Capítulo 19
1997
Jean
Steve y yo estábamos en nuestra habitación conversando y bromeando, cuando entró Hedric sin tocar la puerta como era costumbre en él. Pasó sin mirarnos y se sentó en la silla de uno de los escritorios.
Mi amigo y yo nos vimos confundidos ante su repentina y silenciosa aparición, que sabíamos, solo llegaban cuando estaba acomodando palabras en su cabeza para decirlas.
—¿Y bien? —cuestionó Steve.
—¿Qué?
—Venga, vas a decir algo. Te conocemos.
Se encogió de hombros. incómodo.
—Vengo de hablar con Helena.
Steve y yo volvimos a vernos de golpe. Porque esa sí que era una sorpresa.
—¿Tú? ¿Con Helena? Venga hermano, si no nos quieres decir está bien —dijo Steve incrédulo.
—De verdad... Yo acababa de entrar en un cubículo, pero como llevaba las manos llenas no cerré la puerta. La boba entró hecha un mar de lágrimas para encerrarse y tardo una eternidad en enterarse de que yo ya estaba dentro.
—¿Entonces es cierto? —preguntó el rubio, estupefacto—. ¿Ella y Alek terminaron? ¡Joder!
Hedric hizo una mueca de inconformidad.
—En teoría no... Según sus palabras.
Tenía toda la conversación conteniendo mis ganas de pedir todos los detalles, y terminé rindiéndome ante lo que dijo.
—¿En teoría? —pregunté.
—Helena dice que la madre de él ha enfermado, y tuvo que irse para estar con su familia.
—Joder... Qué mal —lamentó Steve—. Pero seguro se recupera, entonces él vuelve y siguen saliendo, ¿no?
Mi compañero de cabello oscuro hizo una mueca inconforme.
—No lo sé... Yo no tengo un buen presentimiento de esto. Veo esa relación más muerta que tu carrera en la música.
Los tres reímos y Steve le dio un puñetazo amistoso en el hombro.
—Vale... ¿Y de qué más hablaron?
—Fue todo, la dejé que llorara a gusto.
Por la rapidez en la que Hedric removía las cosas de su mochila de un lado a otro sin conseguir nada, estaba seguro de que estaba mintiendo. Su nerviosismo me contagió, principalmente por la idea de que esa situación estaba por pasarme, y empezó a comerme por dentro. Llevaba seis meses saliendo con Nadya, los mejores que había vivido en el internado hasta ahora, y no me había puesto a pensar que solo me quedaban cinco más.
Me paré de la cama y tomé mi mochila.
—Ya vengo chicos.
Me dirigí hacia los cubículos porque Nadya siempre estaba ahí practicando con su violín. Como era de esperarse, estuvo en la segunda puerta. Me asomé y me sonrió en cuanto me vio por la ventanilla. Entré cerrando la puerta de golpe y corrí a abrazarla por la espalda. Ella se estremeció de sentir mi aliento en su nuca.
—Me haces cosquillas —dijo entre risas.
—Quisiera hacerte algo más... —dije besándole el hombro.
Ella lo movió para liberarse de mis labios.
—Tengo que estudiar Jean, ya lo sabes...
Hice una mueca de desagrado y me senté en la silla de la esquina.
—¿Qué pasa, eh? —preguntó curiosa.
—Solo quiero estar con mi chica.
Ella revisó el fino reloj plateado de su muñeca y alzó una ceja.
—¿A las once de la mañana en medio de horas de clases?
Di un resoplido.
—Vale... Ha pasado algo con mis amigos que me ha puesto a pensar... Que solo nos quedan cinco meses juntos —dije decaído.
Ella me dio una cálida sonrisa.
—Pero eso ya lo sabíamos desde el inicio.
—Ya lo sé... es solo que no lo tenía tan presente.
Dejó el violín en el suelo y vino a sentarse en mis piernas, enrolló ambos brazos en mi cuello y me vio a los ojos.
—No has pensado en... ya sabes... ¿Quedarte un poco más?
Negó con la cabeza y los labios fruncidos.
—El director Thomas seguro te daría la oportunidad, audicionarías por mera burocracia.
—Sabes que no es parte de mis planes.
—Pero aquí también podrías crecer mucho en tu carrera —defendí.
—Lo sé, pero no tanto como ir directamente a la filarmónica de República Checa... Ni siquiera iría a estudiar Jean, iría a tocar, como una profesional de verdad. Para qué perder el tiempo en la escuela.
—Los expertos no recomiendan saltarse la etapa escolar...
Ella me fulminó con la mirada.
—Que tú no estés seguro de dedicarte a la música no significa que yo tampoco... Sabes que es el sueño de mi vida, y estoy por cumplirlo.
—Vale... —dije derrotado—. Lo entiendo... Pero no puedo evitar ponerme así Nadya, ¿qué va a ser de nosotros?
