Capítulo 1
1991
Helena
Recuerdo perfectamente el llamativo cartel colgado en la pizarra de anuncios de la escuela. Llamó mi atención y la de mi mejor amiga, Queen. Teníamos diez años recién cumplidos cuando un simple pedazo de papel estaba a punto de cambiarme la vida.
Anunciaba una prestigiosa escuela, el Royal College of Music en Londres abriría el primer internado musical infantil internacional. Era una oportunidad de oro para cualquiera que quisiera dedicarse a la música. Y solo pensar en la remota idea de ser seleccionada, se me helaban las manos y revolvía el estómago de la emoción; y digo remota, ya que sólo para violín audicionaron más de veinte mil niños. Venga, que tenía más probabilidades de que un rayo me partiera en dos.
Llevaba seis meses estudiando incluso horas extras de mis clases personalizadas. Era un sueño que no sabía que tenía, pero que en cuanto leí la oportunidad lo había hecho mío.
Y no fue hasta una mañana calurosa de junio, donde la brisa marina entraba por la ventana acariciando las cortinas de seda traslúcidas de mi cuarto, cuando mi madre gritó mi nombre. Queen, que se había quedado a dormir, dió un sobresalto al igual que yo. Nos volteamos a ver aturdidas y confundidas, tratando de encontrar una explicación en el rostro de la otra.
De pronto y en sintonía, nos llegó la revelación, el recuerdo: ayer se enviaron las cartas de selección del internado.
Nos paramos de un salto y corrimos aceleradas hacia abajo.
En pijama, con los cabellos alborotados, llenos de friz, los ojos hinchados, y una costra blanca de saliva en una mejilla, leí a gritos la noticia que pondría mi vida de cabeza.
—¡No puedo creer que me vayas a abandonar! —chilló Queen.
—Dramatizas, Queen, vendrá en verano y en Navidades —dijo mi madre tratando de calmarla.
—¡No será lo mismo! —reclamó con voz fracturada.
—Te escribiré todos los días —traté de decirlo con la misma calma que mi madre había hablado, pero no me salió ni un poco. Mi voz también se quebró y entonces las dos nos abrazamos y comenzamos a llorar.
Agosto
El día de tomar el vuelo para mi nuevo destino era un día común de agosto en Long Beach, el clima se sentía húmedo y bochornoso. No tenía nada de especial, pero de pronto me parecía todo tan melancólico y diferente.
A pesar de que despegamos a mediodía, mi madre, quien me había acompañado, ya estaba dormida en su asiento. Yo escuchaba música en mis audífonos tratando de ahogar mis pensamientos sin éxito, ya que no dejaba de autosabotearse pensando todos los escenarios posibles con la entrada al internado, y por supuesto, la mayoría eran negativos.
Pensaba en lo difícil que sería hacer amigos de otros países, con diferentes culturas y acentos; y que, de seguro, los demás violinistas eran mucho mejores.
Me acongojaba el hecho de que yo había quedado como tercer violín, eso quería decir, que no había nadie más abajo, pero sí más arriba.
Estaba tan ansiosa que decidí ir al baño, no porque tuviera la necesidad, pero el caminar me ayudaba a oxigenarse ideas, y aún me quedaban seis horas de vuelo.
Llevaba un buen rato en el baño leyendo todos los avisos e instructivos que encontré, explorando cada botón y cada cosa que me ayudara a matar el tiempo y distraerme, cuando llamaron a la puerta.
—Está ocupado —respondí.
—Disculpa que toque, pero llevo rato esperando a que se libere el baño y pensé que tal vez necesitabas ayuda —sonaba la voz de una niña.
Qué vergüenza. Quería usar el baño desde hace rato y yo aquí leyendo las instrucciones de cómo lavarse correctamente las manos como una boba.
Salí de inmediato.
—Perdóname, la verdad es que solo estaba matando el tiempo porque me había desesperado estar en mi asiento.
—No te preocupes —respondió y de inmediato entró al baño.
Tal vez no era el mejor escenario, pero me caería bien platicar con alguien dado que mi madre llevaba cuatro horas dormida y yo estaba tan enfocada en torturarme a mí misma.
