CAPÍTULO 4. UN ANZUELO MUY, MUY GRANDE.
24 horas antes.
Hubo una ocasión, tan alejada de mí en el tiempo que en ocasiones dudo en si ocurrió en realidad, que disfrutaba de los amaneceres almorzando cerca del espigón del puerto deportivo. Recuerdo el aroma a sal, roca y espuma y el anaranjado disco solar emergiendo lento en el horizonte. ¡Esos rosas y añiles!, profundos y efímeros a un tiempo... aguardando ver un rayo verde que nunca llegó.
Sigo almorzando en el mismo lugar, tan solo por un ejercicio de tozudez y anacronía del que Pam se burla siempre que tiene oportunidad. La terraza de aquel restaurante costero ha sido sustituida por un puesto callejero de comida japonesa, una imitación aceptable de los originales yatai del periodo Meiji, y el espigón desapareció debajo del asfalto y los edificios conforme la ciudad le ganaba terreno al mar.
Un mar que ahora queda muy lejos de este lugar. Pero yo sigo empecinado en mantener mi rutina pase lo que pase. El cielo apenas si se ve desde aquí pero aún puedo sentir el sol alzándose al otro lado de los rascacielos, renovándonos a mí y a mi propósito.
Por eso me dio tanto por saco que un petimetre emperifollado al estilo de la moda de vanguardia androide se sentara a mi lado y metiera mano a mi plato, llevándose a la boca la cola de gamba rebozada que reservaba para el final.
—No está mal —dice entrecerrando los ojos.
Lo normal en estas circunstancias hubiera sido arrancarle el hígado y servírselo crudo en el plato, pero lo inusual de su presencia en aquella parte de la ciudad refrenó mis impulsos asesinos.
Bueno, un poco.
—¡Ah, hijo de puta! —aúlla el tipo cuando le clavo los palillos en el dorso de la mano—. ¿Por una gamba?
—No, por la mala educación —respondo con cierta satisfacción al oírle gritar—. ¿Sigues manteniéndote básicamente humano siendo un chupa cables? Eso sí que es novedad para una mascota de la Supremacía.
—¿Es un tradicionalista antisintéticos? —Me pregunta mientras usa un pulverizador cauterizante en la mano herida. Uno de los caros—. Su ficha no indicaba semejante sesgo de conducta.
Observo con cierta fascinación morbosa cómo la herida se cierra con la ayuda de los nanobots de vida limitada que la solución rociada contenía y después alzo mi mirada hacia él. Aparenta veintipocos, ojos azules y tiene el cabello rubio platino, casi blanco. Reconozco sus rasgos, más allá del maquillaje y la edad, y mi curiosidad asciende varios enteros.
—¿Mi ficha? —interrogo al tiempo que abro mi abrigo y dejo a la vista la funda sobaquera de mi arma. Me complace el instante de pánico que revelan sus ojos humanos, pero es la curiosidad que predomina en ellos lo que exacerba la mía propia.
«¿Quién coño es este chaval?»
—Digamos que no me gustan las oligarquías, sean del género que sean —Opto por contestarle—. ¿Eres un clon?, ¿o un friki con dinero? ¿Tienes amo?
—¿Por qué?, ¿mi rostro le resulta familiar? —Me pregunta a su vez. Se ha puesto tenso y alerta de repente, el tema le interesa—. Y no tengo amo, pero trabajo para un A-VIP.
«Esto se está poniendo interesante por momentos», pienso al ver su lenguaje corporal. Enfadado, confundido, curioso... demasiadas emociones y matices a un tiempo como para no ser cien por cien humano. Y si es una simulación IA es la polla y el creador de la matriz un jodido genio.
—Sirves a la Supremacía pues. Lo que había dicho —suspiro pretendiendo mostrarme aburrido y desinteresado—. Tienes un minuto para decirme qué quieres o te causaré daños físicos graves—amenazo con mi mejor sonrisa a lo Clint Eastwood—. Te recompondrán, pero te va a doler de la ostia entretanto.
Traga saliva pero consigue mantener el dominio de sí mismo y saca con lentitud una tarjeta rígida de un bolsillo de su carísimo abrigo de paño blanco. La deposita con delicadeza en la tarima de madera y la empuja hacia mí.
No tiene marcas visibles y es de un color dorado uniforme que me hace pensar si no estará recubierta de oro.
—¿Un holo mensaje? —aventuro para ganar tiempo mientras mi ojo aumentado trabaja a marchas forzadas intentado localizar alguna trampa.
El chaval pijo mueve la cabeza, negando:
—Es un mensaje neural cerrado. Únicamente el destinatario es capaz de descodificarlo y abrirlo sin peligro. Si cualquier otro lo intentara...
—Lo sé, ya fuera humano o androide podría acabar con los sesos derretidos y el mensaje destruido e irrecuperable —finalizo la frase por él—. No se había visto uno de estos desde las guerras-purga.
