Capítulo 77

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Hechos ceniza

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Después de tanta sangre, amor,

me desangra recordarte y gimo escribiéndonos.

Hicimos un pacto.

Como la tregua de Navidad para cantar villancicos

entre tus bombas alemanas y mi reloj ingles,

apuntando este breve

alto al fuego.

Tu me miras...

yo nos veo llegar"

-Chris Pueyo (Aquí dentro siempre llueve)

Los pasillos estaban cubiertos de silencio y el ambiente cargaba una paz intranquilizadora, de no ser por que el rubio caminaba detrás suyo y seguramente le impediría correr hacia el otro lado este habría huido de regreso a la habitación.

—¿Dónde esta Boris?-preguntó Tom con seriedad cuando el Osterfield se subió al elevador y espero a que este imitará su acto sosteniendo las puertas metálicas con una de sus manos—¿De que se trata?—.

—Él doctor no te quiere decir nada, es más, se ya se ha ido—explicó apenas las puertas se cerraron, con la certeza de que ahora, ya no podría escapar—___ quería un momento a solas sin ti—.

"Un momento a solas contigo..." le hubiese querido expresar el rubio con más amabilidad al notar el gesto confundido de su jefe.

—Puedo esperar fuera de la habitación—le dijo y se dijo, sus manos hicieron un esfuerzo rápido para intentar llegar al tablero de botones del ascensor para volver a presionar el botón que lo regresaba al área de cuidados intensivos—.

—Tom—lo regaño al instante Harrison, recargado al lado del tablero, siendo capaz de tomar al castaño de la muñeca para que no fuera capaz de presionar ningún botón—tienes un aspecto horrible—hizo otra mala elección de palabras—tienes que comer algo, no has comido desde esta mañana, estas pálido y hueles a basura—añadió—.

—¿Quieres que te diga a que hueles tu?—se defendió este, las puertas del elevador se abrieron dejando ver a un hombre de avanzada edad con uniforme de seguridad llevar una mujer mayor en silla de ruedas, esta tenía la piel arrugada pegada a los huesos, el cabello grisáceo enmarañado y una manta roja enorme sobre las piernas—Buenas noches—saludo cortésmente el Holland mayor al notar como la mujer le sonreía—.

—Buenas noches—respondió ella con voz ronca-.

El hombre se limito a saludar con la cabeza, bajo esa gorra café era difícil verle la cara.

—Me preguntó si mi Tara me estará esperando—la mujer mayor rompió el silencio, colocando una de sus manos por debajo de su mentón, dejando la otra tendida en el descansa brazos de la silla; el castaño no pudo evitar ver sus manos; al igual que las suyas estas temblaban—.

—Seguramente si—le respondió el hombre—.

Las puertas se cerraron, la mujer en silla de ruedas y el guardia encaraban a la puerta y el rubio encaro al castaño.

—Él doctor dijo que se tenía que quedar en observación al menos esta noche ¿Te quieres quedar con ella hoy?—susurró furtivo, pegando su cuerpo tanto como le fue posible al de Tom, haciéndolo sentir incomodo—.

¿Qué pregunta más estúpida? No habría manera de que se fuera sin ella,

a donde quiera que la vida lo llevará,

él castaño ya le había comprado un boleto.

En primera clase,

ahí,

juntito de él.

La llevaría con la misma insistencia con la que uno escucha una canción,

con la misma insistencia con la que se lee un poema

y se lo creen.

—Necesitas comer algo para quedarte con ella—prosiguió hablando en voz baja Harrison al notar como Holland evadió su pregunta; el elevador paso unos cuantos pisos—Sí no lo haces le diré, ella misma te echará—.

—Ella no haría algo así—repuso el castaño—.

Ahora la mujer mayor les prestaba atención, lo supo por la manera en la que esta se relajo, inclinando la cabeza ligeramente hacía su izquierda, tal vez deseando que estos la pusieran al tanto y dejarán de susurrar.

Si ella supiera la historia completa seguramente sería la comidilla de chismes de sus amigas por varios meses.

—¿Crees que ___ West no tendría el poder o el temble para echarte?—Harrison enarcó una ceja—Fere ya se ha ofrecido para quedarse—.

¡Mierda!

Claro que era capaz, West era capaz de eso y más.

—Que descaro, por parte de los dos—su lado británico lo abrasó; cruzándose de brazos, encerrándose en sí mismo—.

—Mira, son las siete y cuarto, cierran la cafetería a las ocho y a las ocho y media solo alguien puede quedarse en el hospital, solo uno puede quedarse a cuidarla—explicó Harrison y la anciana se enterneció—recupera algo de color y límpiate la cara y la sangre que la guerra ya ha acabado—aseguró el rubio—.

