Capítulo 22
1997
Jean
Diciembre
Con Helena, el tiempo era tan ambiguo que mareaba. La besaba un segundo, y para cuando lograba separar mis labios de los suyos, ya habían pasado horas. Su boca era como un agujero negro que sabías cuando entrabas, pero no cuando saldrías.
Era adicto al aroma fresco y tropical de su cabello, que lo olfateaba secretamente en cada abrazo y en cada acercamiento que me lo permitiera. A sus ojos curiosos debajo de la cortina gruesa, rizada y castaña de sus largas pestañas. A perder el tiempo en cada beso, y perder el control en cada caricia.
Con ella, había comprendido lo elástico que era el corazón, y lo moldeable que podía llegar a ser. Lo fácil que era moldearse a alguien que te regalara un buen trato y calidez al corazón, como lo fue Nadya. Pero eso justamente era lo que diferenciaba a Helena. Con ella el corazón no se moldeaba, estiraba o encogía para poder caber. Ella no cabía, ella lo inundaba todo hasta reventarlo.
Me ponía el corazón al revés, este se hincaba y se entregaba para darle el poder de hacer lo que le venga en gana con él.
Un simple roce de su piel me era suficiente para desatarme dentro una tormenta eléctrica mucho más feroz y abundante que cualquier encuentro que haya vivido antes. El granizo golpeteando en el pecho, los vientos fuertes yendo y viniendo a mis pulmones. El oleaje salvaje reventando en el estómago, y los rayos recorriendo mi torrente sanguíneo, estremeciéndome de los pies a cabeza. Si todo eso me pasaba con algo tan simple, me volvía loco imaginándome yendo más allá.
Teniéndola ahí, sentada sobre mí, con sus piernas rodeando mis caderas, y mis manos acariciando su espalda desnuda, sus pechos, y su cuello, alborotaban cada fibra de mi cuerpo. Estaba totalmente tan envuelto en ella y sus jadeos, que quise ir más dentro en su tormenta. Deslicé una mano de su abdomen a su parte baja, escabulléndome dentro del pantalón, y palpando con precaución su centro.
Dio un respingo y despegó sus labios de los míos. Me miraba penetrante, y podía ver un hambre tan voraz como el mío en ella.
—Podemos parar si eso quieres —dije entre jadeos.
Noté su conflicto interno por el movimiento de sus ojos y el temblor de su labio inferior. Bajó la mirada apenada, y por más en contra que estuviera de negarme, respeté las señales de su rostro sacando mi mano de su pantalón, llevé ambas a sus asentaderas y la acerqué más a mi cuerpo.
—¿A qué le temes?
Pregunté tratando de comprender este freno que llevaba seis meses poniéndonos cada vez que estábamos a punto de avanzar.
—A que nos descubran... —dijo avergonzada.
—Le hemos puesto llave a la puerta.
—¿Y eso qué? ¿Sabes cuántas personas tienen llaves de todos los cubículos? El director Thomas, la directora Judith, John el guardia de la mañana, Rick el...
—Vale, vale.
—Esto no sería un acta Jean, nos expulsarían de inmediato.
Hice una mueca, porque de pronto, una expulsión me parecía un precio fácil de pagar a cambio de saborearla completa.
—Pero si nunca salimos de este edificio más que para tomar un maldito avión a nuestras casas.
—Eso no es cierto —me dijo arqueando una ceja con una cara tan pícara que me hizo sonreír a mis anchas—. Llevo tiempo pensándolo. Quiero estar contigo... Pero quiero estarlo sin el miedo de que alguien pueda llegar y abrir la puerta, no puedo disfrutarlo con los nervios de punta.
Hundí la cabeza en su cuello repartiendo besos húmedos. Ella se estremeció.
—A mí me parece que sí lo disfrutas.
—Hablo en serio, Jean.
Di un resoplido y me incorporé para verle la cara.
—Vale. Cuéntamelo.
—El viaje de fin de cursos.
Su cara al decirlo fue de emoción y esperanza, pero estaba seguro de que la mía era todo lo contrario, porque inmediatamente su semblante se borró.
—Faltan seis meses para eso Helena... —me quejé.
Y antes de que me juzguen, ahora sé perfectamente que estaba mal presionarla, pero no me crucifiquen, era un adolescente enamorado con las hormonas alborotadas, y en ese momento, eran ellas las que hablaban por mí.
