Capítulo 30


2002

Jean


El granizo golpeándome el pecho, los vientos azotantes en mis pulmones transformando mi respiración en jadeos, las olas bravías reventando en mi estómago, los rayos electrizantes recorriendo cada terminación nerviosa de mi cuerpo. Mi mundo entero pareció encogerse hasta volverse este preciso lugar en el espacio, donde dejamos correr la tormenta que nos estuvo llamando desde el principio.

Comenzaba a apretar los párpados evitando los rayos de sol que se colaban por la ventana, como si esta acción pudiera detener el amanecer y me permitiera seguir soñando un rato más.

Soñar. Con su risa, el baile, los giros... Su piel, sus manos arañando mi espalda, sus labios húmedos recorriendo mi cuello, su calor, el deseo en cada poro.

Solté una risa en un soplido y un movimiento bajo mis brazos me hizo abrir un ojo.

No había sido un sueño. Tenía su cabello enredado en mi cara, abrazando mis pulmones con el mismo aroma salvaje y tropical de la primera noche que lo acaricié en su habitación del internado. Respiré hondo, absorbiendo, llenándome de ella hasta las entrañas.

Alcé la manta que nos cubría y observé con atención su cuerpo de espaldas a mí, desnudo y arraigado al mío, como dos piezas de rompecabezas que encajaban perfecto. Su pierna izquierda reposaba sobre la mía, permitiéndome ver su pantorrilla. Llamó mi atención una mancha rojiza que le cubría gran parte del músculo. ¿Podría ser un lunar? Aunque no tenía relieve, y no era obscuro como los lunares que uno conoce. Parecía más bien una mancha. Una mancha con forma de nube.

Resoplé sonriendo. La nube de una tormenta, mi propia tormenta.

Ella reaccionó a mi movimiento y se removió, pasó de un estirón a girarse y encontrarse con mis ojos. Le sonreí y besé su frente.

—Buenos días —dijo.

—Hermosos —corregí y acaricié su mejilla—. Tengo una pregunta.

Ella se quejó con la garganta.

—Es muy temprano para preguntas.

—No es una pregunta difícil... ¿Qué es la mancha roja de tu pantorrilla?

—Oh... Nada —dijo sin mucho ánimo—. Solo eso, una mancha.

—¿Solo una mancha? ¿Apareció un día o...?

—Nací con ella. Como un lunar... La verdad es que me acompleja un poco.

Me separé de su cabeza para verla a los ojos con la duda en mi rostro.

—Nunca lo había mencionado porque en Londres hace frío todo el tiempo y siempre llevaba las piernas cubiertas... Pero en Long Beach o en Los Ángeles, llevar las pantorrillas desnudas es algo esencial para no morir rostizado, y... Ya sabes. La gente siempre pregunta.

—Pues a mí me gusta mucho —dije con honestidad, y ella me fulminó con la mirada.

—No es necesario mentir.

—No miento, lo digo en serio. Me recuerda a la nube de una tormenta.

Forzó una sonrisa y hundió el rostro en mi cuello.

Fueron cuatro días los que Helena estuvo en Albuquerque, y a pesar de tener planeado ir a conocer la ciudad, solamente conocimos un restaurante que abría las veinticuatro horas a dos calles del hotel. En cambio, conocí cada centímetro de su cuerpo, cada ademán, las zonas que le causaban cosquillas, y las que bullían fuego. La manera en que dormida buscaba algo para abrazar, como su cintura se acentuaba al acostarse de lado, y como sus ojos eran los últimos en reaccionar al despertar por las mañanas.

No conocimos las calles, ni los bares, pero sí la regadera, el sofá y las sábanas de la habitación.

Reviví todo lo que ella me hizo sentir alguna vez, y más. Más maduro, más entero, más profundo.

El tiempo en esa habitación enredado en su cuerpo era tan ambiguo, que me hacía perder el norte, el sur, el tiempo, y el espacio. No sabía si tenía veintiún años o diecisiete, si era el hotel o el internado, Albuquerque o Londres. Lo único que tenía claro era que la quería, y que frente a ella, yo no tenía el control de nada, ni siquiera de mí mismo.