Él castaño no fue capaz de creerle,

había crecido enterrado entre los escombros,

alimentándose con las balas que la guerra le daba,

incluso estando en un prado suave,

ni siquiera estando en una isla desierta,

se sentiría lejos de la contienda.

Llevaba a la g u e r r a atravesada entre las costillas

y los oídos sordos por la falta de a m o r.

—¡Mucha suerte!—exclamó risueña la mujer cuando las puertas del elevador se abrieron, mostrando una gran pared blanca con un reloj de manecillas de color negro y dos ventanas medianas de cada lado—Cuídense—se despidió la mujer siendo llevada por aquel guardia que ni siquiera se giro para despedirse-.

Probablemente él ya sabía que no eran "buenos muchachos", por la ropa que usaban y las heridas que cargaban, puede que por ello y por más, él prefiriera pretender que no los había visto nunca y así se llevó lejos a la anciana fuera de su campo de visión.

—Aquí bajamos también—Harrison le golpeó levemente el pecho con los nudillos, tomando la iniciativa el mismo para salir del elevador—.

Tom camino detrás suyo y por un momento se sintió como si intentará caminar debajo del agua; como si la arena se le pegara a las pantorrillas y las plantas marinas se le enredaran en los dedos, Harrison giro por el pasillo a la izquierda y Tom le siguió, no sin antes girarse para ver del otro lado del pasillo, a la derecha, la mujer en silla de ruedas le agradecía al guardia por haberla ayudado con una sonrisa y ambas de sus manos sobre las de aquel hombre, que eventualmente se fue; Tara no estaba allí, la anciana estaba sola.

—Tom—la voz de Harrison lo llamó—No te pierdas—le dijo en cuanto este le devolvió la mirada—.

La cafetería era enorme y tenía un hermoso ventanal con vista a un jardín verde y colorido con caminos de piedras blancas y bancas cafés con detalles en negro, Harrison tomó una de las mesas del interior del lugar cerca a la barra, obligando al castaño a sentarse.

—Iré a traer el menú—indicó Harrison, caminando las baldosas de un gris sofisticado hasta que llegó a la barra; donde una mujer con cabello crespo castaño oculto en una gorra y piel morena lo atendió—.

Desde el sitio del castaño podía ver una fuente justo en el medio de aquel patio; un hombre de piel blanca, llevaba una toga cubriéndole el cuerpo de la cintura para abajo y parte de los brazos, sobre una mano en lo alto sostenía una balanza, sobre uno de los platos esculpida estaba un ave, en el otro estaban recostadas sobre el plato unas cadenas.

Harrison volvió con un par de menús plastificados, le tendió uno al castaño y se sentó frente a él con este entre las manos, pasaron cinco minutos en los que él el líder de la familia Holland pretendió que entendía de que iba el menú, le daba vueltas, lo miraba por delante y por detrás sin poder decidir, cierto era que no tenía hambre, no se encontraba cansado y tampoco débil, más allá de lo que su apariencia dejaba ver, se encontraba igual que cualquier otro día.

Acostumbrado a la guerra,

a ser flagelado,

su cuerpo se había condicionado a perder.

Al final Harrison ordenó por los dos, para cada uno un tazón de sopa con pollo que parecía pescado y un té con olor a manzanilla, Tom intentó comer solamente la sopa y las verduras que está tenía, después intento pasar el pollo, este le supo insípido y le hizo querer rascarse el interior de la garganta, él paladar del castaño era exigente y sofisticado; probar el té no le hizo ninguna gracia. Comió con prisa, sin perder los modales, tras haber comido levantó sus propios platos, acomodó los cubiertos y limpio la mesa con un par de servilletas.

—Los calabacines están buenos—dijo Harrison que aun no terminaba de comer, con la cuchara aun entre los dientes cuando Tom comenzó a jugar con sus dedos sobre la mesa—.

El lugar estaba desierto, las luces del mostrador y las pantallas se apagaron, aquella mujer de cabello castaño crespo salió del lugar con su ropa habitual; ahora solo quedaban el castaño y el rubio.

—¿Tengo que preguntarle que paso?—preguntó de golpe Holland ignorando su aclaración, Osterfield le dio un sorbo a su té—¿Necesito su versión de la historia?—.

—Tú ya sabes que sí—declaro y mantuvo aquel vaso transparente de plástico a la altura de sus labios—deberías hacerlo cuando creas que sea el momento—.