Ella hizo una mueca.
—Ya lo sé... pero es que no se me ocurre nada más.
—Podríamos pedir el favor a Steve o Beth de que pasen la noche en otro cuarto, te aseguro que sería un favor para ellos también...
Me fulminó con la mirada.
—Y ser el cotilleo de todo el internado. No gracias.
Me sacudí el cabello esperando que eso también sacudiera mis ideas. Volteé a verla y tenía las mejillas enrojecidas, la mirada tristona, vidriosa, y se mordía un labio con incomodidad. Verla así de vulnerable me calentó el corazón, y aunque estuviera ardiendo por ella, yo podía esperar diez años si me lo pedía.
Con una mano acomodé su cabello detrás de la oreja, y le acaricié la mejilla con el pulgar.
—No hay prisa, Helena. Yo también quiero que sea especial.
Me sonrió con timidez y me abrazó. Hundí la cabeza en su cuello con algunos de sus cabellos entre mi cara.
Su cuerpo sobre mí, atrapado entre sus piernas, la cabeza hundida en ella, ahogándome entre su aroma, nuestras respiraciones sincronizadas, y mis manos reposadas en su espalda: éramos dos piezas hechas para que encajaran así de perfecto, a la medida.
Nos quedamos ahí, entrelazados en nuestra propia burbuja por un rato tan largo, que me costaba diferenciar dónde estaban mis extremidades. En una intimidad que solo nosotros entendíamos, y que hubiera dado lo que fuera por poder encerrar ese momento en una esfera de cristal para poder observar y revivir cuando quisiera.
Cualquiera puede tener sexo, pero esto, lo que teníamos, la naturaleza de lo que nos convertíamos juntos, solo unos pocos tienen la dicha de vivirlo, y esa, era la verdadera intimidad.
El toque de la puerta nos hizo movernos de nuestras posiciones, poniéndonos rápidamente a la defensiva. "Hay cosas. Parece que está ocupado". Se escuchó decir, seguido por unos pasos alejándose.
Helena se incorporó alterada, comenzó a abrocharse el sostén, y acomodarse el cabello con las manos. Yo la observaba como a un tesoro, dándome igual vestirme el dorso, porque analizaba cada uno de sus movimientos, cada ademán para memorizarlo. Como si muy dentro de mí, algo me estuviera avisando que el final de estos momentos, estaba por llegar y debía esforzarme por recordar cada detalle.
Ella comenzó a buscar su blusa en el suelo. Yo observaba su estómago endurecido, los omóplatos sobresaliendo en cada movimiento, su espina dorsal decorando su espalda de piel tersa y clara, y sus abultados pechos apretados bajo el sostén.
—Aún no te la pongas —rogué.
—Estás loco. Ya has oído afuera.
—Se han ido. Como lo hará quien sea que venga.
Me observó recelosa, ya con la blusa entre las manos.
—Déjame verte un rato más.
«Déjame verte un rato más y soñar con una vida a tu lado».
Se encogió de hombros y ocultó apenada un poco sus pechos con el antebrazo.
—Ven.
Estiré una mano para que volviera a mí, y así lo hizo. Pero esta vez, el abrazo se sintió distinto: intuitivo, temeroso. Yo lo sentía, y ahora ella también. Que sin quererlo ni imaginarlo, aquí comenzaba nuestro primer adiós, porque una semana más tarde llegó mi carta de aceptación a la universidad, acompañada de una felicitación al promedio más alto, y una invitación para comenzar a asistir desde enero para ser parte de un grupo privilegiado de investigación, en el cual, normalmente no incluían a alguien de primer grado, pero dados mis resultados, estaban interesados en integrarme.
Estaba contento, y para mi sorpresa, mis padres también. De pronto, que dejara la música no les importó viendo mi alta probabilidad de triunfar en la ciencia. No terminaba de contarle a mi madre cuando ella ya estaba organizando todo para mi regreso en enero. Y por supuesto, yo no disfruté ninguna de las noticias porque había una espina en mi corazón que debía sacar.
Tenía que contárselo, pero llevaba semanas evitándolo. Evitando que la espina se enterrara aún más, me destrozara el corazón y de paso el de ella también.
