Cojo, medio ciego y sin una oreja

Una Navidad, de niño, pedí en la carta a Santa que este me trajera una mascota. Mi padre me despertó el viernes de víspera bien temprano y me llevó al refugio de animales de mi barrio. Me dijo que allí el gordinflón del Polo Norte me obsequiaría el perro que yo eligiera. Con mi renguera que enlentecía mis pasos, vagué por los pasillos contemplando los miles de animales solitarios encerrados en las frías jaulas, hasta que me topé con el indicado. Le faltaba la mitad de una oreja, aunque mantenía en alto el extremo restante, una cicatriz le cruzaba el cerrado ojo derecho y una pata trasera brillaba por su ausencia. Lo miré por unos segundos como él hizo conmigo, cada uno sopesaba al otro y entraba en su alma.

—Este —indiqué mientras apuntaba con un dedo en alto al castigado can.

—¿Seguro? ¿No quieres uno... perfecto? —me preguntó mi papá con una leve vacilación en la voz.

—Este es perfecto para mí —afirmé a la par que pensaba que sus amigos ya no lo elegirían para jugar al fútbol ni lo invitarían a andar en bicicleta como antes.

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