Por lo que le hablé desde la puerta del baño.
—¿Vas a Londres de vacaciones?
—Amm... —dudó—. No exactamente.
Fue todo lo que dijo.
Intuí que no tenía muchas ganas de charlar, pero eso no me importó, ya que mis ganas de hacer algo más que ver a todos dormir en el avión eran más grandes.
—Yo tampoco... —esperé a que respondiera algo, pero no sucedió, por lo que continué—. Voy a un internado a estudiar música.
Escuché como descargó el retrete, salió de inmediato con una enorme sonrisa y los ojos abiertos como platos.
—¿En serio? ¿Al Royal?
—¿Lo conoces? —pregunté sorprendida, ya que no era un lugar conocido para la gente que no estuviera interesada en la música clásica.
—¡Yo también voy ahí! —dijo ahogando un grito de emoción.
—¡No te creo! —exclamé— ¡Qué coincidencia! ¿Qué instrumento tocas?
En ese punto, ya sentía que conocerla ahí era parte de mi destino. Como si el universo se hubiera apiadado de mis temores y la puso en mi camino para acompañarme.
—Violín.
—¡¡NO!! —chillé— ¡¡Yo también!!
—¿Tercer violín? —preguntamos a coro.
Y partimos a reír.
Era increíble que de tantos vuelos, tantas edades y tantos instrumentos, la hubiera conocido exactamente a ella en ese momento.
Duramos tanto tiempo platicando, que ya nos habíamos puesto cómodas sentadas en el suelo frente a la puerta del servicio.
Se llamaba May, y era un año más grande que yo. Sus raíces asiáticas eran muy evidentes. Tenía los ojos rasgados y redondos, la piel blanca, tersa, el cabello negro como el carbón, brilloso y crespo, lo llevaba sujeto en dos coletitas que enmarcaban su rostro. Era una niña muy mona, como un malvavisco, y me caía todavía mejor.
—¿No viene nadie contigo?
—No, vivo solo con mi madre y mi hermano, a mamá no le gustan los aviones, y mi hermano es menor de edad, pero la aerolínea me asignó una azafata para que me acompañe desde el abordaje hasta el aterrizaje. Es muy agradable, me regaló unas galletas.
—¿No sientes nervios de llegar sola a la escuela? —reflexioné lo que dije al segundo en que vi su cara torcerse en una mueca preocupada—. No te preocupes, puedes llegar con mi mamá y conmigo.
Sonrió ante la idea.
—Perdona que no respondiera antes en el baño... A mi madre le pone muy nerviosa que le cuente mi vida privada a desconocidos —dijo arrepentida.
—No te preocupes, entiendo... No ibas a decirle a tu acosadora del baño a qué escuela vas.
Rió negando con la cabeza.
Pasamos horas conversando, conociéndonos. Resultó que May vivía en Los Ángeles, a pocas horas de Long Beach, pero por lo que me había contado, no salía mucho de la ciudad, por no decir que no salía para nada. Ni siquiera conocía la playa y eso que estaba a unas pocas horas. Yo, por mi parte, siempre salía de vacaciones pero únicamente en territorio nacional, por lo que para ambas, Londres era algo tan maravillosamente nuevo que me encantaba la idea de conocerlo con alguien igual de ignorante en el tema.
Para cuando aterrizamos, ella y yo ya éramos amigas.
Nos recogieron del aeropuerto en una camioneta junto con otros chicos. El edificio de la escuela estaba a las afueras de Londres, por lo que llevábamos unos cincuenta minutos de camino cuando el chofer nos anunció que estábamos cerca.
Señalaba un edificio majestuosamente gigantesco a lo lejos, en un camino rodeado de pinos, el clima estaba nublado, y muy húmedo por la llovizna. Aún estábamos lejos de la escuela, pero la construcción era tan grande que alcanzábamos a ver toda su extensión. No era un edificio alto, pero el terreno era extenso y, a lo lejos, parecía un castillo; aunque en ese país, la mayoría de los edificios lucían así.
El auto estacionó justo al frente, donde nos recibían dos arcos altos y angostos, divisando al fondo dos edificios gemelos de tres pisos cada uno, unidos por otro más largo y de la misma altura. Desde arriba, debía lucir como un rectángulo sin uno de los lados alargados.
