Capítulo 29
2002
Jean
Al día siguiente llegué al laboratorio sonriendo, repasando en mi mente toda la llamada de anoche en un bucle de su voz y su risa.
—¡Epa! Alguien tuvo una buena noche —burló Donovan mientras le daba codazos en las costillas a Luke.
—¿Estuviste viendo otra vez esas páginas prohibidas hasta tarde, cierto?
Solté una carcajada.
—Par de idiotas. Venga, tenemos mucho que hacer antes de mudarnos.
Ambos se voltearon a ver con picardía, me quedó claro que no dejarían el tema tan fácil.
—Y al parecer alguien ya se está despidiendo de las parisinas —bromeó Luke.
—O quizá me están recibiendo en América —dije en un susurro casi inaudible.
—¿Qué? Ah no, a mí me cuentas o no trabajo —reprochó Luke cruzándose de brazos.
Me reí y le di un puñetazo amistoso en el hombro.
—Prometo contarte un día de estos, pero ahora, de verdad debemos trabajar.
Helena y yo hablamos todos los días de todos los meses previos a mi mudanza a América. Cada noche y cada mañana. A veces eran solo mensajes de buenos días en el móvil, a veces conversaciones por Messenger, y si había tiempo, videollamadas. Nos encantaba jugar juegos online, sobre todo porque la competencia era dura: yo siempre ganaba los juegos de estrategia, y ella siempre ganaba en los de habilidad.
Fueron días divertidos, y me había acostumbrado al sentimiento de placer que me provocaba saber que habría un mensaje suyo al encender el computador.
Una tarde, Luke había aparecido en mi habitación por un asunto del proyecto y me encontró en una video llamada con ella, de inmediato volteó a verme con picardía y se acercó a saludar. Me dio un amistoso codazo en las costillas.
—Es guapa —dijo en un susurro evitando que ella escuchara. Entonces alzó la voz—. Me alegra saber que a Jean si le gustan las chicas, comenzaba a sospechar de las miradas que me echaba. Me sentía acosado, ¿sabes?
Solté una carcajada y ella se unió.
Agosto
Recién aterrizamos en Albuquerque recibí un mensaje de Helena avisando que su vuelo se había retrasado y que no alcanzaría a llegar para recibirme en el aeropuerto. Hice una mueca desencantada observando el ramo de gerberas que llevaba en una mano. No me importaba que no me recibiera en la entrada, pero la ansiedad que sentía por verla me tenía un agujero en el estómago que incluso había provocado que me saltara el desayuno.
Llevábamos un rato en el apartamento acomodando nuestras maletas, cuando Luke mencionó la idea de pedir una pizza. Donovan de inmediato apoyó la propuesta, y a pesar de expresar mis nulas ganas por comer, ordenaron un par.
Timbraron la puerta.
—¡Hora de la pizza! —cantó Luke mientras se dirigía a la puerta dando saltitos.
Abrió y escuché la voz familiar decir su nombre con confusión.
—¡Qué tal! Mucho gusto.
Con mi respiración detenida, salí de mi habitación para asomarme y encontrar su mirada.
—¿Helena?
Ella explotó una sonrisa en su rostro, aventó la mochila que llevaba en la espalda y corrió hacia mí. Abrí mis brazos y la abracé con tanta fuerza como podía, levantándola del suelo. Enrolló sus piernas en mis caderas y sus manos en mi cabello. Nos envolvimos de lleno en el abrazo, entre carcajadas y temblores nerviosos.
Me separé un poco para ver su rostro, con ella aún colgada de mí, mis ojos iban de un lado a otro, inspeccionando todo, aprendiendo cada cambio que me hubiera perdido en sus facciones. Sonreía con fuerza, sus ojos estaban acuosos, pero con el brillo tan suyo, como si sus ojos no hubieran pasado por estos años y siguieran siendo los mismos que alguna vez me dijeron te quiero.
El corazón galopaba con tanta fuerza, desesperado por reventar mi pecho o fundirse con el de ella. Su sonrisa comenzó a cesar, se lamió los labios con nerviosismo y mi mirada fue directamente a ellos. Rozagantes, húmedos, acalorados. Tragué saliva con dificultad y el aire pasó por mi garganta con un temblor. Sin pensarlo y atraído por el calor de su aliento sobre mi cara, comencé a acercarme lentamente con hambre de saborearlos.
—Si claro, cómanse. Que nosotros aquí somos un mueble más, ¿verdad, Don? —se quejó Luke interrumpiendo el beso que tanto deseaba darle.
Lo fulminé con la mirada mientras devolvía a mi chica al suelo y las carcajadas de Donovan resonaban en el lugar. Helena se rio nerviosa y mi atención se dirigió a ella. Estaba preciosa, cegadoramente radiante.