Helena regresó a Los Ángeles, y regresó siendo mi novia, por primera vez y de manera oficial. No es como que el tiempo en el internado no lo hubiera visto como una relación seria, por supuesto que fue así, pero mal acostumbrado por mi relación anterior, lo dejé llevar sin colocarle una etiqueta. Y no estaba seguro de cómo, pero la espina de que eso pudo influir un poco en nuestra ruptura, me estuvo molestando tanto, que no estaba dispuesto a arriesgarme de nuevo.

Quería que las cosas fueran diferentes esta vez. Quería que funcionara. Quería a Helena de verdad. Me faltaban dos años para graduarme de la universidad, y después de eso, la llevaría a vivir conmigo, porque la necesitaba conmigo.

Durante estos años me convencí de que no la extrañaba, creía que la llovizna que a veces traía su recuerdo era suficiente agua, pero no estaba consciente de la sequía en la que vivía hasta que me envolví en sus aguas. Pero ya que uno conoce la tempestad, es difícil no desearla, y lo que es peor, necesitarla.


Octubre


Los últimos dos meses habían sido maravillosos. Hablábamos todos los días, nos mensajeamos todo el tiempo, y nos veíamos cada fin de semana. La relación a distancia de la que tanto temía se convertía poco a poco, en un fantasma olvidado en un rincón.

En la universidad todo iba mejor de lo que esperábamos. Habíamos decidido el nombre de nuestra marca: Biocare, y lo habíamos registrado con éxito. Luke, Donovan y yo trabajábamos a tope hasta altas horas de la noche completando el primer pedido que la misma universidad nos había solicitado.

A pesar de lo exhaustivo que eran mis días, hablar con Helena siempre era el momento de soltarlo todo y de relajarme.

—No puedo creer que ustedes tengan una empresa a los veintiún años, me siento una inútil.

—No es como que vivamos de ella, Helena, sigue siendo más un proyecto.

—Aun así es un gran logro... Y yo que ni siquiera me convenzo de mi carrera.

—¿Ya pensaste si vas a dejar la escuela? Ya descubriste que no te va, enfócate en lo que sí. No agotes tu tiempo en algo que no te gusta.

—Tú me gustas.

—Vamos, Helena. No siempre serás joven, tienes que tener eso en mente.

La vi hacer una mueca a través de su webcam.

—No lo digo para hacerte sentir mal, me preocupas.

—Sí, lo sé... Pero es que ya perdí tanto tiempo aquí, que volver a empezar... No lo sé.

Me reí. Me causaba gracia como Helena siempre fue la que se preocupaba por el futuro. Y me di cuenta, que las personas son tan cambiantes con el paso de los años, que si dejas de verlas por una fracción de tiempo, tienes que volver a conocerlas. Pero aun así, hay cosas que permanecen iguales, que te recuerdan que esa pequeña temerosa del mañana, sigue dentro, indefensa y temerosa.

—Lo que te haga mejor, yo estaré para ti.

Sonrió con timidez.

—Descansa.

—Igual tú... Dos días más.

Le guiñé un ojo y me sonrió con picardía, enviando un beso al aire con un dedo.

Colgamos la llamada.

—¡No lo vas a creer! —exclamó Luke azotando la puerta de mi habitación. Di un sobresalto.

—Sí, adelante Luke. No estaba haciendo nada importante —reclamé sarcástico.

—¡No puede esperar!

Entró a trompicones con Donovan por detrás con su semblante serio.

—¡Acabamos de recibir nuestro primer pedido oficial!

—Pero si la universidad ya...

Él alzó la palma justo en mi rostro silenciando.

—Pedido O-FI-CIAL... ¡Con dinero oficial Jean!

Le dirigí una mirada a Donovan y él asintió orgulloso.

—¿¡Qué!? ¿Pero cómo?