Después de caminar la larga explanada entre la calle y la construcción, llegamos a la puerta principal. Entramos al edificio con pisos de mármol rugoso color crema, donde en medio posaba una escultura de forma ambigua de madera. A los costados, había dos escaleras de roble en forma de caracol que conectaban el segundo piso por un pasillo y una enorme puerta rectangular.
—Ese es el auditorio —mencionó el chofer, notando mi interés por el lugar.
Bajó las maletas y todos los demás seguimos su andar. Señaló una pizarra que estaba de lado izquierdo clavada en la pared, con dos arcos por los costados, donde se observaba la habitación continua, la cual albergaba múltiples salas, libreros, y chicos caminando con sus instrumentos.
—En esa pizarra van a encontrar sus nombres por orden alfabético, verán el número de habitación que les tocó y una letra que será el indicativo de su asesor. Después, van a cruzar estos arcos al salón de estudio y encontrarán las letras en las diferentes salitas con sus respectivos asesores.
Mi madre le agradeció mientras que May y yo corrimos a la pizarra, estaba segura de que ella también esperaba estar en la misma habitación que yo.
—Me tocó la veintitrés —anunció.
—Ay no... yo estoy en la veintidós —dije decepcionada.
Parecía el aviso de que la suerte se nos había agotado.
—Bueno, niñas, de seguro van a estar en la habitación de al lado. Les servirá para hacer más amigas —dijo mi madre acomodándose detrás de nosotras.
Mi asesora era un encanto, pero May no podía decir lo mismo. Ya que era una rusa de acento marcado, de nombre Inna, y que además, también sería nuestra maestra de violín.
Era voluptuosa, de piel pálida, ojos pequeños, cejas arqueadas, fieras y nariz arrugada como si estuviera olfateando algo desagradable. Su cabello era tan corto que podíamos verle la nuca, de puntas despeinadas, como enormes púas saliendo de su cabeza, y lo llevaba pintado de un naranja chillante. Su semblante intimidaba a cualquiera.
Recibí la explicación de mi asesora acerca de los uniformes, los cuales consistían únicamente en playeras y sudaderas básicas de color blanco, gris y verde esmeralda, ella ordenó los papeles en una carpeta y nos indicó que la siguiéramos.
Nos condujo hacia las escaleras ubicadas en una de las paredes del salón, justo encima de un imponente arco desde el cual se divisaba un elegante y amplio jardín. Subimos por ellas y llegamos a un pasillo largo, tapizado de una alfombra carmín, y muchas puertas a ambos costados, cada puerta con un número dorado por un lado.
Veía chicas correr por todos lados, algunas se asomaban de sus habitaciones para vernos, y yo hacía lo mismo. Las veía a todas, y estiraba el cuello hacia sus habitaciones para visualizarlas por dentro.
—Esta es tu habitación, preciosa. Las puertas se cierran en cuarenta y cinco minutos —dijo dirigiéndose a mi madre.
—¿Cuarenta y cinco minutos? Uy... Qué poco tiempo —lamentó mi madre.
—Lo sé, lo siento mucho. Pero la bienvenida es a las seis y nos pidieron cerrar las puertas una hora antes. Así que, preciosa, te espero a esa hora en el comedor, ¿está bien? Mientras, puedes recorrer el campus a tu gusto. Encontrarás un croquis del lugar en tu buró. Yo me retiro por el momento, si necesitan algo estaré en el salón de estudio.
Mi madre abrió la puerta y la habitación era exactamente igual a las que había visto por el pasillo: con una cama colocada de lado en la pared de al fondo, junto al ventanal, y la otra justo a lado de la puerta.
El lugar se limitaba a cuatro escasos muebles de madera gruesa: la cama, un buró, el escritorio, y las puertas del armario al ras de la pared.
La cama junto a la puerta ya estaba ocupada. Una chica rubia ceniza, de pómulos pronunciados, mentón afilado, ojos verdes y felinos, nos observó sin inmutarse.
—¡Hola! Soy Helena.