—¿Tengo algo en el rostro? —preguntó palmeando sus mejillas intentando descubrir algún objeto ajeno.
Sonreí por su expresión confundida y negué con la cabeza.
—Me daba cuenta de lo mucho que te había extrañado.
Llevé mi mano para tomar la suya, pero en cuanto uno de mis dedos rozó los suyos, una descarga eléctrica nos recorrió estremeciéndonos. Me reí melancólico al reconocer ese efecto que siempre tenía el tacto con su piel.
Recordé el ramo de gerberas que había dejado en la barra de la cocina y me estiré para alcanzarlas. Se las entregué al mismo tiempo que besaba su frente, se ruborizó de inmediato y las mejillas me dolieron de la sonrisa tan amplia que despertó en mí la complicidad de su mirada, recordando la conversación que alguna vez tuvimos en el internado.
—¿Qué es lo primero que quieres hacer? Yo ya he terminado de ordenar mis maletas, así que tengo la tarde libre.
—En realidad, debo ir al hotel para recoger la llave de mi habitación. Ya voy una hora tarde del registro, esperaba que me acompañaras.
—¿Hotel? Yo creí que...
Se encogió de hombros y yo di un soplido resignado.
—Sí, vale... Te acompaño.
—¿Ya se van?
Preguntó Luke y Helena asintió con timidez.
—Que pena. Y yo que comenzaba acostumbrarme al ambiente empalagoso que estaban dejando.
Puse los ojos en blanco y me reí.
—Los veo al rato, chicos.
Mientras caminábamos hacia el hotel, que se encontraba a cuatro calles del apartamento, noté una tensión creciente entre nosotros, como si fuéramos dos extraños que acababan de conocerse. Nuestro eufórico primer encuentro pareció ser obra del par de críos del internado, y ahora habíamos vuelto a ser los adultos distanciados por los años que en realidad éramos.
Yo la observaba de manera disimulada, y noté que su cuerpo había cambiado mucho desde la última vez que la vi, me pareció un poco más alta, con el abdomen más alargado y piernas estilizadas. Su busto había crecido, y sus caderas estaban más anchas. También noté que el pantalón le quedaba perfecto, y me di cuenta de que la había estado mirando descaradamente durante un buen rato.
Desvié la mirada, sobresaltado al darme cuenta de mi falta de tacto, y traté de disimular mi turbación, acomodando el cuello de mi playera acalorado.
Quise romper el hielo y a su vez distraerme del condenado pantalón.
—¿Qué tal ha ido el vuelo?
—Bien, supongo.
—¿Ya conocías Albuquerque?
—De hecho, no. Pero estuve investigando lugares para poder visitar mientras estoy aquí.
—¿Ah sí? ¿Y qué encontraste?
—Hay un bar aquí cerca, parece que la música es buena, y las bebidas más —dijo con un rayo de ilusión en su mirada.
—¿Qué clase de música y bebidas?
Ella enarcó una ceja con picardía.
—Salsa y tequila.
Di un silbido impresionado.
—¿Salsa? Helena, tus padres son latinos, pero, ¿yo? ¿Bailando salsa? No sé si sea una buena idea...
—¡Será divertido! Te garantizo que el tequila sacará tu latino interno.
Solté una carcajada.
—¿Y a ti desde cuándo te gusta el alcohol? —pregunté irónico.
—Ya no tengo dieciséis años, Jean —dijo con un aire de superioridad que me hizo reír.
—Ya lo sé —repliqué divertido—. Es solo que es... Raro. Supongo que tengo que acostumbrarme a esta nueva Helena.
Helena
Había decidido reservar un hotel sin decírselo.
Porque si bien, yo ya estaba experimentada de más en el campo del sexo, el hecho de compartir una cama con Jean me erizaba la piel. Me ponía tan nerviosa como la primera vez que habíamos ido más allá de unos besos en el cuarto de las escobas.
Caminamos al hotel, y una vez llegados, entramos en la habitación. Me ayudó a acomodar mis maletas y nos quedamos conversando recostados en la cama. Lo noté un par de veces observando mis labios, y la lucha interna en su mirada de acercarse a ellos. Me daba un cosquilleo en el estómago cada vez que lo hacía.
Todos estos meses llenos de llamadas, juegos, y conversaciones donde realmente nos conectamos como nunca antes, tuve la duda de si él sentía aún por mí algo más que una amistad. Que volviera con Nadya había creado en mí una inseguridad de la que no había podido recuperarme completamente, ¿Cómo podía quererme a mí después de semejante escultura de la belleza? Y aunado a que en todos los días que platicamos nunca tocamos el tema del amor, mucho menos de una relación. Éramos simplemente amigos.
Pero a mí esa palabra no me satisfacía en lo absoluto cuando de Jean se trataba. De hecho, ni siquiera la palabra novio se le acercaba un poco. Él era mi todo. Y lo había comprobado en el segundo que lo volví a ver, y que por primera vez en mucho tiempo, me volví a sentir completa.