—Nos vieron en una revista de agricultura —explicó Donovan—. Es un pedido grande.

—¡Grande!

Hizo énfasis alzando ambas manos con una buena distancia una de otra.

—Iremos a México para tomar muestras de sus tierras y poder personalizar el producto —dijo Don.

—¡Ellos cubrirán todos los gastos! Parecemos una empresa real, ¿a que sí?

—¿México? —dije en susurro casi imperceptible, pero que decía para reafirmar lo que mis oídos escuchaban.

Mis compañeros bromeaban entre ellos, se daban golpes amistosos extasiados por la noticia, pero yo no paraba de plantearme una situación que me traía un deja vú bastante desagradable.

—¿Cuánto tiempo?

Luke me vio confundido sin comprender la pregunta.

—¿Cuánto tiempo debemos estar en México?

—¡Ah! Solo un par de semanas cuando mucho... Separarte de Helena por ese tiempo no te matará, ¿O sí?

Resoplé aliviado, ignorando su chiste.


Helena

Diciembre


Comencé a notar el aumento de trabajo en la vida de Jean después de su regreso de México.

Había vuelto encantado del lugar, y especialmente de un pequeño poblado que visitaron; San José del Cabo. "Todo es tan seco y caluroso, la única señal de agua en ese lugar es el mar. Estoy seguro de que te encantaría." Me dijo, a lo que yo me reí, porque si sonaba completamente como un lugar de mi agrado, pero para él, que prefería el frío, la humedad, y la lluvia, seguro que fue un martirio.

Habían tenido un éxito destacado con sus primeros clientes, que en cuanto pusieron un pie en Albuquerque, sus bandejas de correo estaban llenas de solicitudes. El proyecto escolar había dejado de serlo, para tomar forma de una empresa real de la noche a la mañana.

Comenzaron a trabajar día y noche, se vieron en la necesidad de contratar a dos personas que los apoyaran a responder a los clientes y organizar los viajes.

Por otro lado, nuestras visitas semanales poco a poco pasaron a ser quincenales, y después mensuales, puesto que se vieron reemplazadas por viajes de negocio, dentro del país, en México, Perú, y otros países latinoamericanos, que tuvieran la agricultura como una de sus principales fuentes de negocio.

También comenzaba a notar el cambio en sus bolsillos. Desde octubre solo lo había visto dos veces, pero él no escatimó en pagar hoteles de lujo en la ciudad para disfrutarlos juntos, restaurantes finos, y vinos de renombre.

Cualquier chica se hubiera encandilado con el notorio cambio, pero resulta que, cuando el que te encandila es él, cualquier luz ajena te parece una pequeña vela a un lado del sol. Y aunque las dos veces que me visitó estuvo junto a mí, lo sentía a kilómetros: siempre contestando alguna llamada, revisando su computador, redactando documentos, arreglando asuntos de Biocare y cosas que no entendía, y que cada vez me interesaba menos hacerlo. De hecho, comenzaba a tomarle cierto recelo a la empresa, a pesar de que era la misma que lo había traído a este lado del planeta.

Habíamos decidido pasar las fiestas navideñas con mi familia. Llevaba tantos años de conocerlo, de contarle a mis padres y a Queen sobre él, que estaba emocionada de por fin presentarlo, aunque llevábamos los últimos dos meses más distanciados de lo que me hubiera gustado.

Acordamos que él llegaría a mi casa el veintidós, para poder tomar el autobús al día siguiente juntos desde Los Ángeles, pasaríamos una semana en Long Beach y volveríamos. Llevaba todo el mes planeando con Queen a los lugares que lo llevaríamos, quería que conociera la ciudad que me vio crecer, los lugares que frecuentaba y sus historias.

El veintidós por la mañana le escribí un mensaje expresándole las ganas terribles que tenía de verlo, y es que por más años que llevamos conociéndonos, el saber que lo iba a ver siempre me despertaba en la garganta un gorgoteo difícil de contener en la sonrisa.

Pero no respondió.