—Lo que tenga que ser, Jean... Si la vida decide volvernos a juntar, entonces será.
Sus palabras me llegaron como navajas al corazón. Eran crudas, amargas, pero rígidas y seguras. Ella estaba tan sólida en su decisión de tomar la oportunidad de Berlín, sabía lo que quería desde incluso antes de conocerme, y ni yo ni nadie le sacaría eso de la cabeza.
A decir verdad, sentía envidia de su futuro. De tenerlo tan seguro en su mente y en las oportunidades. Yo en cambio, hasta hace poco había descubierto lo que era tener amigos de mi edad, estudiar en una escuela normal, me preguntaba cómo sería estudiar otra cosa que no fuera la música.
Apenas comenzaba a plantearme una vida alejada de los deseos de mis padres, y mientras más lo pensaba, más se alejaba de su plan.
Julio
Los cinco meses se fueron como el agua. Entre acompañar a Nadya con sus estudios, los almuerzos en el jardín, y las escapadas al dormitorio para nuestras caricias.
El mes de julio llegó, y con él, el viaje de fin de cursos, que este año tocaba en Escocia. El hotel no era nada lujoso, pero las habitaciones estaban todas tan cerca una de otra, que era muy fácil escabullirse sin ser descubierto.
Las tres noches que estuvimos ahí, ella y yo compartimos cama, cosa que me parecía una excelente despedida. En el internado era imposible dormir juntos, ya que el riesgo era enorme, y Nadya no estaba dispuesta arriesgar su expulsión por una travesura. Por lo que nos conformábamos con breves encuentros.
La última noche no dijimos palabra. Sabíamos que, de hacerlo, sería una conversación que nos rompería. Decidimos dejarnos llevar por nuestros cuerpos, llenar nuestra piel de recuerdos y caricias. Hartar nuestras bocas de besos, para que sean capaces de aguantar el mayor tiempo posible hasta que nos volvieramos a ver.
La noche se sintió fugaz.
Cuando menos pensé, nos estábamos despidiendo en el aeropuerto, de ella y de todo el grupo que ese año se había graduado, entre ellos, Alby. Quien noté que tenía una complicidad con Helena que me pareció de lo más extraña.
"Ya verás la sorpresita que te he preparado", le dijo. Ella lo miró incrédula y soltó una risa. "No sé si quiero averiguarlo", le respondió.
—¡Hermano! —vino hacia mí dándome un gran abrazo—. Voy a echarte de menos.
—También yo. Las bienvenidas no serán lo mismo sin ti.
—Lo sé, lo sé... —dijo seguro de sí mismo—. Pero no te apures que he dejado todo preparado para la siguiente.
Me guiñó un ojo y lo miré confundido. Me dio un amistoso puñetazo en el hombro.
—Después me lo agradecerás —dijo.
Yo simplemente le seguí la corriente, porque sabía lo excéntrico que podía ser ese tío.
El vuelo de Nadya fue anunciado en el aeropuerto. No necesitamos decir nada, ya que lo habíamos expresado toda la noche anterior. Un par de besos y sonrisas cómplices fueron suficientes para entender que dejaríamos en manos de la vida nuestro reencuentro.
Ella era un alma libre, sin etiquetas ni cuerdas que la aten a ningún lado. Tenía fijo su objetivo y por ahora, yo no entraba en él. A pesar de mi tristeza, y para mi sorpresa, no cayeron lágrimas ese día.
Llegué a Francia abandonando mi maleta en la esquina de mi habitación, y fui directo al librero para buscar mi entretenimiento de los próximos meses.
Tres semanas después, estaba preparándome un bowl de rosetas para el primer concierto en vivo de Nadya en la filarmónica de República Checa, de quien no había sabido nada desde su partida. Estuvo espectacular. El público se puso de pie para aplaudir su maravillosa interpretación. Los créditos aparecieron con el teatro y la orquesta de fondo. Yo buscaba el control de la televisión para apagarla, pero parecía que el sofá se lo había tragado.
Mientras lo buscaba, vi aquello que desvió el rumbo de mi vida de una sacudida:
Nadya se dirigió a la parte de atrás de la orquesta, y un chico mayor, adulto diría yo, la esperaba con un ramo de flores. Se las entregó y le besó la mejilla mientras rodeaba su cintura con el otro brazo. Ella respondió acariciando su mentón con el pulgar.
Fue todo tan sutil y alejado del punto central del cuadro, que seguro pasó desapercibido por cualquiera, pero no para mí que solo tenía ojos para ella.
Sentí la rabia subir a mi pecho, y el calor aumentar en mis mejillas. Cerré ambas manos en puños y temblaban de la presión que ejercía en ellas. Desconecté el televisor de un jalón y vi el control justo enfrente de mí sobre el aparato. Lo tomé con rabia y lo arrojé con fuerza hacia el sofá. Por alguna razón, culpaba al control por no aparecer a tiempo y evitar que viera la escena.