Cuando la hora de irnos al bar de salsa estuvo cerca, Jean insistía en regresar a su apartamento y pasar por mí en una hora, yo le expresé que me parecía una tontería y que mejor fuéramos juntos desde el hotel.
—Nunca hemos tenido una cita, Helena. Ni siquiera los meses que... —tragó saliva arrepentido—. Ya sabes. Déjame disfrutar esta noche como debería de ser.
Me reí con ironía. Había salido últimamente con tantos patanes que al primer buen gesto, le ponía un pero.
—¿Eso quiere decir que debo esperar a que te marches para comenzar a arreglarme?
—Exactamente. Debe ser una sorpresa —dijo con su sonrisa torcida y sus ojos chispeando excitación.
—Vale... Pues por más que me encanta tu presencia aquí, debo echarte para poderlo hacer —dije mientras le mostraba la salida con una mano.
Él colocó la palma en el pecho, fingiendo estar ofendido, y se encaminó divertido. Tomó mi mano y la besó en el dorso con picardía.
—La veo en un rato, señorita Franco —y finalizó hincándose a mis pies y besando mi mano con dramatismo.
Cerró la puerta de la habitación y me dejó revolucionada de los pies a la cabeza. ¿Cómo había podido aguantar tanto tiempo sin esto? Sin esta sensación de flotar en el aire por la hinchazón del corazón, la picazón en la piel erizada reclamando su piel, el gorgoteo en la garganta a punto de explotar en una carcajada. Me sentía tan completa, tan viva, tan volátil.
Me duché a prisa, cepillé mi cabello, y me maquillé. Claro, si a eso puede llamarse maquillaje, nunca aprendí como hacerlo bien. Podías pedirme que dibujara un caballo con tres piernas galopando en un bosque y lo dibujaría a la perfección, pero no me pidas un maquillaje porque te dejaría como un payaso, y no precisamente uno simpático. Beth estaría muy decepcionada.
Simplemente me remití a un poco de máscara en las pestañas, colorete en las mejillas y brillo labial.
La ropa de esta noche la había elegido varias semanas atrás. De hecho, lo había comprado especialmente para él. Se trataba de un completo de blusa y short color vino, donde la cinturilla llegaba arriba del ombligo, acentuando la cintura y mis anchas caderas. La espalda quedaba totalmente descubierta, y al frente un sutil escote en V. Me puse unos botines de tacón muy bajo, ya que pensaba bailar mucho, y acompañé con accesorios dorados, un reloj y un par de anillos. No era un atuendo precisamente descarado, pero sí lo suficientemente ceñido en las áreas correctas.
Llamaron a la puerta y de pronto mi cuerpo empezó a temblar. Me sequé las manos con inquietud en el short y tomé una bocanada de aire.
Abrí la puerta y lo vi dar un respingo, del que no estaba segura de si debía preocuparme. Ya que pareció más como si hubiera sido un crío abriendo la puerta de la habitación de sus padres y encontrado una escena no apta para menores. Le di una mirada intranquila. Él sacudió la cabeza y pasó saliva.
—Te ves... Te ves guapísima.
Guapísima. Me repetí.
Era la primera vez que me llamaba así. Me había dicho preciosa, bonita, o algunos otros sinónimos que me parecían más... Infantiles. Me parecía que ahora me veía justo como yo quería que me viera: como a una mujer.
Él llevaba una camisa de botones color blanca y un pantalón caqui. Y el blanco siempre le había quedado bien. El blanco y todos los colores.
—Tú también te ves muy guapo.
Se rió y me extendió su brazo para que enredara el mío.
—¿Nos vamos? —dijo con picardía.
Llegamos al bar, el cual nunca había conocido, pero sabía que era de los mismos dueños de "El Rinconcito", por lo que eso me garantizaba de cierta manera que el ambiente sería excelente. Y así fue.
Desde que llegamos el bullicio de adentro te envolvía por completo en un ambiente de festejo y calidez. Jean sonreía encantado de la gritería, las parejas bailando, y los grupos de amigos brindando entre abrazos y risas. Nos sentamos en dos bancos altos junto a la barra y yo ordené dos tequilas.
Le expliqué la manera de beberlos, tomamos juntos el limón y le dimos toquecitos en la sal, ingerimos el shot de golpe e inmediatamente después chupamos el gajo. Él sacudió la cabeza con los ojos apretados y el rostro ceñido. Yo solté una carcajada burlona.
—¿Quién es el niño ahora?
—No es justo, esto no se toma todos los días en Francia.