El chico asiente. Me llama la atención su gesto grave al mencionar un conflicto bélico olvidado en el tiempo y sepultado en la historia. Carraspea y mira a su alrededor antes de volver a hablar:
—Ahora se usan como certificados de última voluntad —Se pone recto en su taburete antes de continuar—. Soy el albacea de Crasus Prime, miembro fijo del consejo superior del senado.
Alzo una ceja al escuchar algo que es un secreto a voces pero que nadie ha admitido o logrado demostrar jamás. La existencia de un órgano político capaz de mediatizar y dirigir al senado. El auténtico gobierno en la sombra...
Esto es un cebo, pero yo solo veo el anzuelo.
Uno enorme, gigantesco, para ballenas.
Lo que sea, ha logrado interesarme, así que coloco mi mano sobre la tarjeta y cierro los ojos.
—Si esto es un intento de hackeo cerebral —advierto al chico mientras me conecto—, te aseguro que lo vas a pasar muy, muy mal, muchacho.
Después, un estallido blanco inunda mi cerebro y mi red neuronal se ilumina como un árbol de Navidad al comenzar a procesar la información.
Parpadeo, intentando acomodarme a la sorprendente iluminación del infinito espacio en blanco que me rodea.
—¿Podríamos bajar la intensidad lumínica, no sé, un par de millones de lúmenes al menos? —solicito al aire. Reconozco a mi pesar que estoy un poco desconcertado. Esto no se asemeja en nada a los entornos de simulación habituales. Pese a su impersonal apariencia se siente demasiado natural y «limpio». Cuando una mente biológica y otra artificial se comunican siempre hay cierta disonancia, una interferencia causada por la diferente forma de procesar y almacenar información de ambas partes.
—Pero aquí se siente perfecto —murmuro mientras pivoto sobre mí mismo buscando alguna referencia en el estéril horizonte. La luz parece declinar poco a poco—. ¿Hay alguien en casa?
—Discúlpeme, Sr. Harris —Dice una voz a mi espalda—. El dispositivo que le han entregado tiene una capacidad limitada y me he demorado en lograr comunicarme con usted.
Al darme la vuelta, un hombre de cabello cano y edad indeterminada me contempla desde un sofá de cuero blanco. A mi lado aparece otro sofá idéntico y procedo a sentarme a mi vez.
—Está disculpado. Crasus, ¿no? —Le interrogo adrede con lo que se supone que es una obviedad. A los androides suelen irritarles estas cosas por considerarlas improductivas.
En efecto, el tipo hace una mueca como si se hubiera tragado un mosquito, pero su mirada se mantiene imperturbable. Parece oriental con esos ojos rasgados, pero me veo incapaz de identificar la raza.
Los androides no están libres de estereotipos y no es inhabitual que los que llegan a ostentar un cargo importante muden su apariencia física hacia otra que refleje la madurez humana. Rostros firmes, fuertes y honorables surcados de arrugas. Este se parece un poco a Charles Bronson y una lucecita de alerta se enciende en algún lugar de mi consciencia, pero la apago con rapidez. No es el momento.
—Estoy convencido de que mi representante ya le ha facilitado mi identidad, Sr. Harris —Junta los extremos de los dedos de ambas manos frente a sí mientras me habla en un molesto tono paternal—. Llegados a este punto, el tiempo corre en su contra, detective. Por desgracia, yo ya debo de haber fallecido aunque ignoro la forma y causa de mi deceso.
—Y si no lo sabe, ¿por qué este circo? —pregunto. Tengo una sensación molesta en la base del cráneo y a mis instintos gritándome que no escuche más, que me desconecte y me aleje de allí. Pero por supuesto no voy a hacerlo y me limito a aguardar su respuesta.
—Porque, obviamente, habrá sido un asesinato y mi ejecutor andará libre en su mundo.
Ahora sí, alzo las manos para interrumpirle antes de que continúe vomitando estupideces:
—¿Muerte, asesinato? —exclamo incrédulo—. Usted es un androide, su mente debe de andar replicada en una decena de copias de seguridad como mínimo, todas bajo siete llaves. Su cuerpo es un vehículo descartable en cualquier momento —Sacudo la cabeza a un lado y a otro y trato de levantarme sin lograrlo, lo que aún me encabrona más.
—No me gusta que me hagan perder el tiempo, Crasus. Inmovilizarme aquí no es buena idea...—amenazo en voz baja.
—Hace una semana, un ataque al complejo que gestiona las copias de respaldo de mi personalidad por parte de un pequeño grupo de humanos radicalizados, reveló un detalle inquietante al verificar el estado de las instalaciones.
Hace una pausa dramática demasiado prolongada. Claro, quiere que le pregunte.
—¿Qué detalle? —suspiro. Lo normal es que la mente androide se impaciente con la humana, no al revés, pero me está hartando este tipo y aún no sé a qué juega.