—Bethany Myers —respondió con tono triunfal, como si su nombre fuera el de alguien que yo debiera reconocer—. Espero no te moleste que tome esta cama... No me gusta la idea de que el sol me dé en la cara por la mañana. Es malo para la piel, ¿lo sabías?
—¡Para nada! A mí me encanta el sol, no podría ser más perfecto —dije agradecida y un poco confundida por su dato dermatológico que hasta ahora ignoraba.
Ella no dijo nada más y se acostó de nuevo a continuar leyendo después de saludar a mi madre con cierta hostilidad. Hice una mueca decepcionada, ya que hablar con ella no era tan fácil como con May, de quien me separaba un pasillo de distancia.
Mi madre me ayudó a acomodar mi ropa en el closet que me correspondía, yo coloqué varias fotografías en la cabecera de mi cama, sin ningún orden o simetría.
Se dió la hora de que mi madre se marchara, lo supimos porque sonaron unas campanadas en toda la escuela. La acompañé a la entrada y nos dimos un abrazo muy fuerte.
—Échale todas las ganas, mi amor —dijo mi madre con cariño—. Pero sobre todo, disfrútalo. Diviértete mucho... Y si el día de mañana ya no te sientes cómoda y no quieres seguir, llámanos y en ese momento tomo un avión para acá.
—Gracias, mamá.
Me besó la mejilla y partió.
Cerraron las puertas frente a mí y los estudiantes que estaban en el lobby se dispersaron. El reloj que estaba encima de las puertas marcaba las cinco. Aún tenía una hora para explorar el lugar y como ya había recorrido el edificio del este, con el salón de estudio, la cafetería, y el jardín recreativo en la planta baja, decidí conocer el otro lado.
Según el mapa que estaba en mi buró, era prácticamente igual pero un poco más grande por la gran cantidad de salones.
Llegué al centro del edificio oeste, donde estaba el área común. Era una habitación igual de grande que el salón de estudio, con la pantalla más impactante que había visto en mi vida, y un sillón enorme en forma de media luna alrededor de ella. Los alrededores estaban ocupados por mesas de ajedrez, futbolito, ping pong, un piano de cola de madera negra, y una mesa reproductora de vinilos. Me puse a ojear los diferentes que había; Tchaikovsky, Chopin, Mozart... Chasqueé los dientes disgustada. Era suficiente con tocar música clásica por lo que en lo personal, no disfrutaba mucho escucharla.
Seguí caminando por el pasillo donde comenzaba el área de cubículos, los cuales, eran unos diminutos salones con la acústica adaptada para el estudio de instrumentos. Decidí no llegar al tope del pasillo, ya que hasta aquí todos los salones eran iguales y supuse que seguiría así hasta el último.
Sin el mayor interés me giré para regresar por donde había venido cuando una melodía sonó y llamó mi atención.
Era el sonido de un violín, que sonaba tan limpio y claro, sin los molestos rechinidos que a veces salían de las cuerdas si no deslizabas el arco con la fuerza necesaria. Pensé que sería algún compañero mayor, tal vez de la orquesta de los más grandes.
Me giré para seguir escuchando e identifiqué la canción; el Canon de Pachelbel.
Decidí ir a ver el salón de donde provenía la melodía. Estaba hasta el final del pasillo donde no quise llegar, en el cubículo C-4. Con curiosidad, asomé lentamente los ojos por la pequeña ventana de cristal que tenían todas las puertas y, entonces... lo vi.
No era un chico mayor como yo creía, si más que yo, pero aún seguía siendo un niño. Tenía la piel ligeramente bronceada, de alta estatura, por lo que parecía de más edad pero sus facciones todavía infantiles, lo delataban. Tenía ojos grandes, oscuros, enmarcados por unas cejas pobladas pero de forma estilizada, la nariz recta y sus labios delgados. Llevaba el cabello de rulos estirados color chocolate, rozando sus pestañas.
La respiración se me cortó, sentía como un agujero en el estómago se abría paso, y un cosquilleo en el pecho me hizo sonreír. Y estaba tan maravillada observándole, que no me di cuenta de que había dejado de tocar.
Cuando logré recuperar el aliento y me percaté de que el chico ya no estaba tocando, busqué rápidamente sus ojos y nuestras miradas se encontraron.
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