Capítulo 44
2008
Helena
Octubre
Llevábamos todo el año yendo juntos a terapia. Las cosas habían mejorado mucho, rara vez discutíamos, y aunque Thiago no precisamente compartía los deberes del hogar conmigo, al menos ya no dejaba el tiradero de antes... Un paso a la vez.
Pero a pesar de que todo fluía mejor, no me sentía feliz. El vacío que se había abierto hace mucho no cerraba, y tampoco parecía avanzar para algún día lograrlo.
—Es raro, ¿de verdad no estás en tus días? Si nuestros periodos ya se habían sincronizado —dijo Anna con rigidez.
—Relájate, tengo puesto el dispositivo. Y eso hace mi periodo inestable.
Ella hizo una mueca de desaprobación.
—Pues no había pasado antes.
—Amiga, he hecho mis chequeos cómo se deben. De verdad no hay nada de que preocuparse, si te hace sentir mejor, haré una prueba más tarde.
—¿¡Y qué harás si sale positivo!?
—No saldrá.
—Sí, pero imagina.
—Pues... ¿Cómo qué haré? Pues tenerlo.
—¿Lo tendrías? ¿Pero qué hay del problema con Thiago?
—En realidad... No estoy segura de que siga habiendo un problema.
Yasser bufó a nuestras espaldas sin despegar la vista del libro que fingía leer.
—¿Disculpa? Conversación de mujeres, gracias.
—La gente no cambia, Helena —respondió sin levantar la mirada de las páginas.
—¡Claro que cambia! ¿Cómo explicas este último año?
—Tengo varias teorías...
—Señorita Franco —interrumpió el profesor—. ¿Será muy difícil guardar silencio mientras intento dar la clase?
Me encogí de hombros apenada.
La clase continuaba, cuando la vibración en mi mesa llamó mi atención y la de Anna. La pantalla se iluminó con un nombre y un mensaje que me erizó la piel en el momento.
Jean: Hola, Hellie.
Voltee a ver a mi amiga y articuló con sus labios: ¿Hellie?
Hice un movimiento con la mano dándole a entender que después se lo explicaba. Tomé el móvil y escribí de vuelta.
Helena: Hola, tú.
Jean: Horrible apodo.
Helena: Tantos años y nunca hemos podido ponerte uno.
Jean: Bueno, en realidad yo no inventé el tuyo.
Helena: Cierto. Pero es que yo nunca tuve el honor de conocer a tu familia.
Jean: No te pierdes de nada.
Helena: ¿No será que te tienen un apodo ridículo del que no quieres que sepa?
Jean: Haha, ahora que lo mencionas... Sí que lo tengo.
Helena: ¡Joder! ¿Cómo es que apenas me entero?
Jean: Sería muy gilipollas de mi parte darte el arma para que me dispares.
Helena: Venga, dilo. Me lo merezco.
Jean: Claro que no.
Helena: ¡Vamos Jean! Hablamos cada tantos meses, y dudo que vayamos a volver a vernos alguna vez. No hay manera de que te torture con eso. Dímelo, por los viejos tiempos.
Jean: Ya... Sí, supongo que es una alta probabilidad.
Helena: ¿Y bien? ¿Será que te decía querubín? ¿Bizcochito?
Jean: Nain.
Helena: ¿Qué tiene eso de gracioso?
Jean: Está en francés. Significa enano.
Helena: ¿¡Enano!? ¡Pero si mides dos metros!
Jean: Casi... Pero por ser el pequeño de la casa no pude huir del apodo, ni siquiera en la adolescencia que pasé por mucho a mis dos hermanos.
Helena: Sigue sin ser gracioso, tal vez porque no sé cómo suena.
Jean: Tal vez algún día puedas escucharlo de mí.
«Realmente espero que no«, pensé.
Helena: Y bien... Hacía mucho que no sabía de ti. ¿Cómo te ha ido nain?
Tapé mi boca conteniendo la risa por llamarlo así, pero el sonido que emití en el intento se escuchó en toda el aula, provocando el enojo del maestro y que me echara de la clase, junto con Anna.
—¡No me puedo creer que me echaran por tu culpa!
—Lo siento...
—Y encima ni siquiera escuché el chiste.
—No te causaría gracia.
Anna llegó dando saltitos a una banca y golpeteó con la mano indicando que me sentara a su lado.
—No me interesa escuchar ese chiste... ¡Quiero saber quien es Jean y porque te llama Hellie!
