Capítulo 48


2012

Jean

Abril


El día que nació mi hija Charlotte, fue, por mucho, el mejor día de mi existencia.

Conocí un revuelo de emociones nuevas, un amor diferente, desinteresado y completo, y una felicidad tan envolvente que me tenía sonriendo como un idiota.

Julieta, por su parte, no la estaba pasando bien. Su embarazo era uno múltiple, un niño y una niña. Nos habíamos preparado para ambos, incluso dado el diagnóstico desalentador que nos presentaban para Cameron, y justo como predijeron los médicos, nuestro hijo no soportó el esfuerzo del parto, y llegó al mundo sin vida. Si bien me entristeció la noticia, me concentré en lo positivo de las cosas. Una nena preciosa que vino a llenarme el corazón. Estaba sana y con un peso mayor del que se esperaba, dado que en la barriga, su cordón umbilical estaba absorbiendo los nutrientes de su hermano, hasta dejarlo tan desnutrido y débil que provocó lo sucedido. No se podía evitar, así funciona la naturaleza, y Julieta debería saberlo al ser una bióloga de su calibre. Pero en un área muy diferente a la ciencia que practicábamos, en temas desconocidos para mí y para ella como lo era la psicología, se explicaba la depresión del postparto. Que la tenía envuelta, perjudicada y hundida.

No salía de su habitación, ni siquiera abría un poco las persianas para dejar entrar luz del día. Había convertido el lugar en una cueva con olor a humedad y tristeza. Yo ya ni siquiera dormía ahí. Intenté durante semanas llevarla a terapia, y no logré que siquiera saliera del cuarto. Opté por traer la terapia a ella, pero después de veinte sesiones con tres psicólogos diferentes en vano, sin una respuesta, ni siquiera una mirada, me di por vencido. ¿Qué más se puede hacer si no quería recibir ayuda? Supuse que el tiempo nos la traería de vuelta, y realmente lo creí cuando logré que se vistiera para celebrar las navidades con mi familia, sin embargo, se limitó a sentarse rígida y sin expresión para la foto para después regresar a su cueva. Así sin más, ni una palabra, ni un beso para su hija, mucho menos para mí. Simplemente nada.

Caminaba por el zoológico empujando el carrito con Charlie en él. La pequeña llevaba un globo con helio amarrado en su manita regordeta. Estaba cumpliendo su primer año de vida y yo quería celebrarlo de alguna manera. Mientras empujaba y dejaba que mi hija disfrutara de la mañana, los árboles y los animales, saqué mi móvil del bolsillo.

Entrar en las redes sociales directo a un perfil en específico ya se había convertido en una rutina tóxica de mis días y noches. Mi mente me traicionó por años susurrándome que ella no era feliz, que el hombre a su lado no la llenaba y no le daba lo suficiente, que me necesitaba a mí. Pero después de su muerte, el pensamiento ya no era más un susurro, sino un grito. Ya que de pasar a publicar una foto cada ciertos meses, publicaba casi todas las semanas. Con amigas, con sus hijos, se le veía radiante, feliz, con ese brillo tan suyo que no me había percatado de su ausencia hasta ahora que lo tenía de vuelta.

Ahora usaba gafas, y le quedaban de puta madre. Por lo que abrir las redes esperando una foto nueva suya era algo tan anhelado para poder iniciar mi día gustoso. Como si sus sonrisas a la cámara estuvieran dirigidas a mí, como si no hubiera una distancia y yo fuera parte de su felicidad. Casi como el recuerdo del hormigueo en mi estómago por las mañanas en las que corría hasta la escalera de los dormitorios para verla bajar.

—¡Jean! —me llamó una voz masculina familiar.

—¡Eh, Donnie!

Llega Donovan a paso apresurado con su hija Lucy sobre sus hombros.

—Hola, Charlie. Feliz cumpleaños nena —dice mientras le entrega una cajita envuelta.

Mi hija soltó un balbuceo alegre mientras le daba golpecitos a la cajita.

—Gracias por venir. ¿Dónde has dejado al tarado de Luke?

—Oh ya viene, se quedó discutiendo con ya sabes quien por teléfono —dijo poniendo los ojos en blanco.