Faltaba una hora para que tomara su vuelo. Yo masticaba el interior de mis mejillas nerviosas por no haber recibido noticias de él en todo el día.

«Tranquila, no perdería su vuelo.», me repetía. ¿O sí? Por lo visto el dinero ya no era un problema en su vida, como tampoco lo sería comprar otro ticket.

El tono de mi teléfono me hizo dar un sobresalto. Su nombre parpadea en la pantalla.

—¿Jean?

—¡Helena!

—¿Estás bien? No he sabido de ti, me tenías preocupada.

—Lo sé, disculpa. He estado todo el día en el laboratorio y perdí la noción del tiempo.

—Jean falta menos de una hora para tu vuelo, dime por favor que no sigues en el laboratorio.

Carraspeó su garganta incómodo, tomando valor.

— Y-Yo... Perdóname Helena, de verdad, pero aún no puedo ir, por eso te llamaba. Hubo un problema con un pedido ya pagado para Perú, ha habido un error de cálculo y hay que hacerlo de nuevo. Debemos enviarlo sí o sí el día de mañana para que pueda llegar antes de fin de año. Discúlpame de verdad, me siento muy mal de avisarte hasta ahora, ¡pero tiene solución! Compraré otro vuelo directo a Long Beach y llegaré a tiempo para pasar la Navidad contigo. Bueno... Si tú me lo permites, claro.

Presioné mis párpados con las yemas tratando de asimilar las palabras aceleradas y tropezadas que acababa de escuchar. Un calor ardía en mi pecho de enojo. Ese maldito trabajo.

Dirigí la vista hacia el pequeño cofre de madera que dentro albergaba los pétalos secos de las gerberas que Jean me dio en nuestro reencuentro. Cuando estas se marchitaron no tuve el corazón de arrojarlas a la basura, se sentía como algún tipo de traición o desinterés al detalle que me había dado. Por lo que busqué un bonito cofre por días para poder almacenarlas ahí, y recordarme que él y yo sólo nos habíamos separado para reencontrarnos de manera definitiva.

Suspiré. El cofre siempre me regalaba una calidez que sólo su nombre me provocaba.

—Vale. No te preocupes, lo comprendo.

—¿Segura? Puedes gritarme si quieres Helena, pero no quiero que esto te ponga triste. Lo prometo, llegaré para Navidad.

Sonreí.

—Seguro... Está bien, que todo salga bien en Biocare.

—Avísame cuando llegue a la ciudad, y cuando estés en casa.

—Sí, vale.

Llegué a Long Beach donde mis padres me recogieron en la parada de autobús. En casa ya me esperaba Queen en mi habitación. Partí a reír junto con ella como un par de bobas y nos abrazamos.

—¡Chica! Te ves muy bien.

—¡Igual tú!

—¿Dejaste a Jean abajo?

Me encogí de hombros y su semblante se tornó preocupado.

—No, qué va... No ha podido venir conmigo por cosas del trabajo, pero llegará para Navidad.

—Oh, vale. Pero eso complica nuestros planes.

—Los planes que importan, ¡lo que quiero es que por fin se conozcan!

—¡Lo sé! Tantos años verte babear por él, ya era hora. ¿Cómo van las cosas?

—Bien —dije insegura—. La verdad es que últimamente no lo veo mucho, Biocare lo trae loco.

—Ya. Me imagino... Pero bueno, ahora que estamos solas, voy a disfrutar estos días contigo, como en los viejos tiempos.

Le sonreí.

La luz del sol por mi ventana me despertó el día antes de Navidad. Me senté en mi cama y espabilé tallando mis ojos con ambas manos. Tomé mi celular, había dos llamadas perdidas de Jean. Un agujero en el pecho se abrió dejando una sensación amarga en mí.

—¿Helena?

—¿Qué sucede?

Lo escuché gruñir a través del teléfono.

—Estoy en el aeropuerto... Pero el único vuelo disponible más próximo es para el veintiséis...