El nudo en mi garganta se tensó. Era un tema del que nunca había hablado con nadie. Es decir, sí, pero con personas que lo vivieron a mi lado. Personas que no debía explicarles nada por qué lo veían todo con sus propios ojos. Hablarlo significaba indagar en mi pecho una historia, unos sentimientos, que llevaba años sujetándolos en el fondo de mi ser, y traerlos al exterior, verlos de nuevo, reconocerlos, rememorarlos, era algo que me parecía peligroso y poco sano.
—Es... un amigo.
—Lo suponía, dado que estás casada.
Asentí.
—Estuvo conmigo en el internado.
—Oh... El internado, ya. ¿Es parte de todos esos amigos a los que no volviste a ver?
—Más o menos. A él sí lo he visto algunas veces después de graduarme, igual que May.
—¿Entonces eran un trío? ¿Igual que nosotros?
—Mmm no. Para nada un trío.
Anna dio un chillido y partió a reír.
—¡Saliste con él!
—Qué dices, mujer.
—¡Estás roja Helena!
—Vale, se acabó la conversación.
—¡No! —lloriqueó.
Me puse de pie para marcharme a casa.
—¡Algún día tendrás que contármelo Hellie! —dijo entre risas.
Llegué a casa, después de recoger a Sienna en la guardería, la cual estaba a solas y a oscuras, dado que a Thiago todavía le faltaba un par de horas para llegar.
La bebé venía dormida en el cochecito, por lo que fui a acostarla en su cuna. Me quedé estática observándola dormir, pensando en mi día, tan diferente a lo que era hace mucho tiempo. Pensé en mis amigos, en el internado, en él. Una lágrima amenazó por escapar, pero la limpié de mi lagrimal antes de que lo hiciera.
Fui a la habitación, me senté a mi lado de la cama. Abrí el cajón de abajo, aquel que me desnudaba por completo, lleno de secretos, lleno de recuerdos. Tomé en mis manos el pequeño cofre, lo acaricié. Llevé la mano a mi collar, lo desabroché y lo guardé. Observé con atención los dos dijes, la clave de sol y la nube de tormenta, dos tipos de amor tan distintos, y a la vez tan cercanos. Me enjugué las lágrimas en mi rostro.
Pasé los dedos por los pétalos secos y frágiles, de colores tenues, tristes, ausentes de vida. Recordé cómo lucían el día que los recibí. Tan chispeantes y estridentes, irónicamente como yo misma en aquellos años. Por lo visto, las plantas no son los únicos seres capaces de marchitarse.
Observé todo su contenido por lo que se sintió una eternidad, como si el tiempo se detuviera y pudiera volver a mi habitación en Londres. Ese pequeño cofre era mi pequeña puerta de escape, mi pequeña máquina del tiempo que me llevaba y recordaba que algún día fui realmente feliz. De qué había una soñadora y enamorada pequeña que estaría muy decepcionada si supiera cómo había terminado todo. Que seguro lloraría a lágrima tendida de enterarse de que la vida se esfuma en un segundo, que los amigos que creías que serían eternos, no los volverías a ver. Y que después de vivir un amor tan inmenso y arrasador, ahora sobrevivías con las sobras de cariño de un cabrón.
Puse todo en su lugar de nuevo con la delicadeza y el amor que les tenía. Como protegiendo la pureza e inocencia de la pequeña Helena de aquellos años, de ella y de todos los que estaban a su alrededor e hicieron de su vida algo tan mágico y memorable. ¿Cómo se puede seguir viviendo una vez que te das cuenta de que los mejores días de tu vida ya pasaron?
Con el corazón adolorido, y el alma ausente, abracé el pequeño trasto de madera de gran significado en mi pecho y me acosté a llorar.
— — — —
Jean me sujetaba de la cadera con fuerza, enterrando sus pulgares en mi pelvis. Me besaba el cuello con hambre voraz, repartiendo una que otra mordida en la piel. Solté un jadeo con su nombre. Apreté mis manos tirando de su cabello hacia mí, quería más, lo deseaba. Su aliento me envolvía el rostro, sus besos me quemaban el cuello, los labios. Mi entrepierna ardía de deseo.
De repente, paró. Se separó de mí, se puso de pie y comenzaba a alejarse, a salir de la habitación, a perderse en las sombras.
—¡Jean! —grité.
