Capítulo 21
1997
Jean
El chispazo eléctrico que sentí al tocarla con apenas la yemas de los dedos, me avisó que estaba a punto de vivir algo importante: lo sentí, lo asumí, y me dejé azotar por su tormenta eléctrica, revolucionando cada terminación nerviosa de mi cuerpo, que se sentía como una onda expansiva.
Ella no era la primera chica con la que me besaba y acariciaba, pero sí que era la primera que arrasaba conmigo como el huracán que era, despertando mi lado más salvaje, más ansioso.
Desesperado por más, pasé del sabor dulzón de su boca, a su cuerpo. Comencé a saborear su cuello, terso, salado, bravío, como el mar. Y deseaba más. El cuerpo me vibraba fiero por más.
Recién me enteré de que la quería, que llevaba años deseándola tanto que la única manera de aguantar su ausencia, era alejándome, donde sus vientos y truenos no retumbaran mis oídos.
Recorrí su columna deseoso de sentirla, conocerla entera. Quería conocer cada centímetro de ella. Su agitación nerviosa detuvo mi tacto, busqué su mirada para entender lo que sucedía, y encontré miedo. Su rostro estaba temeroso, inseguro. Quise tranquilizarla inmediatamente, porque más que conocerla, quería que ella disfrutara de esto tanto como lo estaba haciendo yo.
—Tranquila —dije rozando mi nariz con la suya.
Su respiración estaba entrecortada, buscando calmarse a sí misma. Saqué mis manos de su blusa, tomé su rostro con ellas y acaricié sus acaloradas mejillas con los pulgares.
—Tranquila... No haremos nada que tú no quieras.
Nuestras narices seguían juntas, acaricié su puente con la punta de la mía. Cerré los ojos para disfrutar de su aliento, llenar mis pulmones de él y ayudarme a calmarme también, que por dentro mi cuerpo se quemaba por más. Su respiración comenzó a regularse, sus manos alrededor de mi cuello comenzaron a soltar poco a poco la tensión. La escuché pasar saliva de manera estrepitosa.
—Perdón... —dijo tartamudeando.
Negué con la cabeza rápidamente.
—No lo hagas... No te disculpes.
Separé mi cara de la suya, aun con mi cuerpo entre sus piernas y mis brazos ya reposados en su cintura. Su mirada estaba perdida en el piso, evitando la mía. Y me mataba verla castigarse así.
Se lamió los labios tomando valor para hablar.
—Perdona... Es que yo no... yo nunca...
Tropezaba las palabras torpemente, intentando juntar una frase, lo cual no era necesario que hiciera porque yo creía tener muy claro lo que estaba pasando. Levanté su rostro con una mano y la miré a los ojos fijamente, ya que lo que iba a decirle sabría que lo escucharía, pero quería asegurarme que viera en mi alma a través de mis pupilas que era verdad, y que lo sentía hasta los huesos.
—Yo también te quiero, Helena.
Las palabras me salieron solas, fluidas, a pesar de ser la primera vez que se las decía a alguien. Pero ella no era alguien nuevo en mi vida, era una constante que yo intentaba alejar, y sin buscarlo ni quererlo, llegaba de repente a golpear, inesperada como las tormentas. Y ahora que me había dejado empapar, danzando entre sus vientos y truenos, lo tenía más claro que nunca.
Ella me veía con sus ojos enormes, almendrados, brillando acuosos, con la esperanza pintada en cada fibra. Su boca tembló insegura, pero me besó. Esta vez suave, despacio, asimilando los sentimientos, derritiéndonos entre cada lamida.
Tocaron la puerta y ambos brincamos del susto.
—¡Ya vamos a abrir la puerta! —anunció Steve del otro lado, y un montón de risitas se escucharon de fondo.
Ayudé a bajar a Helena del mueble donde la había sentado, dejando un beso en su coronilla en el trascurso. Ella se abrochó rápidamente el sostén mientras yo acomodé el bulto entre mis pantalones aún alborotado tratando de que no se notase.
