CAPÍTULO 2. ÉRASE UNA VEZ.
Al llegar a casa tengo por costumbre hacer dos cosas: quitarme los zapatos y dar de comer al gato. Estoy seguro de que esperabas que fuera a decir algo en plan machote, no sé, tal vez como:
«Me abro una cerveza (mejor un pack de seis latas), me repantingo en el sofá y pongo la Superbowl».
O quizá imaginabas que desnudaría mi torso musculoso y bronceado y la emprendería a ostias con un saco de boxeo enorme, situado en medio de un piso de techos altos y miles de metros cuadrados, ventanas gigantes rollo almacén y el sol del ocaso iluminándome desde atrás. Y una Harley Davidson de brillantes cromados al fondo, sí, una Harley decorativa es el no va más.
Tope hollywoodiense, ya me entiendes.
Pero no. O sea, sí que es cierto lo del piso-almacén reformado con chorro cientos metros cuadrados y grandes ventanales, y es que soy el anónimo propietario de casi todo el maldito enclave portuario de esta ciudad.
Confieso que lo adquirí hace algún tiempo a precio de saldo a la autoridad portuaria que andaba desesperada por sacarse el marrón de encima.
Y dirás: «¿de qué marrón hablas, Deviant?, si es un lujazo».
Pues te explico, el terreno (una ganga, ya lo he dicho) y parte de la bahía están vetados a los seres vivos (incluyendo a los androides), debido a que los niveles de radiación aquí son bestiales. Los humanos normales suelen morirse y los androides sufren un deterioro irreversible en la mayoría de sus (carísimos de sustituir) componentes blandos.
Consecuencia de las primeras revueltas por la emancipación androide del 2357, cuando la dotación no humana de un submarino nuclear estadounidense clase Wendigo se amotinó y el pobre cocinero de a bordo tuvo que dirigir un improvisado atraque de emergencia. No le culpes por protagonizar el mayor desastre ecológico nuclear desde Chernóbil (después los tuvimos peores), al fin y al cabo los únicos humanos en la nave eran él y su capitán que andaba echando espumarajos por la boca presa de una apoplejía.
En fin, que me instalé aquí de extranjis hará unos años y no me va tan mal, la verdad. Lo malo es que no recibo muchas visitas.
—Oh, vaya. Estás aquí —saludo a mi gatazo Rufus que se restriega entre mis piernas—. Espera a que abra la lata, hombre. No puedes tener tanta hambre con lo que zampaste esta mañana...
Mientras devora algo semejante a un fuagrás mezclado con sesos grasientos y aroma un pelín intenso, cuelgo mi maltrecho abrigo de una percha en el recibidor y me introduzco en el baño a hacer control de daños. El espejo me devuelve la imagen del tipo más cansado y aporreado del mundo. Tengo varios moratones, quemaduras y cortes en el rostro y la mitad de mi cabello ha desaparecido en el incendio, pero no es tan malo como me esperaba.
Me siento en la banqueta y, ahora sí, me deshago de los harapos que andan medio apegados a la piel de mi pecho. Tengo unas feas quemaduras ahí y me parece recordar con vaguedad que la consola del dirigible explotó casi a la vez que los depósitos de gas. El abrigo de falso cuero es casi indestructible, pero por delante no me estaba cubriendo en ese momento.
—Shyrka —llamo en voz alta a mi ama de llaves electrónica.
—A la espera. —Surge su maravillosa y aterciopelada voz desde algún lugar impreciso entre las paredes.
—Preciso mantenimiento, cariño. Sé buena, estoy muy machacado hoy, ¿vale?
—Afirmativo. Observo necesidad de cirugía para corregir daños en la estructura muscular de tu pierna derecha. ¿Autorizas?
Suspiro con resignación. De normal dejaría que el proceso de curación natural siguiera su curso, pero esta investigación ha tomado un cariz tan peligroso que no me atrevo a estar por debajo de mi rendimiento óptimo, así que contesto de forma afirmativa y extiendo los brazos. Una multitud de pequeños y delgados brazos mecánicos articulados me rodean y comienzan a reparar los daños en mi cuerpo.
—Shyrka, reconfigura el perímetro de seguridad a sensibilidad alta. No quiero que entre ni una mosca en el recinto sin que yo lo sepa.
¡¡ALERTA, ALERTA, ALERTA!! Gritan de repente las paredes y todas las luces se tiñen de rojo.
—¡Joder!, ¿intrusos? —grito tratando de levantarme.
—486 moscas localizadas en las inmediaciones de la vivienda, procedo a eliminar los objetivos con las baterías láser camufladas. —Me informa la muy cabrona. Me quedo tan perplejo que tardo en reaccionar.
— ¡Anular última orden!, ¡Anular, anular!
Se hace el silencio por un instante, durante el cual solo escucho un zumbido intermitente surgiendo de los altavoces.
—Orden anulada —confirma al fin después de lo que me ha parecido una eternidad. Vuelvo a sentarme mientras el AutoMed reanuda sus quehaceres y procede a sustituir la piel quemada de mi pecho mientras pienso que aún tengo mucho trabajo que hacer con la programación de esta chica.
Entonces una voz femenina y airada a mis espaldas pregunta:
—¿Me explicas por qué estaban las defensas de proximidad incinerando moscas a cañonazos?
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