Capítulo 20

1997

Helena

Junio

Solo dos meses logramos pasar Alek y yo.

Dos meses en los que poco a poco lo ví alejarse de mí. Primero fue una llamada, después dos, tres... al final ninguna.

La última carta no me tomó por sorpresa como cualquiera hubiera esperado. Se disculpaba conmigo por terminar las cosas así, pero no le era posible tener la cabeza en dos lugares al mismo tiempo. Sonaba frío, tajante, como un Alek al que ya no conocía, pero tampoco juzgaba. No podía. Sabía que eran consecuencias de un sufrimiento tan grande que se colocaba una coraza. Una coraza en la que me hubiera gustado entrar y consolarle.

Claro que lloré. Claro que me rompí. Pero mucho antes de la carta. Cuando esta llegó, yo ya había pasado por el duelo de nuestro rompimiento que ya veía venir a un ritmo desenfrenado. Guardé su anillo en el fondo de mis maletas bajo la cama.

May, Malika y yo nos hicimos un trío aún más inseparable, a falta de Beth quien se la pasaba por ahí tonteando con Steve. Estar siempre acompañada de ellas, me ayudó mucho a no caer en un agujero. Estuvieron ahí para mí, manteniéndome en constante distracción,

y organizando grandes planes para el viaje de fin de curso: pijamadas, retos, bromas, y muchas cosas que queríamos vivir, ya que a May solo le quedaban dos años más en el internado, y después seríamos solo Malika y yo.

Estábamos dispuestas a disfrutarlo al máximo. Empacábamos nuestras cosas cuando al fondo de mi armario, encontré el libro. "Cartas a Clara". Este cuarto había sido mío años atrás, y ahora estábamos aquí de nuevo. Debió quedarse ahí abandonado desde entonces, ya que estaba lleno de polvo y envuelto en telarañas.

Lo tomé y lo limpié con las manos. Empecé a hojearlo y no pude evitar sonreír. Reconocí de inmediato el pellizco del corazón que llegó de repente. Me puse la mano en el pecho para estabilizarlo. «No vueles Helena, apenas aterrizaste», me dije a mí misma.

—¿Qué tiene ahí mi Helenita bebé?

Di un sobresalto por la sorpresa, y me giré a la puerta donde estaba Alby de pie en el arco, haciendo un ridículo puchero imitando al de un infante.

—Joder... casi me infarto. ¿Qué haces aquí?

—Ya no pueden expulsarme porque ya me gradué, ¿recuerdas? Quiero romper tantas reglas como pueda —dijo con una sonrisa canalla en el rostro.

—Y no me cambies el tema. ¿Qué tienes ahí?

Tragué saliva, mientras pasaba el libro a mi espalda, tratando de esconderlo con disimulo.

—Nada, un libro viejo que encontré por ahí. Iba a tirarlo.

Alby extendió la mano para que se lo diera.

—Yo lo tiro por ti —dijo alzando una ceja con picardía, y yo comencé a hiperventilar.

—Gracias, pero no hace falta. Lo haré yo cuando salga de aquí.

Él soltó una carcajada y negaba con la cabeza.

—Tú no vas a dejarme con la duda.

Fue directo hacia mis costillas, haciéndome partir de risa e inhabilitándome por completo. Arrebató el libro de mis manos, lo abrió rápidamente con una mano, y con la otra, me detuvo con la palma puesta en mi frente.

—¿Con amor, Helena? —leyó sorprendido—. Joder niña, ¿para quién es esto?

—¡Déjalo! ¡Para nadie!

Daba manotazos hasta donde podía, pero era tan alto que me era imposible alcanzar el libro. Lo ojeó rápidamente y volvió a verme con una sonrisa gigante. Su expresión tan pícara me hizo sonrojarme en un segundo.

—Ah no, espera. ¡Yo sé para quién es esto!

Alby se reía como loco y a mí comenzó a darme un ataque de pánico. Estaba reviviendo un recuerdo de algo que, de tener que volver a vivir, elegiría mil veces la expulsión del internado.

No pude evitar que la boca me temblará y los ojos comenzarán a llenarse de agua.

—P-Por favor Alby... te lo ruego.