Steve abrió la puerta y él y un montón de ojos nos observaban con picardía. Helena los apartó con fuerza y a prisa huyó del lugar sin levantar la mirada. Traté de seguirla, pero la multitud me lo impidió.
—¡Muévanse! —grité desesperado.
—¡Hermano! Cuéntamelo todo.
—Aguanta Steve, tengo que ir con ella.
No dijo más y me ayudó a escabullirme del tumulto tan grande que se había hecho. Alcancé a verla en el salón de estudio, la llamé por su nombre y se giró precavida, estaba colorada como un tomate, sonreí ante la ternura que me despertó de verla tan avergonzada.
—¡Son una bola de cotillas! —chilló furiosa.
Yo me reí.
—No han visto nada.
Me fulminó con la mirada.
—Tienes los labios rojos e hinchados —respondió con ironía.
Miré los suyos y estaban justo como había descrito los míos.
—¿Qué hay de malo con unos besos?
—Nada, ¡pero qué les importa!
Contuve la sonrisa. Me acerqué a ella y le acomodé el cabello tras la oreja sin apartar mi mirada de la suya. Ella respingó ante mi tacto, dudosa y al acecho.
—¿Qué pasa?
Se apartó con recelo, dio un fuerte resoplido y se sujetó a uno de los sofás.
—Espera... Me siento mareada.
—¿Aún estás enferma?
Negó con la cabeza.
—No esa clase de mareo... Es que no puedo procesar las cosas —dijo tropezando las palabras.
Me recargué en el mismo sofá y tomé su mano, comprendiendo el mareo al que se refería, mareo de nosotros.
Ella me miró con la respiración entrecortada.
—¿Qué cosas? ¿Qué también te quiero?
—¡Sí!
Ella empezó a dar vueltas de un lado a otro, respirando agitada, como un león enjaulado.
—¿También me quieres? —preguntó con rudeza—. ¿Qué se supone qué significa eso?
La miré, confundido.
—Pues eso... Perdona que tardara en decírtelo. A decir verdad, no abrí la maleta hasta hace una semana antes de venir. De haber sido distinto te habría escrito.
Levantó las manos en un gesto de pregunta, frustrada y podría decir que incluso molesta.
—¿De qué hablas? —su tono seguía siendo alto, brusco. Tratando de sacar una verdad que no comprendía.
—¿Cartas a Clara? —dije dudoso.
Rodó los ojos con exageración, puso las manos en jarras, y negó con la cabeza cabizbaja. Lucía enfadada y eso me tenía en un cúmulo de dudas e inseguridades.
—¡Alby! Ese pedazo de... de... ¡Lo voy a matar!
—Helena... ayúdame. No estoy entendiendo un carajo.
Dejó de dar vueltas, se plantó frente a mí con la mirada puesta en el suelo, cruzó los brazos en el pecho y tomó aire.
—Yo no te he mandado el libro, Jean. Ha sido Alby.
Sentí un golpe en el corazón que quise ignorar, porque me rehusaba a aceptar una realidad que se me estaba empezando a plantear en la cabeza.
—¿Alby? ¿Pero de dónde lo ha sacado?
—Yo lo compré para ti... hace tres años. Iba a dártelo, pero luego tu amigo el imbécil lo estropeó todo con el asunto del diario. Alby lo ha encontrado, me dijo que lo tiraría, y yo muy estúpidamente le creí.
No me gustaba el sabor de sus palabras, amargas, distantes. Con una densidad que nada tenía que ver con las chispas que habían volado minutos atrás en aquel cuarto.
—¿Y por qué has conservado el libro tres años? —pregunté esperanzado.
Parecía que no lo había pensado, porque su rostro se volvió analítico, y guardó silencio unos segundos.
—No lo sé... —dijo bajando la guardia.
Me acerqué un poco a ella, chocando nuestros costados.
