Capítulo 46


2009

Jean


Tragué la bebida completa de un sorbo.

—Wow, tranquilo que no es agua —riñó Luke.

Lo fulminé con la mirada.

Nunca había estado tan desaliñado como los últimos meses. La barba crecida, el cabello tapando las orejas, y las corbatas empolvadas por la falta de uso. Desde nuestra última conversación, Helena apenas si respondía mis mensajes, no pasábamos más allá de un cordial saludo y de responder que estábamos bien meramente por cortesía. No tenía idea de qué pasaba en su vida, ni ella en la mía. Hasta que su amiga Anna la etiquetó en la fotografía de un recién nacido.

Había tenido otro bebé. Estaba jodidamente embarazada, y ni siquiera me enteré de su boca. Ella no publicaba nada, ni siquiera comentaba. Quería creer que algo andaba mal en su vida, que en su normalidad era más activa, no solo en las redes. Que su mirada lucía oscura, ausente. Quería creer que le faltaba algo, que le faltaba yo. Quería creer.

Llamé al mesero.

—Otro igual, por favor.

Luke torció el ceño y le lanzó una mirada de alerta a Donovan. Este carraspeó nervioso.

—¿Cuándo lo vas a hacer? Ya no nos has dicho nada sobre ese tema...

—¿Hacer qué? —pregunté irritado.

—Ya sabes... El anillo.

Bufé.

—Tiene guardado meses.

—Lo sabemos —dijo Luke con ironía.

—Llevas posponiéndolo meses.

Presioné el puente de mi nariz con las yemas, envuelto en frustración.

—Nos preocupas, Jean —continuó Donovan en un tono más cálido—. Ella ya hizo su vida, ¡tuvo otro bebé! Y ni siquiera te lo contó.

—No es por ella —defendí.

—¿Entonces qué te detiene?... Julieta y tú cumplirán los treinta el próximo año, ella no va a esperarte toda la vida. ¡Incluso Luke se atrevió a dar el paso antes que tú!

Claro. Que nadie espere a nada era algo que ya había aprendido hace tiempo.

—No lo sé...

—¿No la quieres? —preguntó Luke—. A Julieta, digo.

—Claro que sí.

Y era cierto.

—Pero no te ves casado con ella, ¿cierto?

Lo pensé unos minutos, mientras recorría la circunferencia de mi vaso con whiskey. Era un tema que evitaba a toda costa, no solo con mis amigos, sino que también en mi subconsciente. ¿Me veía casado? Sí, alguna vez lo hice, e incluso era algo que me hacía ilusión. Cuando creía que ella era el amor de mi vida, aunque al parecer, su vida no me contemplaba a mí para el mismo puesto.

Pero ahora... «¿Qué me detiene?».

No era Helena, de eso estaba seguro. Sabía de sobra que hace mucho que no era una opción. Que estaba feliz y que había avanzado, por más que eso me doliera. Pero el recuerdo de todo lo que me provocaba, todo lo que me despertaba, me perseguía día y noche. No me perseguía ella, ni sus ojos almendrados, sus labios húmedos, ni el cabello sedoso envolviéndome el rostro por la mañana. Me perseguían los truenos, el granizo, su tempestad, la memoria de cómo debía sentirse el amor.

Había tenido la esperanza de que algún día haya afuera encontrara la tormenta de alguien más, pero, en cambio, encontré un arcoíris. Un indefenso, calmado y precioso arcoíris. Dispuesto a mostrarme que incluso en mis cielos más nublados, podía aparecer un poco de color en ellos. Y eso era algo bueno, ¿no?

—Y-Yo... —tomé una bocanada de aire—. Yo creo que sí.

Ambos se vieron de golpe sorprendidos. Luke partió a reír y comenzó a darme palmadas en la espalda.

—¡Eso es cabrón!

—Mesero, otra ronda, por favor. ¡Yo invito! —celebró Donovan.

Yo sonreía nervioso. De verdad iba a hacerlo, iba a casarme. Entonces sonreí de verdad, ¡Voy a casarme!

La fiesta se nos salió un poco de las manos. Llegué a mi apartamento a las casi cuatro de la mañana, ahogado y a tropezones. El escándalo que hice al llegar despertó a Julieta, quien dormía ahí más que en su propia casa. Qué ironía hacer tanto drama por casarme cuando en realidad ya era prácticamente un hecho, sólo nos hacía falta un estúpido papel.