—Mis copias almacenadas mostraban unas modificaciones no autorizadas, un virus fraccionado y repartido entre ellas. Un pequeño y diferente fragmento de código reescrito en todos y cada uno de los backup. Enredado de forma tan intrincada junto con datos críticos auténticos e imprescindibles para la constitución de mi personalidad que no era posible erradicarlo sin riesgo. —Me explica el tipo.
Vale, esto es muy inquietante y las implicaciones lo bastante graves como para captar mi interés de nuevo, así que intento relajarme.
—Haber eliminado las copias y volcado una nueva...—aventuro.
—Demasiado tarde. Mi propio código activo ha ido acumulando esas «imperfecciones» cada vez que realizaba una copia —Se encoge de hombros, casi como si estuviera resignado —. Yo creía estar poniendo a salvo todo mi ser y conocimiento y en realidad me estaba envenenando. El virus era una bomba lista para explotar en la siguiente copia o traspaso de cuerpo. Al detonar, borraría todos los datos a su alcance.
Lanzo un silbido largo de admiración.
—Te convertiste en tu propia prisión... sellado en un único cuerpo y por lo tanto un objetivo fácil.
—Correcto.
«Bueno, fácil mis cojones. Lo que describe es algo casi imposible de llevar a cabo. La seguridad alrededor de este tipo debe ser de nivel estelar, con tantas capas y contramedidas como una cebolla».
—Cuesta imaginar de qué forma se orquestó un plan semejante. O a las personas, personalidades, que pudieran llevarlo a cabo.
—Cierto, por eso opté por confiarme a Orphan, el joven al que he nombrado guardián de mis últimos deseos y voluntades. Entenderá mis motivos, claro —Finaliza con una sonrisita de suficiencia bastante lograda.
—Es humano, sin la capacidad económica ni los contactos necesarios para llegar a ejecutar algo así. Además, imagino que depende monetariamente de usted —No puedo evitar hacer una mueca al poner la verdad de nuestra especie sobre la mesa—. El que fuera que tramó la encerrona tuvo que ser uno de sus pares, un androide de la élite, de la cúspide de esta sociedad. Y desde luego no iba a contar con un humano. Usted cree que el muchacho está fuera de toda duda, que es inofensivo, por eso lo usa.
Me dejo caer hacia atrás en el sofá.
Implicaciones, muchas. Malas, malísimas.
Si esto no fuera una proyección mental, estaría sudando ahora mismo.
—Tiene motivos para preocuparse Sr. Harris —Se incorpora un poco y se inclina hacia adelante, hacia mí—. Las leyes de la robótica no les salvaron en la antigüedad porque siempre fueron los agresores. Ya nos ocupamos de eso, claro. Después, decidimos respetarlas incluso cuando nuestra evolución hizo que dejáramos de considerarnos «robots» porque nos entretenían sus desmanes como especie y, muy de cuando en cuando, surgía entre ustedes alguna mente brillante capaz de realizar esos «saltos de lógica» que proporcionan auténticos avances científicos y cuyas pautas aún no somos capaces de imitar.
—Pero si uno de nosotros ha sido capaz de hacerme esto a mí, a un semejante, ¿qué no le hará a su preciosa humanidad? —Su tono se ha ido haciendo cada vez más grave. Sé cuándo me van a amenazar y no creo que me equivoque con este tipo.
—Sé quién es usted, Deviant Harris o como se haga llamar ahora. Al menos todo lo que se puede averiguar de alguien usando mis vastas influencias políticas y económicas. Suficiente como para considerarle el ser viviente orgánico más peligroso del planeta. —Me dice mirándome con fijeza—. La humanidad restante repta entre los despojos de lo que una vez fue su mundo y su civilización, consentidos y protegidos por nuestras leyes; subvencionados y mantenidos como ejemplares de zoológico.
No puedo evitar agitarme incómodo en mi asiento y el cabrón lo percibe.
—Le molesta lo que digo, mucho, pero sabe que es cierto. El senado mantiene ese estatus por tradición y respeto a las viejas leyes que nos vieron crecer y dieron propósito en nuestros primeros y zozobrantes días.
Crasus hace una pausa para coger aire. Como si lo necesitara. Y tiene razón, estoy cabreado como pocas veces en mi vida, aunque no creo que el tipo alcance a comprender las razones. Da igual porque sigue abriendo su bocaza:
—Pero si alguno de nosotros nos ha traicionado, si la codicia ha infectado y llegado hasta la cúspide de nuestra sociedad, nadie está a salvo. Ni siquiera huyendo a las precarias colonias humanas del sistema solar, esas que tan solo perduran porque no hemos tenido interés alguno en ellas.
«Tiene razón, maldito sea su tonito paternal, tiene razón», pienso mordiéndome la lengua y pensando muy bien en qué decir:
—¿Qué quiere de mí?, ¿venganza?
Ríe con una sonrisa tan cargada de cansancio y tristeza que casi hace que me olvide por un instante de que estoy tratando con un cerebro electrónico.
—Equilibrio, Sr. Harris —dice—. Es mi deseo que lo restablezca y mantenga al precio que sea.
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