—Lo que ha pasado allá no ha sido obra de nadie, más que nuestra —dije tajante.
Tragó saliva preocupada y comenzó a mordisquearse una uña. La ansiedad comenzaba a comerme por dentro también, quería tomar su cabeza con mis manos y abrirla para ver qué demonios estaba pasando ahí dentro.
—Cuando pasó eso... lo del diario digo... ¿Sentías algo por mí? —preguntó nerviosa, tropezando las palabras.
Analicé mi respuesta, ya que siempre supe dentro de mí, que Helena no era una amiga más, por más necio que fuese, sabía que no podía tener una amistad con ella si cualquiera de los dos estaba saliendo con alguien, porque por dentro me quemaba. Yo sabía que ella era algo más, y si ese algo más no era posible, entonces no sería nada.
—Sí... —confesé apenado.
Ella me vio decepcionada, y sabía perfectamente el porqué. Permití que la humillaran, sin tener los cojones para defenderla, y ahora además sabía que lo permití teniendo sentimientos hacia ella. Estaba en su derecho de estar enojada por mi cobardía, y honestamente yo también lo estaba.
—... pero no lo sabía —corregí.
Me miró confundida.
—Sabía que sentía algo, pero me enteré muy tarde de que exactamente.
Bajé la mirada avergonzado. Ella también miraba al suelo.
—Pero ahora estamos a tiempo de disfrutarnos, Helena. De darnos la oportunidad.
Podía sentir su pelea interna. Levantó la mirada y sus ojos estaban vidriosos, las mejillas coloradas y su semblante completamente ansioso, inseguro.
—Te gradúas en un año —dijo con un temblor en su voz.
—Entonces hagamos de este el año mejor.
Sonrió de una manera amarga, estaba temerosa, y entendía el porqué, más no lo compartía. Su miedo estaba enfocado en el futuro, en cómo sería el final. Pero para mí, el miedo ahora es motivo para saltar. Gozar el salto, el aire en el rostro, y no del golpe al final del viaje. Era algo que había aprendido de ella, aquella tarde, en aquella cascada, y me provocaba una enorme ternura ver que, por mí, flaqueara en su valía. Le extendí la mano y ella la observó inquieta, porque ahora, yo sería su soporte.
—Saltemos, Helena.
Tomó mi mano, liberando una carcajada nerviosa. La sujeté con fuerza y la jalé hacia mí, juntando su cuerpo al mío y enrollando mi brazo en su cintura. Me miraba con los ojos centelleantes que se habían encargado de engancharme desde el primer día, pero que ahora eran más maduros, más fieros, más míos.
Acuné su rostro y la atraje hacia mí para besarla.
Nos quedamos ahí, disfrutando de los pequeños pinchazos eléctricos danzando en nuestros labios, y el bombeo de nuestros corazones sincronizados en una sola melodía.
Helena
Me sentía tan ligera, con el piso a unos centímetros de mis pies, mi pecho tan inflado que dolía. El menor roce del viento en mi cuerpo me provocaba cosquillas y me echaba a reír.
Estaba por los aires.
—Pareces idiota —riñó May y yo solté una carcajada.
Claro que parecía idiota. Una con el corazón a punto de reventar de gozo. Busqué los jeans que mejor me ornaban, y el suéter esmeralda de la escuela que fajé dentro del pantalón para acentuar mi cintura. Me cepillé el cabello frente al espejo y me sonreí a mí misma.
Voltee a ver a May quien me miraba con ambas cejas alzadas.
—Pero una idiota que se ve bien —admitió a regañadientes
—Gracias por el cumplido —dije sonriendo y ella entornó los ojos.
Saliendo del cuarto, caminé hacia la cafetería dando saltitos de emoción. Al final de la escalera, lo vi sosteniendo una flor blanca del jardín. Su sonrisa torcida iluminó su rostro cuando me vio, lo que me hizo reír. Corrí hacia él y me envolví en sus brazos mientras me giraba suavemente. Me dio un beso suave en los labios y luego colocó la pequeña flor detrás de mi oreja con delicadeza, acomodando mi cabello alrededor de ella.
