centelleante.
—¡Yo rompí contigo, sinvergüenza!
—Ya no se acuerda bien —agrega él con picardía.
—¿Perdona? ¿Qué hice mal? —pregunto ignorando su estúpida discusión.
—¿Cómo es posible que invites a tus eventos al pelmazo de mi hermano y yo nunca he recibido una invitación?
—¡Yo tampoco recibí una! —se queja Steve.
—Cállate, Steven —escupe Beth.
—Vaya, chicos... no sé qué decir —digo apenada—. No pensé que fueran a asistir, es decir, Londres está a muchísimas horas en vuelo, sin hablar del costo.
—No dije que iría —agrega ella con pretensión—. Pero ese no es pretexto para no enviar una invitación. Además, estoy en Nueva York, a unas calles de este bruto.
Steve suelta una carcajada.
—Yo tampoco recibí una invitación —dice Jean, que va entrando por la puerta del costado.
—¡Hermano! —grita Steve.
Y mientras ellos se dan un abrazo, yo siento como si el estómago hubiera dado un subidón hasta mi garganta, arrasando a su paso con mi traquea, mi voz, y mi pecho. Apenas si puedo respirar, siento el aire denso, como si en cada respiro entrara arena a mis pulmones, llenándose cada vez más, y ahogándome con cada soplo. El corazón bombea tan fuerte y tan rápido que siento el palpitar hasta en las yemas de los dedos. Un ligero vértigo me abruma la cabeza, por lo que tomo la mano de May con fuerza, intentando mantenerme de pie, con cordura. Ella me observa de reojo, con preocupación.
«Respira, Helena, respira. Es solo Jean, ya eres una adulta, compórtate como tal. Déjale estos nervios a los críos».
Trago saliva con un esfuerzo tremendo por deshacer el nudo en mi garganta. Veo cómo él saluda a cada uno de los presentes con efusiva felicidad, sin quitarme la vista de encima, y por más que lo intento, yo tampoco puedo. Mis ojos están imantados a los suyos, se me olvida parpadear e incluso empiezan a escocer rogando por un descanso.
Es tan alto como lo recordaba, lleva el cabello un poco más largo de la última vez que le vi, peinado de lado con cera, evitando que los rulos se le vengan al rostro, el mentón ha dejado de ser tan marcado, y su cintura se ha ensanchado. Unas pequeñas arrugas se pintan en sus lagrimales cuando sonríe, evidenciando que ya no somos los niños que vivieron aquí por muchos años. Su sonrisa es tan perfecta, tan luminosa, enmarcada por sus labios delgados, delineados, y ligeramente torcidos hacia un lado.
Me estremezco de darme cuenta que la siguiente en saludar soy yo. Me esfuerzo en sonreír logrando una sonrisa patética, tiesa, abrumada e incómoda.
—Helena —dice con suavidad.
Me abraza titubeando los movimientos y yo le devuelvo envolviendo los brazos en su cuello. Su aroma entra en mis fosas nasales como una droga en un adicto en rehabilitación, una revolución interna, el reconocimiento de un hogar al que ya no pertenezco. Me separo con notorios temblores en los brazos, él baja sus manos recorriendo mis hombros y antebrazos, quedándose ahí, sujetándome. Y por dentro le agradezco, porque siento que las rodillas me tiemblan a tal grado que podría caer en cualquier momento.
Me sonríe tanto que comienza a contagiarme. Contengo una carcajada nerviosa.
—Hola —respondo con voz temblorosa.
—¡Te ves increíble! Los años solo te han favorecido.
Siento como el calor me sube a las mejillas y me encojo de hombros.
—También te ves muy bien.
Steve carraspea la garganta de manera ruidosa.
—Nosotros también nos vemos bien, ¿a que sí?
—Cállate Steven ¿siempre tienes que arruinarlo todo? —dice Beth cabreada.
Jean me suelta y se gira hacia los chicos.
—Es increíble como el estar aquí, en la escuela y con ustedes me hace sentir de nuevo como un crío —dice Jean sonriendo.
—Y qué lo digas... —agrego.
—Eso es porque siguen siendo unos críos —dice el hombre de piel obscura y carismática sonrisa que se sitúa en nuestro círculo.
—¡Hostia! ¿Vienes a organizar el juego de la botella? —celebra Steve.
Alby revienta una carcajada. Y aunque luce mayor, casi completamente calvo, hay algo en su sonrisa que aún mantiene al chiquillo travieso que la jodió tantas veces en aquellos años.
—Lo haría de no ser porque el nuevo director lo prohibió hace unos años. Acá entre nos, dicen que es un amargado cascarrabias —agrega cubriendo su boca con una mano, como contando el mayor de los secretos jamás revelados.
La directora Judith sube al estrado y da un par de golpecitos al micrófono. Da unas palabras de bienvenida al alumnado y visitantes en general. Tan elegante y correcta como la recordaba.
—A continuación, nuestro director Albert Dupont nos dirigirá unas palabras.
Alby, que se encontraba a nuestro lado, nos guiña un ojo y sube al escenario. Jean y yo nos sonreímos con complicidad al entender de la ironía. Sus palabras fueron preciosas y la ceremonia en general, también.
Cuando Judith, algunos profesores, y el ahora director general del Royal School of Music, Albert, o como nosotros los conocemos, Alby, terminan de decir sus monólogos, nos presentan la exposición que tenían preparada. Una serie de fotografías impresas y enmarcadas a lo largo del pasillo exterior, en las cuales se reflejaba la vida que sucedía dentro de estos muros. Fotografías de estudiantes, de conciertos, del director Thomas, de los viajes, y de una que otra payasada que lograron captar con la lente.
Las recorrí una a una, con detenimiento, con recuerdos. Hasta que llegué a ese marco, con nuestra mesa, nuestro grupo. Observé los rostros infantiles de cada uno, recordando cada historia, cada problema, sus resoluciones y sus consecuencias.
Llegamos hasta aquí, recordando cada día vivido, los amigos que perdimos y los que ganamos, cada desvío que tomamos para llegar a este momento, a esta tarde. Sin creerme que la chica de esa foto, tan alegre, tan vivaz, con tantos sueños, se hubiera convertido en esto, tan temerosa y tan rota. Me disculpé por dentro, con esa cría, conmigo misma, por dañarla, por equivocarme. Por romper sus sueños y por flaquear en las decisiones más importantes, por no saber observar un tesoro cuando lo tenía enfrente, por no tomar las oportunidades. Por no escuchar los consejos de amigas verdaderas, y confiar en amigas de mierda, por dejar ir a quien no debí, y quedarme donde no cabía. Por estirar el corazón, por diluir los sentimientos, por conformarme con tan poco después de tenerlo todo. Por perderme en el camino, y por tardar tanto en reencontrarme.
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