Su expresión cambió por completo a una de preocupación.

—Hey, hey... tranquila nena. No planeaba hacer nada.

Cerró el libro y lo puso delante de mí.

—Pero tienes que dejarme disfrutar de la noticia.

Me limpié las lágrimas con alivio.

—Gracias... además es viejo. De hace más de dos años... Iba a dárselo yo misma, pero Hedric estropeó todos mis planes.

Él asintió con la cabeza.

—Estoy al tanto de eso —dijo con seriedad—. Pero yo no soy ese niñato. Confía en mi nena, yo lo tiro por ti.

Me guiñó el ojo y salió de la habitación, hice un ademán de pararlo pero me detuve, porque de repente me pareció una buena idea. Yo no tenía el valor de tirarlo aunque fingiera que sí, y tampoco me apetecía dárselo a nadie más, porque sentía que llevaba el nombre de Jean por todos lados. Igual y era bueno que alguien más se ocupara del asunto. Y en ese momento, Alby me pareció alguien confiable.

Menuda tonta.

El viaje de fin de cursos fue todo lo que planeamos y más. Las chicas y yo la pasamos increíble durmiendo juntas todas las noches, viendo películas de horror, seguidas por una de comedia para suavizar el ambiente. Jugábamos a peinarnos, arreglarnos las uñas y todas esas diversiones inocentes que deben ser parte de un grupo de crías. Fue uno de los mejores viajes, sin duda. Pero no el mejor. Ese lugar lo tenía un salto cómplice que estaba secretamente guardado muy adentro de mi pecho.

El verano se sintió lento. Entre el terrible calor, que gracias al clima de Londres, cada año me parecía más infernal, y la ausencia de mi amiga Queen, quien se había ido a un verano científico en la universidad que deseaba estudiar. No tenía mucho por hacer.

Salvo por las dos semanas que May me visitó y la pasamos en la playa. El resto de los días, se los dediqué enteramente a mi diario que cada vez parecía más un libro de ilustración.



Agosto


Era el primer día del ciclo, y por primera vez en los cinco años que llevaba estudiando en Londres, no saludé a nadie al llegar gracias a un burrito que comí en el aeropuerto. Llegué hecha una bala a los baños de los dormitorios. El cuerpo me temblaba y sudaba frío, además que me era imposible ponerme de pie sin devolver el estómago.

—¿Quieres que llamemos al doctor Helena? —preguntó May desde afuera del baño.

—N-No... Ya me siento un poco mejor... —mentí, porque nunca me han gustado los doctores.

—¿Entonces te esperamos para la bienvenida?

Tardé en responder por doblarme del retorcijón tan fuerte que sentí en el estómago.

—No... —dije con un hilo de voz—. Vayan ustedes chicas. Voy a descansar, me duele todo.

—¿Segura que no quieres un doctor? —preguntó Malika.

—Segura... Me cuentan qué tal todo.

Las chicas se fueron, y por supuesto que hicieron caso omiso de mi petición. El doctor del colegio llegó a mi habitación más tarde, con medicamentos tan amargos que estuve a punto de devolverlos. Pero al final, lograron que dejara de regresar todo y me permitieron dormir.

Más tarde, el bullicio de la conversación de las chicas hizo que empezara a abrir mis ojos.

—Helena, ¿cómo te sientes? —preguntó Malika con esa aura tan maternal que le caracterizaba.

Parpadee un par de veces para enfocar la vista. Me incorporé lentamente y las vi a ambas sentadas en la cama de al lado.

—Creo que bien. Solo un poco atarantada... ¿Qué tal ha ido la bienvenida?

Ambas se voltearon a ver con complicidad y picardía en las miradas.

—Jean ha preguntado por ti —dijo Malika conteniendo una sonrisa.

—¿Jean?

Parpadeé varias veces espabilando, ¿De verdad estaba ya despierta?

—A nosotras también nos extrañó... Pero parecía que te buscaba con insistencia.

Me miró esperando que yo le diera la respuesta a sus actitudes, pero la verdad es que estaba tan sorprendida como ellas. Y siendo sincera, con un poco de temor.

No estaba segura de querer enfrentarme con él después de meses evitándonos.