—Han durado más negociando el divorcio que su propio matrimonio.

Donovan suelta una carcajada.

—Que decidiera casarse era una sorpresa, pero durar casado, esa es otra historia.

Sonrío y a su vez, divisó al susodicho de camino hacia nosotros saludando con una mano.

—¡Chicos! ¿Dónde has dejado a Julieta?

Donovan le da un codazo.

—Felicita a Charlie, caradura.

—¡Cierto! Felicidades pequeña —dice mientras le da una tierna sacudida en el cabello.

—Se ha quedado en casa.

—¿Sigue sin salir?

—Solo para ir al baño...

Donovan posa una mano sobre mi hombro.

—Vaya, hombre. Mi esposa también se puso mal, pero solo le duró un mes. Lo siento mucho.

—Está bien... Pero no sé qué más puedo hacer, ya he llevado tres psicólogos diferentes, ni siquiera voltea a verlos. Se está perdiendo sus mejores años —digo mientras observo a nuestra hija.

—Quizá necesita una cara más familiar —dice Luke.

Volteamos a verlo con confusión, él se rasca la nuca.

—Es decir, yo podría intentar hablar con ella.

—¿¡Tú!? —exclamó Donnie—. No arreglas ni tus propios problemas.

—Ese es el problema con ustedes, solo quieren arreglar a las personas. Quizá no haya nada que arreglar y solo necesite conversar un rato, ya saben... De tonterías.

—Tú eres el rey de las tonterías.

—Pues dado que no se me ocurre otra idea... —agrego—. No veo porqué no.

—No hablarás en serio —reclama Donovan.

—No creo que haga daño. Joder, ya lo he intentado todo, quien sabe, igual y nos sorprende.

—Ya verán, par de ancianos. ¡Nadie puede resistirse a mi carisma!

Esa misma tarde, Donovan, las niñas y yo nos fuimos a un café mientras Luke se quedaba en casa intentando sacar una palabra de la boca de Julieta. Charlábamos entretenidos mientras Lucy comía una crepa de chocolate y Charlie jugaba con sus bloques. De pronto mi hija tiró todos los juguetes al suelo en una rabieta por exigir un poco de la comida de la niña.

—Joder, Charlie —me quejo mientras me agacho a recogerlo todo.

—Jean, te están llamando —anuncia Donovan.

—Responde, por favor.

No escucho nada más, ni que Donovan respondiera, ni ningún anuncio de su parte. Levanto la cabeza sobre la mesa y lo veo pasmado frente a la pantalla de mi móvil.

—¿Quién era?

Voltea a verme entrecerrando los ojos con una expresión entre decepción y molestia. Gira la pantalla hacia mí y me percato de que no llegué a cerrar la aplicación que revisaba antes de encontrarme con él en el zoológico. Y estaba ahí, su perfil con la foto ampliada de ella sonriendo con un libro en la mano donde anunciaba que lo había ilustrado. Paso saliva con dificultad.

—Dime que es una jodida broma —dice con una seriedad amarga.

—¿Qué? Apareció en el muro de noticias.

—No me quieras ver la cara, Jean. Mira —señala la esquina superior izquierda—. ¡Es su perfil! Has entrado a posta. ¿Sigues hablando con ella?

—¡No! Solo... Solo me gusta ver las fotos que publica.

Donovan se retira las gafas y presiona sus párpados con los dedos.

—Joder, Jean.

—¡Qué! Eso no tiene nada de malo.

—Para ti sí. Deberías eliminarla.

—Por supuesto que no —respondo tajante.

—Tienes una hija, una esposa por quién preocuparte. No puedes estarte distrayendo con tonterías.

—Y me preocupo. Ya te lo dije, solo veía sus fotos. La conozco de toda la vida Donovan, ¿no puedo sentirme feliz por ella? No necesariamente tiene que haber otro sentido detrás de todas las cosas.

—Engáñate tú solo si quieres, pero a mí no —suelta un bufido—. A ver cuando te enteras de que ella está feliz y casada.

Carraspeé incómodo y él entrecerró los ojos con sospecha.

—¿Qué?

—Nada.

Había evitado contarle a mis amigos que Helena había enviudado. En realidad, había evitado el tema de Helena a toda costa, porque sabía su reacción, la estaba viendo justo ahora.