—Ojalá hubiera gerberas en el jardín —dijo decepcionado.
—¿De qué hablas? Yo veo una gerbera.
Sonreí, me besó la mejilla y se desprendió para tomarme la mano y encaminarnos a la cafetería.
—Te ves preciosa.
Nos sentamos en la mesa donde siempre lo habíamos hecho, y casi no comíamos por las bromas y coqueteos entre nosotros.
—Joder, voy a vomitar —dijo Hedric y todos rieron.
Era muy difícil dejar de estarnos tocando de alguna manera, como dos magnetos que por más que intentes alejarlos, se buscan con fuerza. Nos rozábamos las manos, posaba su mano en mi muslo, o discretamente enrollábamos los tobillos por debajo de la mesa.
Esa misma tarde después de clases, estábamos en el jardín del ala este, yo sentada recargada en mi mochila leyendo un libro para una tarea, y él recostado sobre mis piernas usándolas de almohada. Tuve que releer el párrafo porque me estaba costando entender el tema, y maldije entre dientes.
—¿Necesitas ayuda?
Negué con la cabeza y cerré el libro de golpe.
—El examen es hasta la próxima semana. Pero la anatomía no me entra, hay tanto que memorizar.
—A mí me funciona más estudiar por las noches. Y... hablando de anatomía...
Me miró con incertidumbre y yo solté una risa nerviosa.
—Suéltalo —exigí.
Su cara expiraba dudas por cada poro. Bajó la mirada a sus pulgares y comenzó a juguetear con ellos.
—Así que... ¿Tú y Alek nunca...?
Dejó la pregunta al aire a propósito. Yo no pude evitar sonrojarme como un tomate. Eran temas que no tocaba con nadie, porque nunca habían sido de mi interés, hasta el día de ayer.
Alek aseguraba que se casaría conmigo, por lo que no había prisa porque sucediera nada. Como dos críos nos creímos que teníamos la vida asegurada. Además, que ahora comprendía que él y yo siempre habíamos sido primero amigos, y después pareja. Muy diferente a lo que me pasaba con Jean, que como una jodida salvaje, luchaba a cada minuto con las ganas de lanzarme y comérmelo de un mordisco me picaba en la delgada piel de los labios.
Negué suavemente con la cabeza y él soltó una carcajada que me irritó un poco.
—¿Qué te causa tanta gracia? —pregunté resentida.
—Nada... Es solo que yo estaba seguro que su espectáculo del cuarto de escobas era fingido, y los chicos me tomaron por loco.
Ahora yo me reí.
—Claro que lo fue... No me hubiera expuesto así. Bueno... —recapacité.
Porque sí que me había expuesto anoche.
Sentí el calor en mi rostro y él contuvo una risa.
—Pero eso no lo vimos venir ninguno de los dos —dijo finalizando con un tierno mordisco en mi rodilla.
—Me toca preguntar —reté entre risitas.
—Venga.
—¿Qué vas a hacer cuando te gradúes?
—Tienes un problema con el futuro, Helena.
—Es importante saberlo.
Se encogió de hombros.
—No lo sé... No me quiero dedicar a la música —dijo tajante y libre de dudas.
—¿De verdad?
Sabía que Jean estaba aquí por gusto de sus padres, pero se le veía tan feliz y completo tocando el violín, que pensé se había convertido en un gusto legítimo.
—Es decir... Sí, me gusta, pero no me apasiona. Hice un examen en una universidad este verano.
—¡Wow! ¿Aquí en Londres? —pregunté ilusionada pensando en nuestro futuro.
Me vio con el semblante rígido y negó con la cabeza.
—En Francia.
Sentí un estrujón en el corazón.
—¿Para qué ramo?
—Bioquímica.