—Estaba a punto de ir a la dinámica, ¿vienes?

Pensé por unos minutos y me di cuenta de que el malestar ya había pasado por completo. Sin embargo, la idea del juego no me atraía del todo. Aunque, recordando que los chicos estaban en último año y que esta sería su última bienvenida. Decidí que, a pesar de mi desgana, no podía perdérmelo.

—Vale. Pero dejen me lavo la boca... no tolero este sabor amargo del medicamento.

Me cambié por unos pantalones de licra que se pegaban a las piernas, la sudadera de la escuela para estar cómoda, unas calcetas gruesas, y las deportivas altas de siempre.

De camino, noté que en el salón de estudio habían movido las cosas para colocar una sección de escritorios con computadoras. Había visto a mi padre usar una, pero yo personalmente no había tenido la oportunidad. Me pareció emocionante poder descubrir esa novedad que últimamente estaba en boca de todos, y que más tarde, se volvería vital en la vida.

Llegamos al área común, y los chicos venían entrando del lado contrario. Jean buscó mi mirada y me regaló una de sus enormes y torcidas sonrisas, me saludó con la palma de su mano a lo lejos, como si hubiera olvidado que llevamos meses sin dirigirnos la palabra. Di un respingo de sorpresa y miré a mis lados para asegurarme de que me saludaba a mí. Al ver que no, le devolví el saludo de manera vacilante, e inmediatamente lo notó, ya que su rostro se transformó en duda.

Como era costumbre, todos nos sentamos en un círculo, y Steve se puso de pie para saludarnos y dar la introducción de la dinámica. Me preguntó si me sentía mejor, a lo que respondí positiva. Mencionó que Alby dejó un testamento de cambios, y mostró una hoja de libreta arrugada con un manuscrito horrible pero sellado con los logotipos oficiales. Todos reímos al percatarnos que esos sellos solo estaban en las oficinas de los directores, y que claramente habían hecho la travesura de irrumpir en ellas para conseguirlos.

Explicó los cambios nuevos en la dinámica, porque claro, hasta en las tonterías había que renovarse. El juego de la botella era básicamente el mismo, pero en lugar de pasar directamente al cuarto de servicio, debían pasar al frente, como en la dinámica de la orquesta menor, y besarse. Esclareciendo que era para romper el hielo e incentivar más actividad en el cuarto.

Negué a mis adentros. «Qué obsesión tienen con exhibirnos en esta escuela», pensé.

El juego comenzó y en él hubo varios turnos divertidos, otros incómodos. Pero en general, la estábamos pasando muy bien, riendo como unos locos, con los miedos que alguna vez nos habían acompañado ocultos y bien lejos, dando paso a una adolescencia vivaz, y el asomo de la adultez en las facciones de algunos compañeros. Con la sombra de las barbas pintando con disimulo los mentones, y las sudaderas de las chicas, abultadas con los dotes de la madurez.

—¡Muy bien chicos! —felicitó Steve mientras les abría la puerta a una pareja para que salieran del cuarto—. Ahora solo falta ejecutar la última cláusula del testamento de Alby.

Me hizo gracia que le llamaran testamento a un pedazo de hoja arrugada y amarillenta que llevaba en las manos. Steve le pasó la botella a Jean, quien lo vio confundido, como si no supiera qué hacer.

—Vas hermano, te toca —dijo extendiendo una mano al centro del círculo, indicando que la girara.

Jean avanzó y giró la botella con indecisión. Yo lo miraba atentamente, sin parpadear, deseando algo que no iba a admitirme a mí misma. Mientras la botella comenzaba a ralentizar sus giros, Steve colocó con agilidad, un pie sobre ella, lo que nos sobresaltó a mí y a todo el grupo. La detuvo de golpe en una posición que nos señalaba a ambos. Mi corazón se detuvo en ese mismo instante, como si el pisotón lo hubiera recibido yo. Parpadeé varias veces intentando asimilar lo que acababa de suceder.

Levanté la mirada y vi a Steve observándome con una ceja alzada y una sonrisa pícara.

—Tu turno —me dijo con la risa contenida..

—¡Eso es trampa! —gritó Angie desde el otro lado del círculo.

