PRÓLOGO

Es divertido cómo la perspectiva de la muerte inminente puede cambiarte. No me refiero a la oleada de adrenalina que te inunda el cuerpo, una sensación frenética e inútil que no te lleva a ningún lado, sino a la increíble sensación que se produce en el cerebro cuando la percepción del tiempo se trasforma. Lo que en realidad es solo un instante efímero se convierte en una secuencia interminable de recuerdos que aparecen y desaparecen como flases de paparazi en la alfombra roja.

O eso es lo que me habían dicho que ocurría.

La verdad es que alguien o algo me arrojó por una de las ventanas de la suite principal de la Torre Imperio hace dos segundos, y considerando que hay tres kilómetros de altura entre mi posición y el suelo, calculo que me quedan otros 44 segundos para pensar en cómo escapar de esta situación.

El microprocesador que tengo implantado en alguna parte de mi cráneo para gestionar la velocidad de mis sinapsis se activó hace un segundo y medio, confirmando que aquel traficante de tecnología de mierda me engañó con las especificaciones (nunca confíes en un excuñado). Supuestamente, ese pequeño dispositivo debería reaccionar de inmediato ante situaciones de vida o muerte. Pero aquí estoy, cayendo a mi muerte, sin ayuda a la vista y el cacharro decide tomarse su tiempo para iniciarse.

Mientras mi abrigo de cuero sintético ondea en el viento y los vidrios que se publicitaban como indestructibles de la ventana bailan a mi alrededor en cósmica sintonía, trato de fijar la visión telescópica de mi ojo izquierdo y tomar una foto del bastardo o la bastarda (no discriminemos) que me lanzó. Tomo un par y luego dejo de lado el tema, porque mi maldito chip está demasiado ocupado calculando la velocidad y la trayectoria de los fragmentos afilados que me rodean en mi descenso involuntario. Como si pudiera esquivarlos.

El grueso de la lluvia de micro cuchillos ralentizados se acerca y sé que me va a doler.

«Nota mental para mí mismo: conseguir un inhibidor del sistema nervioso si salgo de esta».

Cinco segundos y medio de caída, y los cristales me golpean de lleno pero logro salvar los ojos; medio segundo después los dejo atrás cuando la gravedad se aferra a mí con más fuerza que a los vidrios.

La breve parábola que describí cuando salí despedido ha terminado y ahora estoy en caída libre. Mientras me doy la vuelta en el aire y dejo de contemplar el polvo de estrellas que parece ahora la nube de cristales rotos, el procesador se acelera y empiezo a considerar mis opciones al tiempo que a mis sentidos la caída se demora de una forma absurda.

Nada mal, tal vez no debería matar a mi excuñado después de todo. Ah, por cierto, mis disculpas.

Con probabilidad te estés preguntando qué demonios está sucediendo aquí y quién diablos soy yo, pero hacía décadas que nadie me lanzaba a una muerte probable. Mi nombre es Deviant Harris y soy el último detective humano de la Tierra.

Pero supongo que ahora seré el último detective muerto de la Tierra.

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