Abrí el último cajón del escritorio en mi estudio, y saqué la cajita de terciopelo azul que llevaba meses escondida. La que había comprado en un arranque de desesperación después de celebrar con Luke su compromiso. Quizá el motivo y la situación no haya sido la más óptima, pero ya lo dije antes... es sólo un papel, ¿cierto? También es sólo un anillo. Algo simbólico.

—¿Jean? ¿Eres tú?

—¡Julieta! —grité ahogado.

Julieta apareció envuelta en su bata empeluchada. Me vio de pies a cabeza con las cejas torcidas, preocupadas. Su mirada se detuvo en mis manos y abrió los ojos como dos lunas llenas, empalideció.

—Cariño... —dijo espantada—. ¿Qué es esto?

Partí a reír al percatarme de mi descuido al ni siquiera intentar esconder la cajita.

—¿Qué crees que parece?

—¿¡Hablas en serio!? Jean, ¡estás ahogado!

Reía a mandíbula batiente.

—¡Lo estoy! Pero nunca me había sentido tan seguro de esto.

—¿Hablas en serio? —preguntó con ilusión.

—Hablo en serio.

Me acerqué a ella hasta que sus ojos quedaron a pocos centímetros de los míos. Abrí la cajita mostrando la sortija en su interior, de la cual ya ni siquiera recordaba su forma, ni color. Por lo que para mí también fue una sorpresa verlo.

Julieta cubrió su sonrisa extensa con una mano.

—¡Oh, Jean! ¡Creí que nunca me lo pedirías!

—¿Bromeas? Hace meses que lo tengo.

—¿¡Meses!?

Me encogí de hombros.

—Es que no encontraba el momento...

Arqueó una ceja con ironía.

—Momentazo que has encontrado, ¿eh?

—Lo siento —dije con sinceridad—. No sé qué mosco me picó, pero no me pude aguantar.

Soltó una carcajada, lucía hermosa, aunque acabara de despertarse. Se había sonrojado y los ojos le brillaban humedecidos, de lágrimas e ilusiones. Levantó la mano hacia mí, alzando ligeramente el dedo anular. Di un respingo y sacudí la cabeza.

—¡Cierto! Qué tonto... —me hinqué deprisa torpemente—. Julieta Aparicio, ¿Te casarías conmigo?

Sonrió tanto que los ojos casi se le cerraron por completo y soltó una carcajada nerviosa.

—¡Claro que sí!

Al día siguiente me levanté con una terrible e incapacitante resaca. Con un punzante dolor de cabeza, unas ahogantes náuseas, y dolor en todos los músculos. Casi tan jodidamente horrible como la culpa moral que me ahogaba el pecho. Había dado un paso tan importante estando completamente ebrio y dejándome llevar por la presión de mi par de amigos. No estaba arrepentido, de verdad creía que casarse era algo que debía hacer, pero la manera en que lo hice no me enorgullece en lo más mínimo. Julieta merecía más. Más esfuerzo, más decisión.

De puta vergüenza.

Para mi desmerecida suerte, Julieta estaba del humor más adorable y encantador, estaba emocionada. Resultó que llevaba tiempo planeándolo todo, soñando, ideando. Y me confesó con un poco de timidez, que en realidad no necesitaba mucho tiempo de planeación, ya que ya sabía exactamente cómo, dónde y cuándo lo quería todo. Le agradecí internamente por no incluirme en las decisiones de la ceremonia, porque siendo honestos, no me sentía con el derecho. Sentía que le debía la boda de sus sueños. Le debía que al menos eso fuera como ella exactamente lo había deseado. Y eso, su felicidad y la satisfacción en su rostro, era justo lo que yo deseaba para mi gran día.

Durante los siguientes meses, poco a poco Julieta fue trayendo sus cosas a mi casa, dejando su esencia en cada rincón, convirtiéndolo en algo nuestro, y también haciendo notar el poco espacio que había, que para un soltero estaba bien, pero para un matrimonio no tanto.

Compramos una casa en un sitio lleno de otras familias, chicos andando en bicicletas por las calles, el olor a parrilla en cada jardín, y rodeados de parques cercanos. Cuando ella me dijo que ese era el lugar indicado, sabía sin tener que preguntarle, que nos veía formando una familia pronto, lo cual me ponía los pelos de punta. Me encantaban los niños, pero verlo tan cercano me hacía sentir en un tren sin frenos a toda velocidad a punto de caer por un risco.