Tenía miedo, de perderla, de perdernos. Pero también tenía miedo de seguir ahí, en un sueño que no era mío, y en cambio, tener el propio saludándome desde el camino contrario. Estaba perdido, en un sendero que de pronto se partía en dos. ¿Cómo tomar una decisión si ambos tienen su propia belleza?
Sabía que Helena era astuta y sensible, capaz de detectar los sentimientos de los demás con solo una mirada. También sabía, que ella había notado mi incertidumbre y miedo, pero yo negué cualquier cosa cuando ella me preguntaba, y después de un par de intentos fallidos, dejó de hacer preguntas, resignada.
No fue hasta un día de exámenes en el que no nos habíamos visto en todo el día por dedicarnos al estudio, quedamos en mi habitación para vernos por la tarde. Le pedí a Steve que me diera privacidad, lo que él aceptó encantado, sabiendo que Beth estaría sola en su habitación, y ese era el único lugar donde podían verse que estaba fuera del alcance de Hedric. Y aunque yo aseguraba que el chico ya sabía y solo se hacía el tonto, ellos insistían en seguir ocultándose.
Es decir, yo lo descubrí hace meses, había que ser muy caradura para no darse cuenta.
Iba revolucionado a encontrarme con Helena en la habitación, con el corazón vibrando extasiado de saber que el encuentro estaba cerca. Abrí la puerta y como un jarronazo de cristal en el corazón, dejé caer las cosas.
Porque ella estaba sentada en mi cama, con mi carta de aceptación en las manos, con los ojos y las mejillas empapadas en lágrimas. Su mirada estaba perdida al fondo de la habitación.
—Vas a dejarme... —dijo en un hilo de voz que le tembló, al igual que mi cuerpo entero lo hacía.
Era incapaz de acordarme cómo es que se llenaban mis pulmones de aire. Estaba ahí, parado ahogándome con mi propia lengua, tratando de encontrar palabras para una respuesta.
—...Y ni siquiera te ibas a despedir.
Partió en un llanto que me rompió en mil pedazos. Corrí y me puse de rodilla, a sus pies, tomando sus manos entre las mías.
—¡Claro que no Helena! Iba a decírtelo.
—¡Pero no lo hiciste!
Se tapó el rostro avergonzada y sollozaba.
—¡Falta menos de una semana!
Me senté por un lado de ella, y la apreté contra mi pecho. Quería que su llanto parara, porque cada sollozo, era un martillazo en mi corazón.
—Perdóname... No sé por qué no te lo dije. Supongo que... no hacerlo me daba la ilusión de que el día nunca llegaría.
Y era verdad. Tenía la mala costumbre de no enfrentarme a las cosas, y en su lugar, evitarlas. Haciéndome creer a mí mismo que el no verlas de frente, haría que no sucedieran. Apenas me enteré de lo equivocado que estaba. Las cosas sí que sucedían, aunque yo decidiera ignorarlas, y que si yo no decidía un rumbo, la vida lo haría por mí. Así que aquí estábamos, en medio de un volantazo en una curva que estaba evitando y nos ha tomado por sorpresa.
La apretaba contra mi pecho. Sus sollozos habían disminuido, y notaba que se esforzaba por incorporarse.
—Y ahora estamos a menos de una semana de ese día... —dijo con rendición.
—No —dije tajante—. No si tu no quieres.
Ahora que se había calmado, me percaté del estrés al que estaba sometido mi cuerpo con su llanto. Moví los hombros para liberar la tensión que se había juntado en mis nervios. Haría cualquier cosa por darle calma. Después de todo, no veía para nada una mala decisión quedarme a su lado. Sabía que mis días estarían llenos de gozo entre su tormenta. Podría esperar hasta agosto y entrar a la universidad como todo el mundo lo hace.
Le besé la coronilla y ella alzó la mirada para encontrarse con la mía. Tenía sus ojos hinchados, enrojecidos y húmedos. Sentí una punzada de odio a mí mismo por ocasionarle esto.
—No me pidas eso Jean, por favor.
—Tranquila... dejemos esa decisión para otro día, por favor.
—Pero...
Me comí sus palabras de un beso.
—Por favor —le susurré a milímetros de sus labios.
Enredé mi mano en su cabello presionando su cabeza contra la mía. Quería sentir su aliento caliente en la cara un rato más, que me envolviera el rostro, los pulmones, y olvidarme de todo.
