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―No me quiero ni imaginar cuánto te debe haber costado este vuelo...
Anna le susurró esas palabras a su acompañante y se sentó con mucho cuidado en el butacón azul oscuro hasta el que el asistente de vuelo les había acompañado, asegurándole que estaba asignado a su nombre. No se dejó caer como hacía en el destartalado sofá de Ikea que tenían en su diminuto pisito de Madrid porque algo le decía que ese asiento en el que pasaría las próximas horas resultaba más caro que el alquiler de su apartamento, que no era precisamente barato. ¿Qué pasaría si derramaba sin querer la taza de café que tanto ansiaba sobre el vibrante tejido añil de su butacón?
La noche anterior había sido larga e intensa; la había pasado haciendo y deshaciendo sus maletas para el viaje con el que tanto habían soñado en los últimos cinco años. Los nervios le hacían tener ganas de reír a carcajadas en un segundo y de romper a llorar en otro. Tenía en la punta de los dedos la posibilidad de conquistar Europa entera, recorriendo calles, callejones, ríos y canales. Se había visualizado tantas veces tomándose un gelato frente al Ponte Veccio o clavándole el diente a un gofre de Lieja que le costaba creer que en pocos días esos momentos fuesen a hacerse realidad. ¿Y qué ropa se echaba una para cumplir un sueño? ¿Vestidos vaporosos para parecer una ninfa de los bosques? ¿Camisetas de colores que destacaran sobre los fondos urbanos? ¿O tal vez una colección cápsula con prendas monocromáticas en colores suaves para que todo conjuntase con el resto?
Fuera como fuese, apenas había podido pegar ojo. La comodidad del asiento de primera clase que Fer había seleccionado para el primer vuelo de sus vacaciones prometía un agradable, profundo y reparador sueño, pero no quería tener que vender un riñón para poder costearse ese desmesurado capricho que, claramente, él había preparado para ella.
Y es que Anna y Fer no podían ser más diferentes.
Anna era un polvorín que adoraba el lujo. Nacida y criada en una urbanización en la costa sudeste española en el seno de una familia rusa, había sentido que la vida repetitiva frente al Mediterráneo no era para ella. Estudió Turismo, por lo que su familia esperaba que acabase trabajando en una agencia de viajes o aprovechándose de su conocimiento de la lengua rusa e inglesa en los comercios locales. Sus pobres compañeras de clase no serían competencia para ella, de modo que tenía asegurada una vida relajada y feliz frente al Mediterráneo. Pasear por la orilla antes del desayuno, darse un baño en la piscina de la "urba" antes de volver al trabajo después de comer, ver el cielo teñirse de rosa, naranja y lila al atardecer con una bebida fresca rodeada de amigos y seres queridos cualquier noche entre semana. Ese era el futuro que sus progenitores habían ideado para ella y la mayor pesadilla de la treintañera. Por supuesto, le encantaba el mar, al que consideraba su hogar, pero desde niña había sabido que ese lugar era el mundo de sus padres, no el suyo. Por eso, recién cumplidos los veinte se había marchado de casa y había alquilado una habitación cochambrosa en la capital. Compartía piso con dos estudiantes de Publicidad que se pasaban la mayor parte del día hasta las cejas de marihuana, una joven francesa de intercambio y una señora mayor más sorda que una tapia que hacía de mamá de todos ellos cada domingo cuando decidían salir por fin de su habitación. Aun en ese entorno tan caótico, Anna encontró la felicidad. Las posibilidades infinitas de Madrid, los personajes que plagaban sus calles, la extensa variedad de restaurantes y locales de ocio en los que degustar delicias de otras culturas o transformarse en otra persona... Todo en la capital la apasionaba.
Por otra parte estaba Fer, bautizado como Fernando Amadeo en un pueblito castellano hacía unos treinta y cinco años. Alto, bien parecido y algo rudo, Fer era un hombre tradicional. Nunca había imaginado abandonar su tierra natal, donde vivían todos los demás miembros de su enorme familia, hasta que conoció a Anna. Le gustaba reunirse en la plaza del pueblo con sus vecinos y colegas de siempre a tomarse una cerveza bien fría acompañada de unos torreznos, unas bravas o unas olivas. Su segunda casa había sido el campo, donde había trabajado la tierra para cultivar naranjos, manzanos y otros frutales. En el pueblo le consideraban un hombre abierto de mente que adoraba la cocina. Desde pequeñito había pasado largas horas horneando pan junto a sus abuelos o envasando mermeladas caseras en botes de cristal. De ahí a la experimentación con platos más arriesgados que fusionaban lo mejor de su tierra con los sabores especiados de Oriente, las distintas cocciones o ingredientes con nombres que apenas sabía pronunciar no hubo más que un paso. Gracias a sus habilidades culinarias, había podido mudarse a Madrid con Anna, porque pese a amar su pueblo natal, si lo ponía en una balanza frente ella, Anna siempre salía ganando. Se mudó primero al apartamento compartido en el que ese momento habitaba la muchacha (otro más cerca del centro y con menos compañeros aunque un olor a porro bastante parecido) y compartieron cama de noventa centímetros en una asfixiante habitación sin ventanas hasta que un reconocido restaurante en la Gran Vía encontró su currículum bajo una pila de papeles y le contrataron. En ese momento decidieron cambiar su residencia a otro piso de alquiler para ellos solos con una diminuta terraza que les vendría de perlas durante el confinamiento por la pandemia que comenzó apenas un año después.
