CAPÍTULO 1. MALDITA SEA LA GRACIA.
Esto no es un chiste, es un problema. Sabía que iba a ser un dolor de cabeza desde el principio, pero la oportunidad de ganar una buena (escandalosa, en realidad) cantidad de dinero era demasiado tentadora como para pasarla por alto. Me mantengo en forma para mis cuarenta y tantos bien llevados y poseo refuerzos biónicos y mejoras físicas artificiales instaladas, pero incluso yo no puedo esperar salir indemne de un choque a esta velocidad con el pavimento que está esperándome abajo.
Las posibilidades de convertirme en un puré sanguinolento salpicado de lucecitas y algún que otro servomotor aumentan con cada segundo que pasa. Por fortuna, mi asesino ha olvidado tomar en cuenta algunas variables importantes que espero puedan frustrar sus planes.
La primera es que este monstruoso edificio, dedicado a un ego aún más grande e inhumano, está ubicado en el centro de la ciudad. Una megalópolis fortificada en su periferia, donde humanos y no humanos conviven apiñados como ratas. La clase media vive a pie de suelo y en los viejos rascacielos que conforman algo semejante al skyline típico de la Nueva York de principios del siglo XXI, mientras que los pobres y desheredados viven bajo tierra.
«Morlocks», los denominó hace siglos algún periodista listillo entusiasta de la literatura antigua.
La clase media es el objetivo actual de las megacorporaciones y las pequeñas industrias, siempre ansiosas por encontrar un bolsillo que esquilmar. El cielo a esa altura está lleno de aeronaves publicitarias que bombardean las calles con luces de neón y altavoces estridentes. Una flota de dirigibles automatizados en su mayoría, que son los responsables, entre otras cosas, de que la gente común no pueda ver las estrellas desde hace décadas.
—¡Y uno de esos cacharros va a salvarme! —grito al aire, dejándome llevar por la euforia irracional que me domina en estas situaciones. Extiendo los brazos y las piernas para ofrecer mayor resistencia al aire y ganar alguna décima al destino, hasta que diviso un dirigible de tamaño aceptable y me retuerzo tratando de caer sobre él.
En las viejas películas clásicas, esas de finales del siglo XX e inicios del XXI, el protagonista era capaz de aterrizar sobre un globo aerostático y deslizarse hasta la cesta sin sufrir ni un rasguño. Yo me huelo que voy a tener bastantes más problemas. Cruzo los antebrazos por delante de mí rostro y elevo una oración destinada a Crom y a toda su puta descendencia mientras atravieso la estructura rígida de la nave con un estruendo ensordecedor; como una bala de cañón.
Golpeo en la góndola inferior y los dientes me crujen tanto con el impacto que creo que me he tragado alguno. Una de mis piernas se balancea en el vacío porque casi la atravieso, pero no tengo tiempo de celebrar mi buena suerte. Una de las bolsas de gas se ha roto y el hidrógeno (sí, hidrógeno), se prende sobre mi cabeza desatando un infierno. Los obligatorios drones antincendios se desprenden de los laterales de la góndola y se elevan tratando de sofocar el fuego.
Desesperado, me aferro a la consola de mantenimiento, intentando cambiar el rumbo y aproximarme a alguno de los edificios más cercanos donde poder saltar al tejado.
Un vistazo rápido me muestra que hay una multitud de curiosos ahí abajo, ajenos al peligro. No les culpo, desde su posición debe de ser todo un espectáculo. El dirigible reacciona con pereza a mis comandos, enfilando un edificio marcado para derribo un poco más allá. Entonces el resto de las bolsas de gas se inflaman y el mundo se va a la mierda.
Salgo despedido (otra vez) hacia un callejón desierto y carente de comercios con apenas un par de metros de separación entre sus paredes. Hay tal cantidad de basura apilada en su interior que consigue amortiguar mi caída aunque al precio de casi morir de asco. Cosas vivas se arrastran por mi cara mientras excavo un camino de regreso a la superficie de este montículo de mierda y restos de comida podrida, pero al sacar la cabeza fuera, una ráfaga de luz y calor me alertan sobre la inmensa bola ígnea que se precipita sobre mí.
Ahogo una maldición y me zambullo de nuevo esperando que la presencia y la humedad de cientos de bolsas de comida china a medio digerir (ya os explicaré esto) sean suficientes para aminorar la explosión. Lo son. A duras penas.
El callejón se incendia como una pira funeraria y el calor es tan salvaje que hasta los androides más curiosos se ven obligados a retroceder a una distancia prudencial. Los veo a través del fuego y me pregunto que estarán pensando al verme emerger de entre las llamas con el cabello ardiendo y la ropa humeando pero intacto. Lo averiguo casi de inmediato.
«Debe de ser un tipo 7 con componentes militares», oigo que uno de los androides le murmura a su compañero que me observa como si yo fuera la segunda venida de Cristo.
Genial, ahora soy una leyenda urbana. Los androides tipo 7 son una quimera a la altura del yeti o de los unicornios, más o menos. Pero me viene bien la confusión para mantener el anonimato, así que me meto en el papel y al pasar por su lado levanto el dedo índice de mi mano derecha hasta el chamuscado lóbulo de mi oreja y digo en voz alta y átona:
—Misión completada, objetivo neutralizado. Solicito extracción inmediata.
Y en cuanto alcanzo el siguiente callejón me esfumo corriendo como alma que lleva el diablo, pensando en el segundo error que ha cometido mi asesino:
Subestimar mis ganas de vivir.
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