Porque si bien sabía que Nadya era un alma libre, darme cuenta de que lo nuestro no le había sido tan importante, ni siquiera para guardarme un tiempo, me hizo sentir insignificante, sin valor.
¿Lo era? Tal vez sí. Ella sabía lo que quería, me quedaba claro, pero yo no. ¿Y si eso le hacía verme débil? ¿Indeciso?
Tomé todo el enojo y me propuse encontrar aquello que me gustaba. Estaba harto de las chicas, de seguir el plan de mis padres, de ser todo menos yo.
Recapitulé todos los libros leídos y los separé por el grado de emoción que me provocaban. Descubrí que la gran mayoría incluían temas de biología, ciencia y la mezcla entre ambas. Y me hundí por completo en el tema.
Todo el verano iba de la biblioteca a mi casa, y de vez en cuando a las conferencias de la universidad de la ciudad. Ahí descubrí la biotecnología, y quedé totalmente maravillado de lo que era capaz de hacer, de crear, y mejorar. El rector de la universidad comenzaba a reconocerme en las conferencias. Me animaba a realizar el examen de admisión. Me daba unas palmadas en la espalda y canturreaba: "Tienes potencial". Y sabía que lo tenía. Me apasionaba.
Pero tenía un problema más grande, y eran mis padres.
No tenían idea de que no quería dedicarme a la música. ¿Qué pensarían de mi cambio de idea? Tantos años en un internado de artes para al final tirarlo todo por la borda. Me dio un escalofrío de pensarlo. Pero también pensé, ¿Para qué preocuparlos ahora? Al fin y al cabo, aún no tenía nada seguro. Tal vez ni siquiera me admitían y me quedaba en la música con unos padres molestos por mi aparente rebeldía.
Decidí hacer el examen al final del verano. No me pareció difícil, pero sí muy largo y lleno de trampas. Agradecí tantos años de educación personalizada que hizo hacerme ver todo más fácil.
Las vacaciones terminaban una semana después de la prueba. Los resultados no estarían hasta vísperas de navidad, así que podía disfrutar de mi último año en Royal College.
No había abierto ni mi maleta ni mi violín en los dos meses que estuve en casa. Por lo que ya estaban con una fina capa de polvo en la cubierta. La abrí y comencé a sacar mi ropa y separarla por colores para ponerla a lavar. Al alzar una playera, algo pesado cayó al suelo. Voltee confundido y noté que era un libro pequeño de pasta dura con tapa antigua. "Cartas a Clara de Juan Rulfo" estaba escrito con letras doradas en la portada.
Fruncí el ceño confundido, porque estaba seguro de que no era mío. Me pregunté si sería de Hedric y que por error acabara entre mis cosas, pero mi compañero no era de los que leían poesía por gusto.
Lo tomé entre mis manos y me senté en el sofá que estaba en mi habitación dispuesto a hojearlo. Abrí el libro y me encontré con un dibujo bien ejecutado a lápiz, de una pareja saltando un clavado tomados de la mano. Tapé mi sonrisa con una mano al reconocer la cascada, el dibujo, y el recuerdo. Reconocí el manuscrito debajo de él, "Con amor, Helena". Y abrí tanto los ojos, que las pestañas me rozaban las cejas.
El corazón palpitaba tan estruendoso, Como un bombo, golpeando en mi interior y resonando en cada extremidad. Presioné mi pecho con la palma de la mano tratando de calmarlo, porque sentía que en cualquier momento saldría disparado de mi cuerpo.
¿Lo había mandado Helena? Me pregunté.
Comencé a hojearlo con prisa.
"...me puse a medir el tamaño de mi cariño y dio 9,080 kilómetros por la carretera. Es decir, de aquí a donde tú estás."
Helena había tachado el número original, 685 y sobreescribió otra cantidad. Sonreí como un idiota al entender de inmediato que eran los kilómetros de distancia de Long Beach a París.
El libro estaba repleto de cartas escritas por un hombre a su enamorada. Todas colmadas de una poesía exquisita que me erizaba la piel. Las mejillas me dolían de sonreír en cada frase y cada carta que pasaba. Lo terminé de leer esa misma tarde.
Necesité recostarme para aclarar mis ideas. Mi mirada estaba perdida en el techo, pero mi mente en Helena. Repetí los mejores poemas en mi cabeza una y otra vez. Presioné mi pecho con ambas manos para tranquilizarme, ya que seguía acelerado, golpeando con fuerza como las olas del mar en medio de una tormenta.
¿Todavía me quería? Me acababa de enterar de que yo sí. Que la había guardado como un tesoro al fondo de mi pecho, donde no pudiera verlo para que sus estruendos no me afectaran. Pero ahí estaba ahora, a flor de piel, con el corazón a punto de escaparse, mi cuerpo flotando en el júbilo, a punto de joderme la vida para siempre.
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