—¿Qué? —exige.

—¡Nada!

Me arrebata el móvil.

—¡Hey! —me quejo.

Donovan desliza el dedo con rapidez, moviendo las pupilas de un lado a otro, buscando. Voltea a verme de golpe.

—No tiene ninguna foto con algún hombre —dice tan bajo que parece decírselo a él mismo—. ¿Se divorció?

Niego con la cabeza y él me apunta con el teléfono como si este fuera un puñal, amenazante.

—Enviudó...

Ahoga un grito sorprendido. Los ojos desorbitados parpadean con fuerza recobrándose.

—Joder... ¿Cómo está Helena?

—¿Ahora te importa?

—Hey, no te confundas. Nosotros adorábamos a Helena, lo que no adoramos es verte jodido por ella, pero eso no es su culpa.

Tuerzo la boca en una mueca

—¿Hace cuánto? —pregunta.

—Un año.

—¿Un año? 

Asiento con pena. Si tan solo lo hubiera sabido...

—¿Por qué no nos lo habías contado? Oh... Ya te habías casado —dice asimilando—. Ya entiendo.

—No entiendes nada —corrijo.

—¡Eh chicos! —aparece Luke y toma asiento a lado de Donovan.

—¿Cómo te fue? —me apresuro a decir intentando cambiar el tema.

—Bien.

Arqueo las cejas esperando una respuesta más completa que esa.

—¿Qué? Ya te dije que bien. Ha accedido a ir a terapia.

Me atraganto con el pedazo de galleta que estaba masticando y comienzo a toser.

—¿Es en serio? —pregunta Donnie estupefacto.

—¿Habló contigo? —digo alterado y un poco ofendido.

—Ya se los dije, nadie puede resistirse a mis encantos.

Donovan voltea los ojos.

—¡Es asombroso Luke! Ahora solo tengo que concretar la cita, ¿te dijo un día en específico que quisiera ir?

Desvió la mirada con incomodidad y comenzó a jugar con sus uñas nervioso.

—En realidad...

—Ya sabía yo —reclama Donnie.

—¡Espera! Si va a ir a terapia, pero... Ha pedido que sea yo quien la lleve.

Lo barro con la mirada completamente ofendido.

—¿Tú? ¿Por qué? ¿No quiere que yo vaya?

Luke responde negando con la cabeza lentamente. Entonces mi expresión cambia de molestia a tristeza, no puedo evitar plantearme que quizá el problema sea yo.

—¿Hice algo malo?

Alza ambas manos en rendición.

—No lo sé, hombre. Supongo que ella hablará contigo cuando se sienta lista, por ahora alégrate de que ha dado un paso.

Me encojo de hombros. Sí, supongo que debería alegrarme, pero la sospecha amarga se queda albergada en mí, dejándome incómodo con la situación.


— — — —

Helena

Junio


Tenía meses planteándome la idea de volver a vivir en Los Ángeles. Quizá vender la casa y comprar en otro lugar, cualquier cosa que me alejara de estas paredes que habían sido testigos de mi caótico matrimonio. La había pintado, remodelado, cambiado los muebles, y aun así seguía escuchando el murmullo de los hechos. Al fin y al cabo, no había nada que me atara a San Francisco. Mi trabajo era remoto, y mis amigos podían visitarme del mismo modo que hacen Queen y May.

Sin embargo, la idea de Los Ángeles tampoco me entusiasmaba demasiado. Las ciudades grandes en general me abrumaban, después de criarme en un internado apartado de todo y de todos supongo que me había cobrado factura deseando un ambiente más tranquilo. Sienna estaba a punto de entrar en la escuela, y si cambiaba de residencia, debía ser pronto, ya que la idea de cambiarla en el futuro y alejarla de las amistades que hiciera ahí, no era una opción. De imaginarme que me alejaran de May, de Alek, o de Jean, me hubiera roto el corazón. De hecho, sí que lo hizo, y para ser más exactos, continúa así.