—¿Cómo que no hay vuelos? ¿Pero es que no los compraste con anticipación?

—No me ha dado el tiempo, ni la cabeza...

Su voz sonaba quebrada, resignada y derrotada. En cambio, yo echaba fuego.

—¿¡No tenían una secretaria dedicada a organizar sus viajes?!

—Sí, pero viajes de Biocare, ya sabes, de negocios.

Me retiré el teléfono de la oreja y lo apreté con todas mis fuerzas al igual que mis párpados.

Mis dientes rechinaban, y mis nudillos lucían blanquecinos ante el esfuerzo. Me coloqué de nuevo el móvil en la oreja.

—O sea que Biocare puede involucrarse en nuestros planes todo el tiempo para joderlos, pero no para ayudarnos. Vale, comprendo —dije ahogando un grito—. No es necesario que vengas, Jean. Nos... Nos hablamos luego, ¿vale?

—Helena...

Colgué la llamada en un arrebato.

El cuerpo me temblaba por completo, subiendo de mis manos, llenando mi pecho, y terminando en mis lagrimales. Comencé a llorar sin cauce.

El golpeteo en las escaleras me avisó que alguien se aproximaba.

—Hellie, dice tu mamá que... —se detuvo al abrir la puerta y verme—. Hostia, ¿qué pasa?

Me deshice en lágrimas entre el abrazo de mi amiga. Le conté lo que pasó, y también como cada vez me sentía más aplazada. Que esto ya lo habíamos vivido hace unos años, cuando entró a la universidad, y poco a poco, el mismo problema de aquel entonces comenzaba a hacerse visible, palpable, anunciante. Intentó tranquilizarme, convencerme de que Jean haría algo para compensarlo, pero la realidad era que yo no quería compensaciones. Quería compromiso, acciones que demostrara que le interesaban las cosas y no que esperara a que se rompieran para entonces pegarlas.

Recibí varias llamadas de él que no quise contestar. En parte porque seguía con el sentimiento a flor de piel, y también porque había surgido en mí un poco de arrepentimiento por colgar la llamada en ese arrebato, que de pronto me pareció más el berrinche de un crío que una acción sensata. Pero no estaba lista para enfrentar mi error.

Pasé la cena prácticamente en silencio. La humillación que sentí de tener que explicarle a mi familia que Jean no llegaría, se sentía como una pesada roca en la boca de mi estómago. A pesar de que todos se mostraron comprensivos, yo me sentía juzgada, señalada por su desinterés. No me apetecía conversar, divertirme, ni dirigirle la mirada a nadie. En cuanto vi la oportunidad, subí a mi habitación para dormir. De pronto me parecía un día cualquiera y no la noche previa a navidad.

El bullicio en la planta de abajo de mi casa me despertó. ¿Qué hora era? Tomé mi celular. ¡Las once de la mañana! Joder, era tardísimo.

Me vestí a prisa e hice un moño con mi cabello largo y enmarañado sin siquiera pasarle un cepillo. Bajé para alcanzar a desayunar junto a todos, aunque solo fuera el postre, y mi cuerpo se congeló al ver el comedor y en él una figura ajena a la noche anterior.

Jean estaba sentado junto a mis padres desayunando. Y parecía un desayuno bastante ameno, por lo que había escuchado previo a que sus miradas se fijaran en mí con atención.

—Se te pegaron las sábanas, cariño —dijo mi padre.

—Si me disculpan... —adelantó Jean poniéndose de pie sin separar su mirada de la mía.

Se acercó a mí con un ramo de gerberas de todos los colores y una pequeña caja aterciopelada color vino. Su mandíbula lucía tensa, y sus ojos bailaban de incertidumbre.

—¿Podemos...? —hizo un ademán con una de sus manos indicándome subir las escaleras. Me quedaba claro que quería privacidad.

Sacudí la cabeza asimilando que él estaba aquí, bajo el techo de la casa de mis padres y que lo acababa de ver riendo cómodamente con ellos.

—Sí, sí... Claro.