Harrison se terminó el té ya helado con una mueca, levantó su plato para llevarlo a la barra cuyas luces se encontraban apagadas, salieron de la cafetería y pasaron los primeros pasillos de camino al elevador en silencio cuando Thomas se detuvo en seco y Harrison continuó caminando sin darse cuenta que ya no le seguía.

Ahora la atención del castaño estaba puesta en una de las enfermeras, llevaba uniforme de ositos de colores sobre un fondo azul claro, tenía el cabello rojo recogido debajo de la cofia, llevaba un carrito entre las manos y como sí esta fuera un imán para él la siguió en completo silencio por otros dos pasillos.

La enfermera giro por el ultimo pasillo, abrió una puerta doble con la espalda y entró con aquel carrito hasta estar fuera del campo de visión del castaño, que esta vez acelero su paso con las intenciones de alcanzarla.

Camino por el resto del pasillo y se recordó las heridas,

las paredes blancas,

la carne roja,

sus manos sucias tocaron las puertas blanquecinas,

se coló entre sueños.

La mujer de cabello rojo había desaparecido, por otra puerta, la habitación por fuera era ligeramente oscura, había una ventana enorme que le mostraba otra habitación con exceso de luz, vio a la mujer de cabello rojo llegar con aquella incubadora en las manos.

Las manos del castaño dejaron de temblar,

sus ojos se iluminaron.

Se las había arreglado para entrar al área de la unidad neonatal sin que nadie se diera cuenta, frente suyo, al otro lado del cristal había al menos cinco incubadoras más con bebés tan pequeños, dos de ellos tenían guantes de las manos y estos impedían que se rasguñaran las caras, tenían la piel hinchada; sin cejas, el castaño los vio dormir con el cuidado necesario para que ni siquiera su respiración los despertará. Su mente fue débil y cruel, cada minuto que pasaba observándoles más deseaba el día en el que él mismo pudiera sostener a su propio bebé en brazos.

Si ganaba la guerra,

los llevaría lejos,

los sacaría del planeta tierra

allí,

juntito de él,

donde nadie pudiera tocarles,

donde la palabra d o l o r no figurará parte de su diccionario.

—Holland—Harrison lo llamó agitado, asomando su cabellera rubia por la puerta—te estaba buscando—exhalo cansado, entrando con su mano haciendo presión sobre su costado para caminar hasta Tom quedando a su lado, sus ojos pasearon unos segundos por el castaño—vaya...que...pequeños—expresó enternecido, sin apartar su mirada de los recién nacidos—.

—Se ven tan frágiles-le respondió Holland en voz baja—.

—Lo son—respondió Harrison devolviendo su atención al castaño, que pegó su frente al cristal intentando ver más allá, como si quisiera meterse dentro—.

El rubio miro el reloj en su muñeca; el tiempo se les había acabado, no había podido hablar con Tom de la llamada, ni de los misterios que hubo en todos los sucesos, no se había atrevido, no se atrevería.

No con el castaño así,

ilusionado,

haciéndole gestos a unos cuantos bebés, que ni siquiera lo veían.

—Harrison, siento que pronto todo se vendrá abajo-la forma en la que Thomas habló alerto al rubio—no te pediré que no me traiciones una vez que todo se rompa, sé que tendrás que tomar tu elección, solo te pido que pienses en ella y en ese bebé, no permitas que el hecho de que lleve mi sangre le traicione, regálale tu apellido de ser necesario—.

—Tom...no seas imbécil y no hables así, asustaras a los bebés—trago saliva el rubio y dejo que el castaño mirara aquellos bebés tanto como quiso, hasta que una de las enfermeras les suplico que se fueran—.

Para el momento en el que es castaño entro en aquella habitación West ya estaba dormida, sus mejillas de un rosa pálido, la hinchazón en su cuello había bajado y le habían removido el suero.

—¿Quién es que se quedará con ella esta noche?—preguntó la enfermera de turno paseando sus ojos por la habitación—.

—Yo—respondieron Rubén, Fere y Tom al unisonó—.

—Tu tienes que ir a cuidar a Matilde—le rezongaba el noruego a Fere en la cara—.

—Tu también puedes cuidarla, Doblas—respondía ella con las manos en la cintura—.

—Yo no sé cocinar, te necesita a ti-se quejó nuevamente—.

Las miradas de Harrison y de James estaban enfocadas en ambos, viendo como discutían, la mirada del castaño estaba puesta sobre West y desde ahí su propia pelea había acabado, le costo un poco de paciencia y temble pero consiguió ganar, al final Harrison, James, Rubén y Fere se habían ido, los últimos dos lo hicieron maldiciendo su nombre en voz baja.









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