La noche posterior al cumpleaños número tres de Adam me acosté a dormir con el rostro del dueño de las gerberas resecas en el cofre. ¿Por qué? No lo sé, pero Jean aparecía más de lo que me gustaba en mi cabeza. La soledad y la falta de caricias, me traían mis recuerdos más anhelantes, y más de una vez me despertaba entre jadeos por soñar con sus manos. Pero, en cambio, aquella noche fue un recuerdo muy diferente el que me inundó. Fue tan vivido, como si hubiera viajado en el tiempo y vuelto a vivir aquel día, un día en el que él ni siquiera estuvo presente. Acababa de irse a México, en nuestro segundo intento fallido por mantener una relación a la distancia, me había hablado de un pequeño poblado que conoció, San José del Cabo. "Todo es tan seco y caluroso, la única señal de agua en ese lugar es el mar. Estoy seguro de que te encantaría." Había dicho por teléfono. Y recuerdo haber buscado el lugar en internet después de nuestra conversación, recuerdo haber visto por el satélite que era pequeño, pintoresco, y muy tropical. Y por algún motivo, el lugar me recordaba a él.

Me desperté con una idea, un lugar, y muchas ilusiones.

—Voy a mudarme a México.

—¿Qué? —preguntaron a coro todos mis amigos.

—¿México? —repitió Queen.

—Pero si ahí no hay nada, ¿o sí? —dice Anna.

—Un poco racista, ¿no crees?

—No te estarás mudando a ese país esperando encontrarte con cierto francés... —escupe May.

La fulmino con la mirada, y Yasser voltea a verla de golpe con el ceño fruncido.

—Pues claro que no —respondo tajante—. México es un país muy grande por si no lo sabías, él está en la Ciudad de México, a más de un día en coche y tres horas en avión.

—¿Francés? ¿Cuál francés? —pregunta Yasser.

—Nadie —respondo tajante.

—¿Por qué México? —pregunta Queen.

—Hay un lugar que me gusta, San José del Cabo. Es un pueblo tranquilo, muy familiar, y está en la playa.

—¿Y si hay escuelas? —pregunta Anna.

—Anna, en serio eso es muy racista.

—De hecho México, tiene mejor sistema educativo que nuestro país —agrega May.

—¡No te lo creo! —dice Anna ofendida.

—Helena, ¿te vas en serio? —pregunta Queen con un tono melancólico.

—¿Por un francés? —dice Yasser ofendido.

Presiono mi sien con ambas manos intentando tranquilizarme.

—¡A ver! No hay ningún francés. Supe del lugar hace muchos años, y quiero vivir en un lugar tranquilo para mis hijos.

—Pero estarías muy lejos de todos nosotros —responde Anna con tristeza.

—Véanlo por el lado bueno, tendrán una amiga con casa en la playa.

—Tus papás ya viven en la playa —ataca May.

—Sí, ellos y otro medio millón de personas con los que comparten ciudad —respondo.

Yasser, quién no había dicho nada más por estar sumido en su móvil tecleando a rápida velocidad, nos muestra la pantalla.

—San José solo tiene cien mil habitantes. Helena, es muy pequeña.

—¡Exacto! Es perfecto.

—Yo usaría otra palabra... —dice May.

—Venga chicos, no está tan lejos. Además, tú May, y tú Queen siempre viajan para verme, y yo con ustedes. Ya les toca a ustedes dos —digo dirigiéndome a Yasser y Anna.

Se voltean a ver no muy convencidos.

—Además, la decisión está tomada —agrego con decisión—. ¿Alguien quiere café?

Todos levantan la mano, a excepción de Yasser. Me giro hacia la cocina para preparar la cafetera, y él se levanta acelerado para seguirme el paso.

—Helena, ¿estás segura? —me pregunta en un susurro solo para que yo lo escuche.

—Nunca había estado tan segura de nada.

—¿No hay nada que... pueda hacer?

Me giro para verlo directamente en los ojos. Sé perfectamente que Yasser esperaba que algún día sucediera algo entre nosotros, que un día despertara con la decisión de corresponderle. Pero hace mucho que me di cuenta de que tener una relación implica dedicarle tiempo, y mi tiempo he decidido dedicarlo a mis hijos, quienes hasta ahora habían tenido una madre tensa, y a la defensiva esperando un ataque de su propio padre. Es momento de que los disfrute y ellos a mí. Además de que, siendo honestos, Yasser es un excelente partido, pero es uno al que no puedo ver con unos ojos distintos a los de la amistad, lo cual lo convierte en una bomba de tiempo que algún día tiene que tronar, y lo mejor es alejarme para evitar esa explosión. Por el bien de los dos.