Fue en ese momento, encerrados entre las cuatro paredes del apartamento, cuando le propuso a Anna, medio en serio medio en broma, la posibilidad de irse a vivir al pueblo. "Solo una temporada, hasta que todo se calme". Anna había fruncido el ceño en un gesto delator: ni por todo el oro del mundo. "Allí nadie está comprobado que se mantenga la distancia social y la gente sale a la calle continuamente. Pasean entre los huertos, se saludan unos a otros desde lejos y respiran aire puro sin mascarilla. Debe de ser maravilloso."
Anna no estaba nada convencida de que así fuera. En su mente, el pueblo de Fer cumplía con todas las características de un lugar de provincias: población envejecida, vigilancia total por parte de unos vecinos aburridos, solo un par de bares y ninguna persona en kilómetros a la redonda que supiese lo que era un matcha latte. No había dejado atrás a su familia y todas las personas que amaba para acabar atrapada en la España profunda. No. De ninguna manera.
Para esquivar la bala, mientras movía entre sus dedos una copa de vino blanco, había hablado por primera vez de sus ganas de viajar a lo grande. Había mencionado países por todo el globo y qué haría en cada uno de ellos. Los ojos de Fer se habían iluminado. A diferencia de ella, que había visitado Rusia y un par de países más durante su infancia y adolescencia, él no había salido del pueblo hasta que se fue a vivir a Madrid por amor. Nombres como Helsinki, Ámsterdam o Atenas le resultaban exóticos y evocadores de momentos históricos o escenas de película. Mónaco le revolvía el cabello como el aire levantado por los Fórmula 1 al tomar sus curvas. Roma equivalía a amor, sobre todo si se imaginaba visitándola con Anna.
Durante el resto de esa noche, mientras bebían en el balcón rodeados de un profundo silencio, comenzaron a imaginar un viaje por toda Europa cogidos de la mano. Qué visitarían, qué no. Qué probarían en cada ciudad. Cuánto tiempo pasarían. Y entonces, muertos de miedo ante la perspectiva de lo que podía traer el coronavirus, se prometieron que algún día no muy lejano recorrerían el itinerario que acababan de diseñar. Chocaron sus copas, rellenadas por tercera o cuarta vez ya, y se besaron en los labios apasionadamente antes de beberse de un solo trago el contenido.
Pasaron varios años hasta que llegó el momento y la decisión había vuelto a tomarse en el balcón. En esa ocasión no había habido lágrimas en las copas de vino, sino en sus ojos. Todo pendía de un hilo después de malos entendidos, palabras mal dichas y secretos imperdonables que ninguno de los dos se atrevía a verbalizar.
"Vámonos de viaje."
Poner tierra de por medio con sus problemas parecía una solución perfecta, aunque ambos temían que fuera solo un parche. Anna sabía que antes o después tendría que decir lo que tanto tiempo había callado y afrontar las consecuencias. Fer sabía que si no quería perder a Anna debía volverla a enamorar. Llevarla a restaurantes con música clásica y muchas velas, enviarle ramos de flores a la habitación y organizar un sinfín de actividades que compartir. Los dos habían estado muy nerviosos la noche anterior, tanto que casi no se habían dirigido la palabra. Sin embargo, ahora, sentados en el avión, Fer se había relajado. Cuando el artefacto despegara, daría comienzo el viaje de sus vidas.
Alargó su mano hacia la de Anna y entrecruzó los dedos con los de ella. En primera, los cómodos asientos los mantenía bastante separados, pero quería que durante las próximas horas, ella lo sintiera cerca. Al notar el contacto de sus manos, Anna dirigió sus preocupados ojos a los de él y, al reconocer la alegría de su rostro, dio un respingo y sonrió.
Todo iba a salir bien. Disfrutarían de Europa. Volverían a enamorarse hasta las trancas el uno del otro. Planearían un futuro juntos como en su día planearon ese viaje y llegarían a un acuerdo, porque ninguno de los dos quería soltar la mano del otro. Encontrarían las soluciones para las decisiones vitales opuestas que tenían y seguirían viviendo y creciendo juntos.
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