Capítulo único
Deseo moverme, pero el peso de las demás monedas, apiladas sobre mí, me inmoviliza. Al estar todas encerradas en las tuberías metálicas, formadas por varillas, de una máquina expendedora de café, no nos queda otra que aguardar quietas y en silencio. De vez en cuando se escucha el crepitar de recién llegadas en la lejanía y el bullicio de la máquina al funcionar, pero todo se mantiene en la más completa oscuridad en el interior de la máquina.
La luz nos invade en el momento en que la puerta frontal se abre. Un hombre joven, vestido con un mono gris, fuertes botas de trabajo y una gorra corporativa naranja, tapa la iluminación del techo, interponiéndose. Nos observa durante un segundo antes de retirarnos de las tuberías con ademán mecánico. Todos los euros caemos disparados sobre sus manos, con la velocidad de una montaña rusa, y siento la liberación propia de salir de aquella jaula de metal. Cuando estamos todos, empieza a ubicarnos en estuches plásticos. Demasiado pletórico por esa reciente libertad para volver a estar encerrado en otra jaula, me resisto. Lo logro, trastabillando y cayendo sobre su maleta, ubicada junto a su bota. La tela amortigua el sonido y él no se da cuenta de mi ausencia.
El hombre termina de empaquetar todas las monedas, desde los tímidos cinco céntimos hasta los tranquilos dos euros, limpia la máquina, la rellena y se prepara para irse. Recoge sus cosas en un movimiento cansado, logrando que me deslicé por la tela y caiga al suelo de moqueta con un ruido sordo. Se marcha. Me quedo solo en la sala de café, únicamente ocupada por un par de mesas y algunas sillas. Sin embargo, el silencio no dura mucho.
Las escucho antes de que lleguen, pese a que hablan bajo. Una pareja irrumpe en la sala. Dos chicas entran, hablando entre cuchicheos. Puedo oír sus voces cantarinas, aunque no comprendo lo que dicen. Se acercan a la máquina de café. La más alta, la pelirroja con el cabello recogido en una larga trenza, es la primera en darse cuenta de mi presencia.
— ¡Mira, un euro! —exclama, agachándose y recogiéndome—. ¡Qué suerte!
Me hace bailar entre sus dedos en un movimiento gracioso e inquieto. El contacto es cálido.
—Así no tengo que sacar la cartera —continúa, aproximándome peligrosamente rápido a la rendija de monedas de la máquina de café—. ¡Ah, espera! —Se detiene repentinamente, dejándome a apenas unos centímetros de la apertura—. Toma —dice, tendiéndome a la castaña de mejillas pecosas que está a su lado—, así ya no soy una morosa.
La castaña ríe, aceptándome en su mano. A diferencia de la pelirroja, sus dedos están helados y tiemblan un poco.
Sin mediar más palabra, la castaña me acerca a la rendija de la máquina de café y me deja caer. El movimiento es tan rápido que ni siquiera me da tiempo de prepararme. Cuando me doy cuenta de lo que está sucediendo, ya estoy descendiendo por los entresijos metálicos y cayendo en la tubería fría de las monedas de un euro. Al finalizar mi caída, crepito ligeramente en el tubo vacío mientras escucho como el café se prepara.
Resignado, me acomodo, esperando que esta vez la espera sea mejor en aquella fría oscuridad. Al parecer, estaba destinado a servir cafés. Como única respuesta a mis pensamientos, la máquina pita.
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