Al momento de guardarlo todo para la mudanza, salió aquel libro carmín que alguna vez puso mi mundo de cabeza: "Cartas a Clara". Lo escondí al fondo de las cajas, donde no lo descubrieran, y donde no pudiera juzgarme. 

Fueron meses incómodos, llenos de dudas, del sentimiento de huir por la noche mientras ella dormía. Dónde las sábanas picaban mi piel, y la casa se sentía tan fría que no había edredón que me abrigase.

Nos casamos en el verano del 2010. Frente al mar, en una ceremonia sencilla, íntima, y para mi sorpresa, preciosa. Me hizo sentir como un idiota por haberme hecho sufrir a mí mismo todo este tiempo, lo había pasado bien. Me había divertido, reído, y disfrutado junto a mis socios y amigos. Pero la mejor parte de la boda, fue lo considerada que fue mi ahora esposa. Qué contactó sin consultarme a Steve y lo convenció de hacer el viaje desde Londres sólo para estar presente en el evento. También intentó contactar a Hedric, pero no obtuvo respuesta. Eso no me sorprendió en lo absoluto, ya que, aunque tarde años, me di cuenta de que siempre fue un amigo de mierda.

Quiso dármelo como regalo de bodas, tener a todos mis amigos en la vida juntos en el gran día, y aunque me encantó la sorpresa, y en el momento dimos brincos de gusto y abrazos con la fuerza de quien no quiere perder de nuevo a alguien, también me llenó de melancolía. Porque no había una sola persona de aquel internado que no me recordara a ella.

—¡Hermano! —celebró el rubio—. ¿Cuánto tiempo eh?

—Joder, años.

—¡Estás jodidamente gordo!

—Qué va, si tú no eres precisamente un modelazo.

Los dos reímos a carcajadas.

—Mírate nomás, a punto de dar el gran paso. Y pensar que hace unos años hacíamos el tonto frente a una botella.

Sonreí en una mueca, tensa, melancólica. Imposible olvidarme del último juego, los labios me cosquillean sólo de pensarlo. Él carraspeó incómodo intuyendo mis recuerdos.

—¿Has visto a alguien después de tu partida?

Negué con la cabeza, pero después di un respingo.

—Bueno sí. Ya sabes...

Steve le dio un trago largo a su bebida con tensión.

—Beth terminó conmigo.

—No lo sabía... Lo siento.

—Ya. Obtuvo un trabajo en Nueva York y se fue con Hedric, lo intentamos un tiempo pero...

—Las relaciones a distancia son una mierda —dije dando un trago.

—Y que lo digas... Los envidio tío.

—¿A quién?

—A los Myers. Están en Nueva York, juntos. ¿Sabías que May también está en esa orquesta? Deben sentir que el tiempo no ha pasado.

Asentí con amargura.

—Deberías audicionar para unirte a ellos.

—¿Y ver a Beth todos los días? No hombre, si apenas estoy descansando de ella —dijo entre risas forzadas.

Nuestra conversación fue larga, tendida, cálida. Cómo probar de nuevo ese dulce que tanto te gustaba de crío, pero ya no lo venden más en las tiendas. Fue mi mejor regalo de bodas.

Casarse no fue el gran lío que yo pensaba. Se trató de una muy buena fiesta que disfruté junto a las personas que más quería... casi. Y continuar mi vida tal y como iba. Viviendo con Julieta siete días a la semana en lugar de seis, trabajando en SeedCare, como siempre, y yendo a beber con mi par de amigos casados, ahora, igual que yo.

El verdadero problema del matrimonio comenzó al final de ese año.

Cuando recibí en la misma semana, dos de las noticias que más marcaron mi vida. Dos noticias, que como el ying y el yang, trajeron luz y oscuridad a mis días. El bien y el mal, el nacimiento y la muerte. Una preciosa bebé en camino, y el anuncio de una muerte liberadora.

Pero contrario a mi comparativo símbolo blanco y negro, primero recibí este último: que Helena había enviudado. Por lo que al Julieta anunciar la parte brillante de las noticias, yo ya tenía la vista nublada por la abrumadora oscuridad de la muerte, y el tinte de esperanza en ella.


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