—No me digas a mi Angie —dijo alzando las manos en rendición—. El testamento es el testamento.

—¡Es una estúpida hoja mugrosa, Steven!

Steve ahogó una carcajada.

—Pero los sellos son oficiales, puedes verlo por ti misma.

—¡Y una mierda! No creo que a Thomas le haga la misma gracia —amenazó.

Todos los presentes abuchearon a la necia de Angie, llevándose como respuesta su mirada fulminante.

—Tranquila, cariño —respondió Steve con coquetería—. Después podemos seguir tú y yo.

Dio un respingo y buscó rápidamente a Beth con la mirada.

—E-Es una broma —corrigió con sonrisa forzada.

Beth lo fulminó con la mirada, y Hedric los observaba con desconfianza, yendo de uno a otro.

Yo seguía paralizada. Mi cuerpo temblaba de solo pensar que esto pudiera suceder. Los dientes me castañeteaban por dentro y el aire entraba con dificultad a mis pulmones.

Steve se giró hacia mí y me tendió la mano para que lo siguiera, y yo evitaba a toda costa la mirada de Jean. Traté de negar con la cabeza, pero él me jaló sin previo aviso, haciéndome poner de pie con torpeza, y empujándome hacia él.

Entonces, sin poder evitarlo, mis ojos se encontraron con los suyos. Brillaban ante su tensa sonrisa, que me parecía igual de nerviosa, pero mucho más segura. Me senté en mis rodillas, temblando de pies a cabeza, con un nudo en la garganta que me impedía respirar. Sentía mi pecho hinchado y latiendo con fuerza, haciéndome dudar si era incluso visible por los demás el rítmico golpeteo en mi sudadera.

—¡Venga chicos! —alentaba Steve.

Los demás empezaron a crear un gran bullicio alentándonos a hacerlo, que poco a poco se fue alejando de mis oídos hasta no escuchar nada más que mis latidos. Sonaban tan fuerte que daba la sensación de tener el corazón en las orejas. El tiempo me parecía detenido con mis ojos imantados a su mirada, sin poder moverlos, ni parpadear. Las manecillas del reloj, sincronizaban con el bombo en mi pecho, funcionando ambos, junto a la mirada penetrante de Jean, como una hipnósis que me hizo sentir mareada.

De pronto, una manta tejida cayó sobre ambos, dejándonos encerrados en esa completa intimidad. "Quieren privacidad", dijo Steve con una voz que resonó como un eco lejano.

Seguí sin moverme, con los ojos fijos en él, sintiendo un globo inflado entre los pulmones que me impedía respirar. Me escudriñaba con la mirada, sintiendo como si se detuviera en cada facción y cada poro analizando, admirando. Su sonrisa fue tornándose tensa, hasta convertirse en una mueca de preocupación.

—¿No quieres... besarme? —dijo con voz temblorosa, que al igual que el resto de sonidos, se escuchaba tan lejano y encerrado, ensordecido por mis latidos.

Tragué saliva para asegurar que mi lengua seguía ahí.

—No es eso... —tartamudeé con apenas un hilo de voz—. No quiero que sea forzado.

Los músculos de su cara se relajaron y sonrió con los labios. Yo me tensé todavía más, porque su sonrisa me provocaba siempre un vuelco en el corazón, y con la hinchazón tan grande que sentía, creía que explotaría en cualquier momento.

Movió su mano hacia mi mejilla con precaución, al tocarme con la yema de los dedos, una pequeña descarga eléctrica nos hizo brincar a ambos. Él soltó una risita, e ignorando el chispazo, continuó abrazando mi mentón, acariciando mi mejilla con el pulgar. Se lamió los labios al mismo tiempo que su mirada fue hacia los míos, y rápidamente regresó a mis ojos.

—Nada contigo sería forzado, jamás —susurró.

Mi respiración se agitó rápidamente, mis ojos fueron hacia sus labios, y como un empujón inexistente en la espalda, me abalancé y lo besé.

El pecho explotó en mil descargas eléctricas que me recorrieron el cuerpo entero, estremeciéndome. Tuve que separarme de sus labios para reírme por el inmenso cosquilleo que de pronto me atravesaba.