Tomamos otros tres mientras conversábamos. Muy pronto, la plática se transformó en risas y disimulados movimientos que hacíamos para tocarnos. Yo soltaba una carcajada y mi mano se posaba en su hombro, y después bajaba por su brazo hasta su codo, en una caricia. Él colocaba la suya en mi rodilla, en mi mano, siempre adornando con un apretón afectuoso, y usó el pretexto de que me había quedado sal en mis comisuras para limpiarme con su pulgar y después llevárselo a la boca.
La distancia entre los dos cada vez se hacía más corta, y el calor del lugar poco a poco nos abrazaba.
—Vamos a bailar —ordené.
Me puse de pie y tiré de él sin darle tiempo de responder.
Al principio se mostraba inseguro, sin saber realmente qué hacer, pero para su suerte, yo era una experta. Le mostré primero el paso base, y una vez que vi que lo tenía dominado, tomé sus manos y comencé a girar junto a él. Más pronto de lo que pensé ya estábamos dando algunas vueltas, y él trataba de imitar los pasos de otras parejas. Algunos nos salieron a la primera, otros debimos intentarlo un par de veces más, pero siempre acompañados de risas.
Estábamos pasándolo a lo grande. No dejábamos la pista a menos que fuéramos por otro trago, y dejé de contarlos después del número once. Jean bailaba totalmente desenvuelto y yo también, habíamos logrado una química que ni en mis mejores sueños había imaginado. Durante el baile soltábamos carcajadas absolutamente divertidos, entre las vueltas, él aprovechaba para presionarme contra su cuerpo, y a veces la cercanía le permitía rozar el puente de mi nariz con la punta de la suya.
Todo eran tirones, giros, y caderazos. Roces disimulados, en el cuello, más abajo de mis caderas, rozando su meñique en la curva de mis posaderas, y yo acariciando sin pudor, su pecho su pecho cada vez que podía.
En un arrebato, el bar entero se había vuelto un cúmulo de luces anaranjadas, blancas y rojizas, sombras, formas, y ruidos imperceptibles. Dejándonos en nuestra propia burbuja, donde ya ni siquiera la música era entendible a nuestros oídos. Solo escuchábamos nuestros corazones sincronizados, la sangre bombeando acelerada por nuestras venas, y la respiración entrecortada de los dos. Jean bajó poco a poco el ritmo del baile, deteniéndose conmigo envuelta en sus brazos. Hundió los dedos en mis caderas y unió su pecho con el mío. Su respiración estaba acelerada, casi eran jadeos, y una gota de sudor le corría por la sien.
El aire entrando y saliendo de sus pulmones me parecía escucharlos justo en mis oídos, y mi respiración decidió unirse a su ritmo. Su mirada filosa y penetrante, bailaba en mi rostro contemplativa.
Por un momento, éramos solo él y yo, aquí en el bar, en el cubículo, saltando al río, recostados en el jardín, en el juego de la botella, bajo aquella manta.
"Nada contigo sería forzado, jamás. ", resonó como un eco en mi cabeza.
Y los dos, en un movimiento acelerado y liberado, nos besamos. Hambrientos, desesperados, devastando la boca del otro.
Pronto, el beso pasó de estar en el bar, a mi habitación, en el hotel. Entramos entre lamidas, mordidas y arañazos. Jean me levantó con sus dos manos posadas en mis asentaderas y me recargó contra la pared, mis piernas se enredaron en sus caderas y él se colocó de un empujón en medio de ellas. Acariciaba mi espalda, mis pechos, mis piernas, cada vez llegando a más rincones.
De mis labios bajó a mi cuello, a mis clavículas, y mis pechos. Cada parte que su lengua saboreaba, ardía, quemaba, mi piel se erizaba tanto que los poros me picaban y gritaban por más. Comencé a desabrochar su camisa y terminé tirándola al suelo.
Mis manos pasaron a su parte baja desabrochando el pantalón, y al mismo tiempo empujé mi cadera hacia él, deseosa. Reaccionó acelerado, llevándome hacia la cama aún enrollada en su cadera. Me dejó caer y se colocó encima de mí. Mi cabello se enzarzó en mi cara, sonrió y lo retiró suavemente, colocándolo detrás de la oreja. Sus ojos se enredaron en los míos, en ese lenguaje que solo con él podía comprender. Su mirada luminosa me lo dijo todo esa noche: que se disculpaba, que me extraña, que me quería.
Puso su mano en mi mejilla y me besó. Esta vez, con calma, paciente, conocedor, lleno de amor, en un beso repleto de muchas más palabras que la noche nos permitiría decir. Me derretí en él y nos fundimos juntos.
Pasamos la noche entre caricias, dibujando caminos de besos por todo el cuerpo, conociendo cada lunar, cada pliegue, y cada rincón.
En esa cama, entre jadeos, con Jean dentro de mí y las miradas centelleantes durante el acto, conocí por primera vez lo que era hacer el amor.
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