Niego con cierta pena.

—Pero puedes visitarme, ya lo sabes.

Él se encoge de hombros, entristecido.

—Gracias por todo Yasser, me hará falta vida para agradecerte todo lo que has hecho por mí, por mis hijos.

Él sonríe en una mueca. Le abrazo enrollando mis brazos en su cintura y él lo corresponde con inseguridad.


Un par de meses es suficiente tiempo para vender todo, empacar, y partir hacia San José del Cabo. Decidí no vender la casa en San Francisco, sino que la renté a unos parientes de Anna para tener un ingreso extra, y además dejar esa casa a mis hijos, que al final, era el único recuerdo de su padre.

Partimos una tarde bochornosa de agosto, en la que todos me acompañaron al aeropuerto, incluida mi familia. Algunos nos obsequiaron detalles, y otros lloraron, como Anna, que me hacía sentir como si estuviera muriendo en lugar de mudarme a otro lugar.

—Iré en Navidad a visitarte —anuncia Queen.

—¡Estaremos encantados!

—Nosotros también —añade May.

—¿Nosotros? —pregunto confundida.

May contiene una sonrisa con picardía.

—Hay alguien que quiero presentarte.

—¿¡Qué!? —preguntamos Queen y yo.

—May Lyn, has tardado veinte años en presentarme una pareja, ¡no me lo puedo creer!

Ella suelta una carcajada.

—Si eso te sorprende, espera a que lo veas.

—Joder, ¿es que lo conozco? ¡Faltan meses para navidad! Tienes que darme una pista.

Ella niega con el dedo índice alzado frente a mi rostro.

—¿Y perderme tu cara de sorpresa? Ni hablar. Tendrás que esperar.

Chasqueo la lengua.

—¡Te vamos a extrañar muchísimo! —chilla Anna.

—Por dios Anna, si ya tienes boleto para octubre, solamente serán dos meses.

—¡Sí, pero con quién haré pijamada cada fin de semana!

Hago una mueca. No lo había pensado, y ahora también siento un poco de pena.

—Helena —llama Yasser—. Sabes que puedes hablarme cuando sea por lo que sea.

—Lo sé. Y muchas gracias por todo, Yasser. Estaré en deuda contigo para toda la vida.

Él niega con la cabeza.

—Tu deuda se pagó con cada día en que me hiciste compañía.

Sonrío tensa. Debería sentirme halagada, pero, en cambio, solo me provoca un poco de incomodidad verlo tan dispuesto, cuando yo lo que quiero es huir de todo esto.

—Gracias de nuevo.

Llegamos a San José, donde nos quedamos una semana en un hotel, mientras yo buscaba una casa que habitar. En el día tres, frustrada por no encontrar algo que me llenara, que me indicara que fuera mío. Puede que el problema fuera que no tenía idea de que buscar, sino que esperaba verlo y sentirlo mío, como en un cuento de hadas, como un producto de magia. Quizá debería comenzar a comportarme como un adulto de verdad y dejarme de niñerías. Pero ahí, sentada en una banqueta sucia y fracturada, con Adam en mis piernas y Sienna bebiendo a grandes sorbos agua de un botellín, un señor de edad avanzada, párpados caídos y cálida sonrisa, se acercó a mí.

—¿No eres de aquí, verdad cariño?

Pasé saliva con dificultad, había entendido lo que me dijo, pero mi español estaba muy oxidado, y el momento de expresarme con él había llegado sin aviso ni práctica.

—No —respondo.

—¿Puedo ayudarte en algo? ¿Estás de vacaciones?

Niego con la cabeza.

—Vine a vivir aquí —digo con un terrible acento.

—¡Oh! ¡Fantástico! Te va a encantar aquí, ¿pero por qué estás con esa cara?

—Yo buscando casa.

Ensancha su sonrisa.

—Oh verás, las rentas aquí son un poco complicadas, ¿buscas en el centro del pueblo?