Decidido, subió la otra mano, tomando mi rostro entre ambas y me dirigió de nuevo hacia su boca. El beso se convirtió en uno más intenso, más húmedo, abriendo nuestros labios y acariciando nuestras lenguas en un ritmo tan íntimo y nuestro.

El sonido regresó a su normalidad en mis oídos, y el salón bullía en un escándalo que se volvió abrumador. Algunos reían, otros gritaban, y uno que otro bromeaba. Se empezó a escuchar un coro cantor. "Cuarto, cuarto", pero Jean y yo seguíamos en lo nuestro, como un solo cuerpo incapaz de separarse.

Jalaron la manta de golpe, y ambos nos separamos del beso, pero manteniendo las manos en su lugar. La cara de Steve fue la primera que vimos, con una sonrisa tan canalla que me hizo reír extasiada.

—Les toca cuarto —amenazó alzando una ceja divertida.

Entre él y otros chicos de su curso levantaron a Jean por la espalda, y a mí entre un par de chicas. Nos fueron empujando hasta lanzarnos al cuarto de escobas y cerraron la puerta de golpe. Ambos llegamos ahí a la fuerza, porque estaba segura, de que él estaba tan pasmado como yo y no había terminado de asimilar las cosas cuando ya nos habían llevado a rastras dentro.

Yo veía hacia la puerta escuchando su respiración detrás de mí, cada vez más cerca hasta notar un mechón de mi cabello bailar por su aliento. Evitaba verlo a los ojos, temiendo romper el sueño del que creía estar dentro, y pensar que al girarme, pudiera encontrar en su rostro arrepentimiento, o cualquier signo de desagrado.

Él carraspeó la garganta interrumpiendo el silencio. Me giré lentamente, con precaución, hasta toparme con sus ojos profundos, que irradiaban un brillo feroz, lleno de deseo, seguros y penetrantes.

Mi respiración era entrecortada, y sentí el temblor en mi labio inferior. Nuestras miradas iban y venían en una danza entre nuestros labios y nuestros ojos. De pronto, como dos imanes incapaces de rechazar la atracción entre ellos, juntamos nuestros labios de golpe. Enrolló ambos brazos en mi cintura, uniéndome con fuerza a su cuerpo, y yo llevé mis manos a su cabello para entrelazar mis dedos y tirar de él. Nos besábamos con fuerza, desesperados. Intentado recuperar el tiempo perdido con besos, lamidas y mordidas que llevábamos años reteniendo.

Empujaba su cabeza con fuerza hacia mí y poder sentirlo lo más cerca posible. Me tomó de la cintura levantándome del suelo para después sentarme sobre un mueble y así abrirse paso entre mis piernas. Sus brazos se deslizaron de mi cintura a mis muslos en una caricia que se sintió como una brasa en mi entrepierna. Empujó el bulto endurecido en sus pantalones en mi centro, haciéndome sentir una vibración en mi parte baja totalmente nueva en mí, despertando la curiosidad y el hambre de algo que no sabía que tenía.

Solté un jadeo, él despegó sus labios de los míos y se deslizó a mi cuello, pasando su lengua y quemando cada parte de piel que saboreaba. Sus manos acariciaron todo el recorrido de mis piernas a mis caderas. Deslizó las palmas por debajo de mi sudadera, sentí sus alargadas manos cubriendo toda mi espalda, subiendo lentamente, provocándome un estremecimiento que lo hizo sonreír en mi cuello. Comencé a ponerme nerviosa de sentir calor en tantas partes nuevas, de las caricias en lugares donde nunca antes me habían tocado, y sentí que el aire comenzaba a faltarme, ralentice el beso para apartarme suavemente de él.

Lo miraba con la respiración entrecortada y el miedo subiendo por mis piernas, apoderándose de todo mi cuerpo.

Porque suponía que Jean ya había experimentado un poco, pero sus movimientos seguros me lo afirmaron, recordándome que yo era una completa novata en esto, y no tenía ni idea de qué o cómo hacer las cosas. Me sentí inexperta, insegura, en los brazos de alguien que quizá esperaba mucha más convicción de mi parte.

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