Abrí los ojos de golpe. La habitación era otra, las sábanas también. Parpadee varias veces encandilada por la luz del sol entrando en la ventana.
Había un hombre sentado en el borde de la cama. Enfoqué la vista, la corpulenta espalda me indicó que era Thiago. Tenía el ceño fruncido, los hombros encogidos y tensos. Su mirada estaba perdida, fulminante. Seguí el trayecto de esta, y al descubrir lo que sostenía en las manos, abrí los ojos como platos. Mi estómago subió hasta mi garganta, y la acidez en la boca de este comenzaba a quemar.
Sujetaba el cofre, mi cofre. Comencé a respirar entrecortado, rebuscando en mi cabeza algo para decir, lo que sea. Rápido.
—¿Quién carajo... Es Jean? —dijo con desdén.
Ahogué un grito
¿Jean? ¿Quién era Jean? ¿Cómo supo su nombre? No estaba en el cofre, ni en ninguna otra parte.
Entonces me golpeó como un rayo. Mi sueño. Mis jadeos. Debí haberlo dicho en voz alta, era la única explicación.
—¿¡QUIÉN HIJO DE LA GRAN PUTA ES JEAN!? —estalló.
Di un salto del susto.
—N-Nadie... —tartamudee.
—¡No te hagas la tonta, jodida zorra! ¿¡Quién es!?
—¡Nadie!
—¿¡NADIE!?
Tomó un puñado de pétalos del cofre y los hizo añicos entre sus dedos.
—¡NO!
—¿Tengo que suponer que tiene que ver con estas flores?
Dijo con desprecio mientras tomaba otro puño.
—¡DÉJALO! —chillé—. ¡NO LAS ROMPAS!
Lanzó el collar al suelo y lo pisó con rudeza.
—¡LO SABÍA!
Su mano se tensaba cada vez más y más alrededor del cofre, notaba como las venas de su mano y brazo se saltaban por el esfuerzo.
—¡TE DIJE QUE NO ME IBAS A VER LA CARA DE IDIOTA PUTA DE MIERDA!
Vi que inclinó la mano con el cofre hacia atrás, tomando vuelo, y lo próximo que vi, fue una luz cegadora en uno de mis ojos, y el agudo dolor que se extendía desde la ceja hasta la sien. Todo me daba vueltas. El llanto de Sienna y los gritos de Thiago llamando mi nombre se escuchaban cada vez más lejanos.
Supe que subía a un vehículo, que Thiago estaba histérico, y por los tirones que sentía en el cinturón, también supe que iba manejando como un loco. Frenó en seco, y me ayudó a bajarme donde un par de voces masculinas hacían preguntas que no alcanzaba a captar por el mareo que sentía. Me llevé la mano a la frente, estaba empapada. Joder, que estaba pasando.
—Señora, va a sentir un pinchazo rápido en la ceja —anunció una voz.
El pinchazo apareció quemando todo por la fracción de un segundo, y después, nada. Ya no sentía nada.
Cuando desperté, solo podía ver con un ojo. Por inercia, me llevé las manos de golpe al otro sintiendo una textura ajena y blanda sobre él, parecía un vendaje. Una enfermera entró distraída en la habitación.
—Oh, vaya. Ha despertado señora.
Se acercó a mí con una pequeña linterna y me examinó el rostro.
—¿Cómo se siente? ¿Siente algún mareo?
Negué confundida.
—¿Q-Qué ha pasado?
—Se ha dado un golpe muy fuerte en la ceja... el doctor que la atendió es el mejor, estoy segura de que ni se notará la cicatriz —dijo motivada—. Pero...
—¿Pero qué?
—Por el último estudio que se le hizo parece que su córnea sufrió una deformidad.
—¿Qué? —dije en un hilo—. ¿¡Me voy a quedar ciega de un ojo!?
—¡Oh no, señora! No, no, nada de eso. Pero seguramente va a requerir de unas gafas.
Solté el aire de mis pulmones de un golpe. Vaya susto.
Pero ya con la mente oxigenada me vino el recuerdo previo al golpe, su brazo lanzando el cofre con fuerza hacia mí. La amargura de la memoria me trajo a la realidad.
Sienna. Estaba con ese puto monstruo.
—Disculpe, tengo una niña de dos años, ¿sabe si se encuentra afuera?
—Estaban aquí hace unos momentos. Ella y su marido. Seguro vienen más tarde.
Le agradecí con desgano. Un par de horas más tarde, abrieron la puerta de golpe, y un chillido familiar me despertó.