—Un gusto señor y señora Franco.

—Oh, cariño. Puedes llamarnos George y Mary, estás en tu casa.

Subí las escaleras y él siguió mis pasos. Le indiqué mi habitación, y cerré la puerta justo cuando él terminó de entrar.

—Escuch...

—Helen...

Callamos en cuanto tropezamos al mismo tiempo las palabras. Me sonrió con complicidad.

—Perdóname. Sé que te decepcioné, no era mi intención... No sé donde tengo la cabeza últimamente —dijo mientras me entregaba las flores. Yo sonreí con autenticidad.

—En Biocare, donde más.

Bajó la mirada desvaneciendo la sonrisa causándome un golpe de ternura incontrolable que terminó por darme el impulso para abrazarlo, y deslicé mis manos por su cintura.

—Perdóname también. Me he puesto como una cría colgando la llamada así.

Me rodeó la cintura con fuerza y besó mi hombro.

—No es típico en ti hacer eso... Me asusté, ¿sabes? Creí que ahora sí la había jodido.

—Sí que te asustaste, ¿cómo diablos hiciste para llegar en un día?

Se separó del abrazo y se encogió de hombros.

—Le he pagado a un señor para que me diera su lugar en un autobús.

—¿Viniste en autobús? ¿Toda la noche?

—Lo hice en cuanto colgaste la llamada...

Resoplé apenada.

—Perdona...

Tomó mis dos manos y me observaba con decisión.

—Sé que puede parecer que mi mente está en Biocare, pero está contigo. Todo lo que hago allá es pensando en el futuro, en nuestro futuro.

—¿Nuestro? —pregunté en un hilo de voz solo para rectificar lo que escuchaba.

—Nuestro —respondió decidido—. Eso me recuerda.

Rebuscó en su chaqueta la caja aterciopelada que ya había visto. La sacó, la abrió y me mostró el precioso dije dorado que había dentro. Era la forma plana de una nube con un rayo saliendo de ella. Sonreí confusa y lo miré a los ojos. Me observaba con determinación, con los ojos llenos de explicaciones, planes, y palabras de amor que en la lengua hispana aún no se inventan, y ni se diga en la inglesa.

—No quiero que jamás dudes de la tormenta que desatas en mí.

Un nudo en mi garganta se formó, tuve que apretar la mandíbula ante el repentino llanto que quería liberarse. Enrollé mis brazos en su nuca y lo besé. Nos hundimos en un beso íntimo, suave, y expresivo. Me levantó de un impulso, se sentó en mi cama y me colocó en su regazo, enrollando mis piernas en su cadera.

Se separó del beso con suavidad para acomodar un mechón que había escapado del moño.

—Es precioso... —dije en un hilo de voz.

Sus ojos bailaban en los míos con un brillo tan particular, deseoso. Respiró hondo y se lamió los labios.

Te amo —dijo en español.

Solté una risa nerviosa a la que él también se unió con indecisión.

—¿De qué te ríes? ¿Lo he dicho mal?

El cuerpo me temblaba nervioso, enérgico. Presioné mi frente contra la suya, respirando profundo intentando parar mi excitación.

—Que yo también te amo.

Ahora él reventó una carcajada y me apretó contra su pecho.

Y pensé, que en el inglés, solo hay una palabra para demostrar cariño, y es love you. En español, la lengua madre de mis padres, existen dos, te quiero y te amo. Y aunque te amo es lo mismo que love you, el hecho de que existe otra alternativa intermedia de la nada al todo, cobra un sentido más abundante, más decidido.

Aún así, que en español existan dos palabras para expresar amor, en nosotros se seguían sintiendo insuficientes, apenas unas gotas de lo que en realidad nos sucedía. Por eso nosotros nos inventamos la nuestra, nuestra tormenta.

A partir de ese día, su dije colocado junto a la clave de sol del director Thomas, colgaron de mi cuello a cualquier lado que fuera, recordándome que cualquier sentimiento que viniera después de Jean, siempre sería insuficiente. 

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