Lo miro confundida, sin acabar de comprender lo que me dijo.

—¿Quieres vivir en el pueblo o en el mar? —pregunta con lentitud.

—¡Mar! —exclamo feliz de entenderle.

Suelta una carcajada rasposa y contagiosa.

—Sabia decisión, jovencita. Y curiosamente, yo tengo una casa en venta con vista al mar, ¿quieres conocerla?

Asiento dudosa. No estaba segura de si me estaba ofreciendo una casa para vivir o conocer su propia casa, pero había algo en el anciano que me inspiraba confianza.

Él me sonríe y se aleja de mí entrando a un local a un par de puertas de distancia, donde ofrecían tours y viajes por la zona. Cuando sale, una chica de mi edad, o quizás mayor, lo acompaña de su brazo. Era de piel cobriza, cuerpo robusto, y cabello obscuro trenzado. Sus ropas eran relajadas, unos shorts verde militar un poco gastados, y una blusa holgada negra deslavada. Sus muñecas estaban repletas de pulseras tejidas de varios colores, sin una sintonía en concreto entre sí.

—Ella es mi nieta, Daniela.

—Hola Daniela.

—Hola Daniela —repite Sienna y la chica le sonríe.

—Dani, preciosa, esta jovencita y sus criaturas están buscando donde vivir, y pensé en la casa en La Ventana.

Ella lo observó con el ceño fruncido.

—Pero abuelo...

Él la interrumpe sacudiendo la mano como si lo que fuera a decir no fuera importante.

—Llévalos, querida, usa mi camioneta.

Ella se encoge de hombros y me ve con pena.

—Ven conmigo.

Me pongo de pie y la sigo.

—¿Cómo te llamas?

—Helena.

—Helena —repite con su acento golpeado como corrigiendo el mío.

Asiento.

La chica nos lleva en su camioneta, salimos del pueblo y se encamina por la carretera, cruzamos otro pueblo más grande, e incluso una ciudad. Después de dos horas de camino entre tierras áridas y múltiples cactus, llegamos a una cabaña desgastada a unos 500 metros del mar. No hay nada a los alrededores, está completamente desolado, se respira paz, sal y verano. Todavía no entro a la casa y ya me encanta. Según mis cálculos, la ciudad por la que pasamos está como a una media hora. Si bien no es San José, pero vivir aquí, en la intimidad, solo la cabaña, mis hijos, la playa y yo, lo valía.

—Vamos dentro —dice hablando en un perfecto inglés, por lo que la observo sorprendida —. Todos aquí hablan inglés.

—Oh... Eso está bien, pero también quiero practicar mi español. Hace años que no lo hablo.

Daniela me sonríe con complicidad mientras abre la cabaña.

Por dentro es muy amplia, tiene un solo piso, y por lo que alcanzo a divisar, hay cuatro habitaciones, quizá cinco. Las paredes son de tablones de madera pintados en blanco, los pisos mantienen el color original de los troncos y rechinan con las pisadas, todo está lleno de polvo, gastado y cubierto de telarañas. Pero a mí me parecía tan lleno de magia, tan puro, con un potencial enorme, aunque eso representara mucho trabajo.

—Le hacen falta muchos arreglos —dice Daniela con pena.

—Es perfecta. ¿A cuánto tiempo está la ciudad?

—Media hora en coche.

Asiento, justo como imaginé. Acostumbrada al tráfico de las ciudades grandes, media hora es un tiempo normal, con la diferencia de que aquí sería media hora viendo el mar y los cactus, en lugar de semáforos y coches con gente malhumorada.

Recorro la cabaña con calma y Adam en los brazos durmiendo, mientras Sienna corretea por todos lados. La casa tiene cuatro habitaciones completas, una más grande que las demás, dos baños, y al fondo, un estudio que en lugar de puerta son un par de puertecillas a media altura como la entrada de un bar en el oeste. El estudio da al mar, es pequeño, pero con un ventanal enorme que simula la falta de un muro. En cuanto entré pude imaginarme sentada ahí, ilustrando y trabajando todos los días de mi vida. Esa era la casa de mis sueños, y lo supe desde el momento que escuche el crujido de mi primer paso entrando en ella.


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