Ego te absolvo (3)

María habría jurado sobre el recargado tocado floral de su madre que aquel hombre pretendidamente santo estaba coqueteando con ella del modo más extraño posible, pero era algo tan improbable que se negaba a dar a su suposición la mínima veracidad, hasta que él se estiró un poco más hacia ella para meterle en la boca una de las gominolas que les habían servido, imitando el gesto que Palmira había tenido para con Shaka. Desconcertada, abrió los ojos como platos al sentir los cálidos dedos rozándole los labios y demorándose sobre ellos un segundo más de lo que la educación exigía. ¿El padre Aioros, el guapísimo padre Aioros por quien suspiraban todos en la diócesis... dándole chucherías?

—¿Qué te parece? Yo creo que es interesante: jugoso, dulce, diferente... —enumeró él, con calma, probando una también.

—Eh... sí, toda una delicia...

—Espero que no sean las únicas delicias que tendremos ocasión de probar esta noche —comentó él, mientras plegaba el fular de la señora bajo su cabeza para que durmiese la mona con comodidad—. Hay que ver qué poco aguante tiene tu madre, pero si solo le he servido ocho o nueve copitas...

—Padre, me parece muy mal que se dedique usted a poner pedo a una señora de edad. Mi madre tiene una salud muy delicada... —le enmendó ella, divertida con la idea de provocarle un poco.

La mirada de su interlocutor abandonó toda dulzura y se endureció, adquiriendo un matiz perverso:

—¿No te he dicho que no contradigas en público, María? Me parece que es hora de que tengamos una breve charla tú y yo...

—¿Charla? ¿A qué se refiere...? —preguntó ella, con inocencia fingida. Ya que no podía escaquearse todavía para pasarlo bien con los amigos de Shaka, empezaba a encontrar interesante la posibilidad de descubrir por sí misma cuántas réplicas necesitaría el santo varón para perder la compostura.

—Hija... Haz el favor de ser amable... con el padre Aioros... —tartamudeó la madre, dejando caer un hilillo de baba sobre el fular— Y usted, padre... métala en cintura... es muy díscola...

—¡Mamá! ¡Como sigas así te prometo que te pido un taxi! ¡Estás dando la nota!

—Tercer y último aviso, jovencita: acompáñame ahora mismo —dijo él, en tono severo, levantándose y tomándola por la muñeca para sacarla del salón.

—Pero...

—¡Pero nada! Te vienes conmigo.

María ni comprendía el giro que acababa de tomar la situación, ni quería llamar la atención en mitad de la boda de su hermana, así que se dejó conducir por Aioros hasta una sencilla sala lateral, que se utilizaba para ampliar el salón principal en celebraciones de mayor tamaño y estaba vacía en aquellos momentos. El padre cerró la puerta a sus espaldas y se encaró con ella, adoptando un gesto adusto:

—Vamos a ver, ¿se puede saber a qué se debe esa hostilidad hacia todo en general, jovencita?

La chica, entre intrigada y molesta, luchó por no echarse a reír al escuchar aquel anticuado apelativo en un hombre apenas mayor que ella, pero su boca la traicionó:

—¿"Jovencita"...? ¿Es que es usted un viejo? ¿De qué va todo esto?

—Va de que tus modales dejan mucho que desear y me parece que necesitas un correctivo.

—Ah, ¿en serio? Pues a mí me da que usted finge ser un cura ejemplar, pero se muere por hacer lo mismo que los demás, y yo no tengo la culpa de que tenga que vivir reprimido...

Esta vez fue él quien dejó escapar una sonora carcajada, reclinándose en la pared con los brazos cruzados frente al musculoso pecho. Su actitud, desde luego, no era para nada la misma que había mantenido frente a su madre y el resto de los invitados, pensó la joven, tratando de averiguar todavía a qué se debía aquel cambio en sus maneras.

Touché. Pero ahora estamos solos, María. Ni tú ni yo tenemos que fingir ser lo que se espera de nosotros.

Ella enarcó una ceja, sin entender:

—¿Qué quiere decir?

—¿En serio eres tan ingenua? No por llevar sotana dejo de ser un hombre, y me doy cuenta de cómo me miras.. —declaró, invitándola con un ademán a recostarse a su lado y apoyándose en el antebrazo, de modo que su boca quedaba junto al diminuto zafiro que pendía de la oreja de ella— Querías saber cómo sería tener así de cerca al sacerdote, ¿verdad?

—Yo... esto es muy inadecuado, padre... —murmuró ella, sonrojándose e iniciando un movimiento de retirada— Debo volver a la fiesta, puede que mi hermana necesite mi ayuda...

—O quizá ese tal Afrodita te esté esperando para liarse contigo, pero eso no va a suceder, ¿a que no? —vaticinó él, al tiempo que la enlazaba por la cintura para retenerla y le rozaba el lóbulo con sus cálidos labios.

—Padre... ¿qué hace?

—Respóndeme a esto antes de volverte a la fiesta, María: ¿preferirías que fuese ese niñato el que estuviese aquí, en mi lugar?

Ella sonrió, con el vello de la nuca erizado por el tacto de los dedos del hombre sobre el fino satén de su vestido.

—Vaya, padre, ¿está usted celoso? Pensé que un hombre de Dios pasaría de estas cosas... —murmuró maliciosamente.

—Sí, lo estoy. Te quiero solo para mí en este momento.

—¿Y no irá al infierno por esto...? —preguntó María, girando la cabeza hacia él hasta que sus bocas quedaron a apenas unos milímetros de distancia.

—No, si luego me arrepiento... —respondió él, sin retroceder.

—¡Eso es muy ofensivo...! —rio ella.

Ambos se miraron a los ojos, aspirando el aliento del otro, compartiendo la tensión que crecía entre ellos hasta volverse insoportable. Finalmente, María, tras un profundo suspiro, reunió el coraje suficiente para pasarle los dedos por los rizos, bajando después hacia su mandíbula.

—Padre, prepárese, porque voy a hacer que se condene ahora mismo... —declaró, tomándole por el mentón y uniendo los labios con los de él.

El sacerdote, pese a la advertencia, no se arredró: pasó ambas manos por su cintura y la estrechó contra su cuerpo, dejando que fuese ella quien llevase el control de aquel beso que iba evolucionando desde un contacto tímido hasta una incursión salvaje en su boca.

—El niñato ese... —comenzó el sacerdote, deteniéndose un instante para mirarla a los ojos.

—¡Qué pesado! A mí me gustan los hombres... Cállese.

La joven pretendía volver a besarle, pero él la detuvo al colocarle un dedo sobre los labios:

—Digo que el niñato te estará buscando. No conviene que nos vea juntos. Te diré lo que haremos: volvemos a la fiesta y en una hora te mandaré un mensaje para decirte dónde encontrarme.

Los párpados de María se entornaron con suspicacia. ¿Hasta dónde pretendía llegar con aquel juego?

—No sé qué decirle. Ya veré qué hago... —respondió tras unos segundos de reflexión.

La vaporosa falda se arremolinó en torno a sus piernas cuando se giró para salir de la sala, lanzando un beso al hombre que la contemplaba, arrobado y con marcas de lápiz de labios en la boca, antes de cerrar la puerta tras de sí. 

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