Y como señal de mal augurio, comenzó a nevar.
Helena
Un día quedaba para salir de vacaciones invernales, y Jean y yo no habíamos vuelto a tocar el tema de su universidad.
Londres estaba cubierto de una fina capa blanquecina de nieve, y el ambiente se sentía frío, denso, se estaba enfriando todo, la ciudad, las personas, y nosotros.
Al final, había optado por su misma decisión de ignorar las cosas esperando que eso hiciera que desaparecieran. Pero la diferencia entre él y yo, era que yo solo fingía que desaparecen, pero por dentro, estaba dándole todas las vueltas, desvíos, soluciones, y decisiones que podían darse. Me dolía la cabeza de pensar. Pero me dolía más el corazón de que mis caminos siempre me llevaran al mismo lugar: dejarlo ir.
Lo quería demasiado. De hecho, hacía mucho que yo ya no tenía el control de mis sentimientos. Desde el día que decidí saltar junto a él, le había entregado mi corazón y él tenía el control total de él y de mí.
Sabía desde el principio que era una mala idea embarcarme sabiendo que en un año se graduaría. Y de haber sabido que en lugar de un año serían solo seis meses... La verdad es que de todas maneras lo hubiera hecho. Pienso que en ningún universo alterno, si es que eso existe, sería capaz de negarle algo, mucho menos negarle sus sueños.
Estábamos en mi habitación, recostados en mi cama, con mi cabeza en su hombro y nuestras piernas entrelazadas mientras escuchábamos el disco de una banda que a él le gustaba. Habíamos salido temprano de exámenes porque ambos habíamos librado, por lo que decidimos pasar el rato juntos mientras Beth llegaba. La verdad es que yo hacía de todo menos escuchar la música. Escuchaba sus latidos, cerraba los ojos para aspirar su aroma y captarlo con todos mis sentidos, acariciaba su brazo con las yemas, memorizaba cada detalle de sus manos alargadas y sus venas saltadas en su piel bronceada.
El tema se me venía a la mente a cada rato, aunque más bien siempre estaba ahí y yo lo cubría con otros pensamientos.
Tragué saliva y con ella mi miedo.
—Hoy es nuestra última noche aquí.
Me vio confundido y pausó el reproductor de discos.
—¿De qué hablas?
—De eso. De que es nuestra última noche aquí.
—Del año tal vez. Pero en enero estaremos en esta cama de nuevo.
Yo negué con la cabeza. Me mordí el labio forzándome a hacer lo que ya había decidido, aunque eso me quemara las entrañas.
—Creí que estaba claro, Helena. Voy a quedarme contigo.
Besó mi coronilla, y yo negué con la cabeza de nuevo. Me estaba costando mucho reunir fuerzas para decirlo con la lengua.
—Yo no quiero que te quedes, Jean.
Me vio estupefacto y se incorporó sentándose en el borde de la cama.
—¿No quieres que me quede? —preguntó presa del pánico.
—No me malentiendas. Claro que me gustaría que te quedaras conmigo... ¿Pero vas a arriesgar una oportunidad tan grande y un futuro que si quieres, por solo seis meses más?
Él divagó y yo tomé una bocanada de aire para soltar lo que llevaba tiempo pensando.
—Lo haría por cinco minutos.
—Te quiero, Jean... Aquí o en Francia, da igual —dije con voz temblorosa, apretaba la mandíbula conteniendo el llanto—. Pero no serías tú si dejas aún lado tus sueños.
Su rostro se deshizo en una enorme sonrisa torcida, se acercó a mí rozando su nariz con la mía. Sus labios tocaron los míos de manera suave y corta.
—Quiero que seas feliz. Nosotros podemos reencontrarnos después, pero la universidad no puede esperar —añadí tomando una pausa para tomar aire, y valor—. Quiero que vayas y estudies lo que tú quieras. Nos arreglaremos para seguirnos viendo, después de todo, ya logré escaparme una vez de aquí.
Se rio gustoso.
—Y yo quiero que tú seas testigo de eso... Te visitaré, Helena. Iré al viaje de fin de cursos para ver su presentación, no importa donde sea. Voy a cumplir nuestro plan.
Me encogí de hombros, ya que respecto a eso, yo ya había tomado otra decisión.