Nunca había escuchado de ella, por lo que se lo pregunté y eso desató una larga charla explicativa de su parte sobre cómo lo descubrió, cómo funcionaba, y que le gustaba más de eso. Su rostro estaba completamente iluminado, ilusionado, hablando del tema y de los planes que tenía al estudiar eso. Los ojos le brillaban y estaban tan despiertos y vivaces que hablar de eso, plantas y suelo se volvió de mis temas favoritos. No entendía un carajo, pero verlo tan feliz, me era suficiente para tenerme atenta a la conversación durante horas, o días, incluso, ignorando el turbio por venir.
Los días con Jean estaban llenos de calor, de intensidad. Buscarlo cada mañana en los pasillos era una tarea llena de adrenalina, donde el cuerpo entero me vibraba reclamándolo. Era completamente adicta a las emociones que sentía de las acciones más simples.
Un día normal con él, era un día con el estómago al revés, la cabeza en los pies, y el corazón en el cielo. Si más allá de lo conocido existe un paraíso, debe ser muy parecido a esto. Y nosotros lo rozábamos con las yemas de los dedos.
—¿Has pensado alguna vez en casarte? —me preguntó con la mirada perdida en las nubes.
Yo también miré al cielo buscando respuestas.
—No sé... —dije insegura.
Recordé todas las veces que Alek lo decía con ilusión, y que yo le correspondía con una sonrisa sobreactuada, porque era un tema que me ponía incómoda. Pero con Jean, la incomodidad pasó a ser un cosquilleo en el estómago por el que tuve que contener la sonrisa.
Cerré los ojos y nos imaginé: juntos, en una casita cerca del mar, las risas de unos chiquillos de fondo, el olor a pan recién horneado, café, y al polen de las gerberas que acababan de florecer en el jardín.
Sonreí. Sentía el calor en las mejillas, del mar, de un hogar, de unos niños inexistentes.
—Me gustaría tener una familia, aunque la idea del vestido blanco y la ceremonia no me hacen mucha ilusión.
—¿Cuántos niños? —me preguntó con curiosidad y la sonrisa alborotada.
—Nunca lo había pensado, pero los niños me gustan mucho. Supongo que dos —arrojé el número sin pensarlo mucho.
—¿Solo dos? Yo quisiera mínimo unos cuatro.
—¿¡Cuatro!?
—Sí. Uno tras otro para que jueguen entre ellos.
Comprendí que lo decía por lo solitaria que fue su niñez y sonreí enternecida.
—Suena a un sueño muy bonito.
Asintió.
—Todos con ojos almendrados y color avellana.
Sonreí nerviosa ante su mirada encendida, llevé una mano para acariciar su mejilla y un chispazo reventó en el tacto tan fuerte, que fue posible escuchar el pequeño estruendo.
Retraje la mano de un respingo y Jean se acarició la zona afectada.
—Auch... y truenos en los dedos —replicó divertido llevando el dedo electrizado a su boca
Me sonrió con una esperanza llena de pureza que al verla, olvidé como tragar con mi propia saliva y comencé a toser ahogada. Él se incorporó para darme unas palmaditas en la espalda.
—Soñar no cuesta nada —dijo conteniendo la risa.
—Entonces que tengan rulos desbaratados del color del chocolate.
Y aproveché para enredar un dedo en uno de sus mechones gruesos. Me miró a los ojos y me sonrió con complicidad, permitiéndonos unos minutos así: en silencio, contemplativo y elocuente.
Jean y yo éramos de pocas palabras, porque nuestros ojos hablaban por nosotros la mayor parte del tiempo. Nos decíamos y expresábamos mucho más en nuestros silencios, con significados más ricos que las palabras convencionales que la lengua hispana nos ofrecía para demostrarnos cariño.
Si lo piensas bien, no hay muchas maneras de decirle te quiero a alguien, pero en nuestro lenguaje, el límite era nuestra propia mente.
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