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Puede que fuese cosa del destino o pura casualidad, pero la brisa nocturna le manchó de sal las mejillas en el mismo punto donde se secaba un surco de lágrimas.
Anna llevaba un buen rato a oscuras, con la vista perdida en el horizonte. El respirar constante del Mediterráneo la mecía sin lograr llevarla a la calma, aunque ciertamente la había ayudado a desconectar de la realidad. Por unos instantes, mientras dejaba que sus sentimientos se escaparan de su interior a través de sus ojos azules, había olvidado los meses de dudas, las semanas de aventuras y los incidentes de los últimos días.
Fue el inesperado contacto de una mano grande en su hombro, acariciando su piel desnuda en torno a un tirante fino de color rojo, lo que la devolvió al balcón de esa habitación de hotel.
―¿Qué te pasa?
Se giró lentamente hacia el origen de aquella voz tan familiar.
―Nada, ¿por qué? ―mintió, al tiempo que forzaba una sonrisa.
El hombre de cabellos castaños, un poco más bajo que ella, la miró con detenimiento. Sin decir nada, alargó la mano hacia el rostro de la chica y frotó con delicadeza aquel delator punto de sal.
―Estás muy guapa ―se limitó a responder él.
―Tú también ―devolvió el halago ella tras analizar la vestimenta de su compañero.
Resultaba evidente que se había esforzado. A diferencia de tantas otras veces, cada prenda de su indumentaria combinaba a la perfección con las demás. Incluso se había perfilado la barba castaña para que se viese limpia, cuidada y degradada, como el cabello.
Dio un paso al frente y, de forma rutinaria, le doy un beso en los labios. Aunque sus bocas apenas se rozaron, el ligero roce fue suficiente para que el chasquido eléctrico que había reemplazado a las mariposas la golpeara de nuevo. Sin atreverse a ponerlo en palabras, se preguntó si él también lo había sentido.
―Voy a terminar de arreglarme ―musitó.
Intentó dejar atrás al chico, pero él la tomó de la mano y frenó su paso.
―Fer... ―comenzó a quejarse.
Esta vez fue él quien forzó una sonrisa cuando la pegó contra su pecho.
―Ya estás perfecta, no necesitas hacerte nada más ―le susurró al oído.
Anna resopló.
―Tengo que maquillarme. Sabes que no me gusta ir por ahí con la cara lavada.
Evitó mencionar que no quería salir sintiendo tan vívidamente el lugar por donde habían resbalado sus lágrimas, porque eso habría supuesto reconocer que había llorado. Entonces vendrían las preguntas, las caras tristes, las preocupaciones. No quería eso. Nunca, pero mucho menos esa noche. La noche que, como habían acordado, podía marcar un antes y un después para su relación.
Fer no dijo nada. La liberó de su mano y de su pecho y la dejó marchar, todavía a oscuras, hacia el interior del cuarto, donde las sábanas revueltas les recordaban momentos mejores. Cuando la luz del cuarto de baño se encendió y vio los pies descalzos de la chica colarse en el interior, giró sobre sí mismo y tomó el relevo a Anna frente al mar. Cerró los ojos, nervioso, y se concentró en acompasar su respiración al sonido de la marea muriendo en la orilla.
Después de que las últimas semanas hubieran actuado como un sedante para sus temores, había llegado el momento de la verdad. Sabía que, cuando Anna reapareciera en el dormitorio, bajarían a cenar en un hermoso restaurante del paseo marítimo como lo que siempre habían sido, una bonita pareja. Sin embargo... ¿cómo volverían al acabar la noche? ¿Regresarían al calor de su cama compartida embriagados por varias copas de vino o acabaría uno de los dos buscando una nueva habitación?
Ignoraba la respuesta y desearía poder seguir ignorándola mucho más tiempo. No tenía ganas de decidir, ni tampoco de escuchar la decisión de la chica, y aun así no quedaba otra alternativa. Lo habían sabido desde el principio, desde el día en que acordaron hacer ese viaje con el que tanto habían soñado. Europa a sus pies para descubrirse y reenamorarse. Europa para perderse y para reencontrarse.
¿Habría sido suficiente todo lo que habían vivido? ¿Tenían, todavía, una oportunidad?
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