—Eso me encantaría... Pero lo estuve pensando, y quiero que lo intentemos...
Me vio dudoso. Yo lo vi con timidez y el rostro acalorado.
—¿¡Qué dices!? ¿Ahora?... ¿Qué hay de Beth?
—Ella sale de exámenes hasta en dos horas...
Le brillaron los ojos y yo solté una risa nerviosa. Jean se paró, y rápidamente colocó el seguro a la puerta, para regresar de un salto a la cama. Yo solté una carcajada ante su entusiasmo. Él rápidamente llevó sus manos a mis caderas, y yo las retiré suavemente con picardía, porque tenía en mente un plan mejor.
Le hice una seña de que se quedara sentado al borde de la cama, me puse de pie, prendí el estéreo diminuto de Beth, le di la espalda y comencé a bailar al ritmo de la música. Movía la cadera de un lado a otro mientras lentamente, me subía la sudadera descubriendo mi sostén blanco de fina tela que con propósito me había puesto para este día. Dejé caer la prenda, y en un ritmo acorde a la música, me giré.
Contuve la risa al ver su rostro encendido, los ojos bien abiertos con un brillo deseoso, la sonrisa de oreja a oreja, y las mejillas acaloradas en su piel trigueña.
Me desabroché el pantalón mientras le sonreía con picardía. Suavemente, lo bajé a las rodillas, y con un meneo lo fui deslizando por el resto de las piernas hasta quedar en el suelo, y de una patada, se lo lancé.
Ambos soltamos una carcajada por mi buena puntería. Se paró de golpe hacia mí, se agachó para cubrir mi trasero en sus manos y levantarme en el aire para envolver sus caderas con mis piernas. Entre risas me lanzó a la cama y se posicionó encima de mí, juntó su rostro al mío y me inundó con su aliento caliente.
—Te amo —susurró en mis labios.
Una risita nerviosa salió de mi garganta.
—Te amo.
Comenzamos a besarnos apasionados, acalorados. Mis manos tomaron su suéter y lo saqué por su cabeza de manera desesperada, él se desabrochó el pantalón y se lo sacó con las piernas. Tiraba de su cabello mientras nuestras lenguas danzaban en una sintonía que solo nosotros encontrábamos. Sus manos recorrían mi cuerpo, erizando cada parte que tocaba. Mis piernas se tensaron alrededor de sus caderas y él empujó su entrepierna endurecida a la mía, calentándome hasta los huesos.
Desesperada por más, llevé mis manos de su cabello a sus caderas, tomé sus calzoncillos y comencé a bajarlos, liberándolo a él y a mi agitación de un jadeo. Desabrochó mi sostén y comenzó a recorrer con su lengua mis pechos, mientras con una mano, se posicionaba en mi entrada.
Ambos dimos un sobresalto al escuchar un ruido en el picaporte. Volteamos de golpe y vimos que esta se movía. Jean acelerado, tomó una manta y nos cubrió al mismo tiempo que la puerta se abrió. Beth frenó en seco al vernos a ambos en mi cama, él encima de mí, y cubiertos con una manta.
—¡Joder!
Chilló, abriendo los ojos y la boca tanto como pudo. Dio un brinco de susto reaccionando a su intromisión, y salió del cuarto azotando la puerta.
Me tapé la cara completamente avergonzada y Jean se dejó caer a un costado de mí. Entonces el sentimiento me ganó de ver la situación desmoronarse. La situación, la despedida, y lo nuestro.
Sentí las lágrimas salir por su propia voluntad de mis lagrimales, y mi respiración comenzó a sorber.Él se giró para rodearme con un brazo el abdomen y poner su rostro encima del mío, el cual seguía cubierto por mis manos. Me besó los nudillos.
—No llores por favor... Aún puedo quedarme.
Pero sabíamos que era algo inevitable.
Negué con la cabeza. Era la última noche juntos, la última oportunidad de vivir esto a su lado, y acababa de joderse.
—Ven.
Me jaló con sus brazos y me llevó a su pecho. Yo hundí la cara en su cuello sollozando. Me abrazaba con tanta fuerza que me costaba respirar, sus manos temblaban, y de pronto, di un respingo al sentir una gota tibia caer en mi hombro.
Él también había cedido al llanto.
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