—¡AMIGA!
Corrió a abrazarme, mientras Yasser se ocupaba de cerrar la puerta con cuidado.
—¡Por dios, Helena! Thiago nos contó todo. ¡Gracias a Dios que salió temprano! Si no quién sabe cuánta sangre hubieras perdido, ¡o si hubieras perdido el ojo!
La vi desorientada. Me quedó claro que la versión que le dieron era muy distinta a lo que yo recordaba, y estaba segura de que era la coartada de Thiago para no confesar la bestialidad que estaba segura de que había hecho.
—¿¡Cómo coño te has caído!? —preguntó escandalizada.
Me encogí de hombros aturdida. La realidad era que no tenía una puñetera respuesta. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza tener una coartada, había dedicado las horas en soledad en el hospital para pensar en un plan para escapar del jodido loco de mi marido.
—Thiago nos dijo que estabas...
—Espera Anna —interrumpió Yasser—. Deja que lo cuente Helena.
Me observaba con los ojos entrecerrados, al acecho. Como si no se creyera ni un pelo de la historia que había contado Thiago. Le sostenía la mirada, suplicando con los ojos.
Anna era una buena amiga, pero una muy distraída. En cambio, Yasser, era atento, siempre estudioso del entorno, y se había dado cuenta de que mentía la primera vez que dije que íbamos a terapia. Por lo que esperaba que lo hiciera ahora también. Necesitaba un aliado, uno silencioso. Estaba aterrada de lo que podía pasar de ahora en adelante, me sentía vigilada, sin la confianza de externar cualquier idea, pensamiento, o hechos. Por lo que intenté hablarle con la vista, intentar que notara el pánico en mí, y lo insegura que me sentía.
Él desvió la mirada, tensó la mandíbula y los puños, pero no articuló palabras. Antes de que cualquiera de los tres dijera algo, Thiago irrumpió en la habitación. Barrió con la mirada a los dos, torció las cejas con molestia, y en tono amargo habló.
—Gracias por venir, chicos. Ya me encargo yo.
—¡Pero si acabamos de llegar! —chilló Anna.
Yasser la tomó del brazo sin decir nada y la jaló hacia la salida.
—¡Pero Yasser..!
Este la hizo callar con una mirada fulminante y se la llevó a regañadientes.
Yo no podía ver el rostro del monstruo que tenía enfrente. Me temblaba el cuerpo entero y movía mis dedos de manera nerviosa. Lo vi de reojo que se sentaba frente a mí, con la mirada hacia la pared.
¿Cuánto tiempo estuvo conteniendo la bestia salvaje que lleva dentro? ¿Realmente estaba cambiando o solo era quién era porque yo agachaba la cabeza para todo? Quizá de ser otra, más rebelde, menos cobarde, y más libre, hubiera liberado toda la aberración que contenía mucho antes. Ojalá hubiera mantenido el plan inicial como el principal. Debí haber escuchado a Yasser, seguir fingiendo que todo iba bien mientras trabajaba y ahorraba a escondidas para poder huir. De haberlo hecho no me habría ilusionado con conseguir una familia de verdad, no habría construido estúpidos castillos en el aire pensando que el ogro podía ser un príncipe. Porque no por vestirlo de seda, llamarlo realeza, y sentarlo en un trono, iba a desaparecer el animal que lleva dentro. Esto era él, lo tenía arraigado, no importa que tanto le pidas al cielo que sea lo contrario.
Me sentía muy estúpida de haber tenido fe en algo que estaba tan perdido y podrido, y lo que era peor, tan evidente.
Pero entonces se me ocurrió el mejor plan de todos. Era brillante, y me daría tiempo de continuar con el ahorro, de moverme a sus espaldas.
—Helena...
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
Él me observó confuso.
—¿Tú no...?
—Recuerdo haberme dormido después de llegar de la escuela, pero después está todo muy confuso.
Lo vi tragar saliva con dificultad.
—Quizá deban hacerte otro examen.
—¿Qué indicaba el primero?
—No mucho... Solo que, tu ojo...
—Ya... Me lo ha dicho la enfermera. Pero bueno, solo son gafas.
Asintió. Parecía haber mordido mi anzuelo.
—También que...
Lo miré vacilante, su rostro estaba ensombrecido, amargo, casi con arrepentimiento. Apretó ambas manos sujetando su pantalón.
—... estás embarazada.
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