Capítulo 4 - En la piel del enemigo
«Nadie está preparado para esto. Como si esa maldita enfermedad no fuera poco, el Gobierno (o quienes sean que estén operando en su nombre) han desatado una matanza atroz sin precedentes. Lamentablemente, no hay forma de hacerles frente. Somos menos y nuestras armas son rudimentarias. Muchos de mis compañeros han sucumbido ante la enfermedad. Estamos sitiados, la situación es desesperante. Si no morimos infectados, de seguro encontremos nuestro final en las balas impiadosas de los uniformados. La historia parece repetirse en tantos aspectos que, tan solo pensarlo, resulta abrumador. Nunca dejamos de ser hijos del rigor, y hemos tirado tanto de la cuerda que al final se ha cortado. Quizá sea hora de pensar en nuestro epitafio mientras dure esta caída libre».
Diario de Horacio
El murmullo de aquella madre horrorizada ante la escena de una niña que, a punta de revólver, le había salvado la vida a ella y a sus hijos, había dejado de oírse hacía un buen rato. Dakota seguía aferrada al arma mientras se agazapaba en aquel sillón que enfrentaba a la puerta principal. El estado de alerta constante que se había prolongado por más de media hora le empezaba a provocar dolor de cabeza; el pecho retumbaba como un bombo y hacía que todo su cuerpo vibrara a ritmo acelerado.
-Dakota, ¿estás ahí?
El llamado captó la atención de la niña cuya vigilia comenzaba a menguar por el agotamiento. Bajó del sillón con suavidad y con esa misma cadencia avanzó hacia la puerta, sin soltar el arma defensora. No había lugar a dudas de que se trataba de Horacio, es decir, ¿quién más podía llamarla por su nombre en esas circunstancias? El hombre por su parte, sujetaba el picaporte con una mano, y con la otra empuñaba un rifle de asalto que colgaba de una correa que le rodeaba el torso. Mientras esperaba por algún tipo de respuesta de la niña, miraba a su alrededor con desconfianza, ya que había notado los cuerpos fusilados de los soldados en el apartamento cuya entrada quedaba enfrentada a la escalera. En apariencia, se debía tratar de una persona con un enemigo en común. Sin embargo, alguien capaz de derribar a dos soldados sin perecer en el intento podía resultar una amenaza.
No pasó mucho tiempo para que del otro lado de la puerta se sintieran dos toques. Eso era parte de su código: si el que estaba adentro hablaba, sin importar lo que dijera, el otro no debía pasar; dos toques significaban señal de que todo estaba bien; el silencio absoluto hablaba por sí solo. Dakota empezó a tirar hacia atrás el mueble para facilitar el acceso a Horacio.
-Dakota, ¿está todo bien? ¿Escuchaste algo?
La niña permaneció en silencio, pero, con mirada aprensiva, negó con la cabeza. No se animó a contarle lo que en realidad había pasado, puesto que había roto las reglas y, más allá de los resultados, no dejaba de ser un riesgo.
-Bien. Dame el arma y vamos. Hay que salir de acá cuanto antes. Creo que no estamos solos.
Sin pronunciar palabra alguna, ella asintió y volteó para tomar su mochila y alcanzarle la suya al hombre. Este se quedó contemplando el revólver y luego levantó la vista para concentrar su mirada en Dakota. Antes de hablar dio un suspiro profundo.
-Nena, ¿creés qué podés llevarla? -le sugirió en forma de pregunta con los brazos extendidos que ofrecían el arma.
Ella no tuvo la idea de tomarla, pero sus manos lo hicieron de igual manera. Si lo sugería Horacio, probablemente estaba bien, pensó. Él le inspiraba confianza, pasara lo que pasara, él sabría qué hacer.
Las mochilas estaban listas, Horacio caminó hacia el fondo de la habitación para mirar el panorama por entre las cortinas. La ciudad estaba desolada, el exterminio había sido letal y ejecutado con rigor. No obstante, el hecho de que la niña y él permanecieran en pie demostraba cierta inefectividad. El hombre volvió a la puerta del apartamento y asomó la cabeza al pasillo.
-Quedate acá. Ya vuelvo -le indicó a Dakota.
La salida fue breve. Bastaron cinco minutos para que Horacio volviera con lo que había ido a buscar al apartamento de aquella madre y sus hijos. Tenía las manos ocupadas, por lo que tuvo que arremeter contra la puerta para que esta se abriera. Una de ellas sostenía los dos rifles de asalto que, a la vez, tenían una correa que le rodeaba el torso. La otra se liberó al tender en el piso los uniformes de los dos soldados que Dakota misma había tumbado.
-Póntelos por encima de la ropa. Tendremos que dejar las mochilas. -Horacio no había previsto ese inconveniente en el plan de salir vestidos como soldados, por lo que se tomó unos segundos para remediarlo en la medida de lo posible-. Llevá lo más importante, guardátelo en los bolsillos. Después veremos cómo conseguimos lo que precisemos.
El plan tenía varias falencias que podían, sin esfuerzo, hacerlo fallar: el traje le quedaba bastante grande a Dakota. Sería un milagro que otros uniformados no se dieran cuenta de que no era más que una adolescente quien lo llevaba puesto. Por otro lado, ambos estaban acribillados por los disparos y bañados en sangre. No obstante, en ese último detalle, el color oscuro de la indumentaria lo disimulaba bastante. Incluso uno de ellos tenía un daño considerable en la mascarilla producto de un disparo en la cabeza. Sin embargo, la hora de partir no podía posponerse ni un minuto más. Dakota se tomó muy en serio las palabras de Horacio y, a pesar de ser una decisión difícil, optó por conservar solo una pequeña caja de lata en la que guardaba algunos objetos de valor sentimental.
***
La luz del exterior los cegó antes de que sus retinas se pudieran adaptar al contraste propio de salir de un edificio a oscuras. Asimismo, lo que los esperaba allá afuera no tenía nada de gratificante. La calle y todo aquello que la rodeaba habían tomado un color grisáceo, probablemente por el polvo que tanta destrucción había levantado. El humo que brotaba de lugares insospechados, ya sea de vehículos, pila de escombros o el suelo resquebrajado, contribuía a la ingeniería de ese escenario devastador. Quizá lo único reparador de la situación resultaba ser la soledad que, en apariencia, parecía total. De igual manera, nada podía declararse absoluto en esas circunstancias y cualquier conjetura podría ser refutada en lo que dura un pestañeo.
Dakota y Horacio empezaron a caminar por la vereda, a paso lento pero firme. La respiración de ambos se traducía en un sonido mecánico cuando el aire pasaba por el filtro de las mascarillas y era expulsado segundos después. El destino estaba marcado por Horacio desde mucho antes de salir y, de hecho, no deberían recorrer una distancia mayor a medio kilómetro para llegar a este. De todas formas, cualquier inconveniente podía surgir en el trayecto, puesto que eran civiles vestidos de soldados. Podían ser blanco de otros civiles que intentaran tomar represalias, o bien de uniformados que no cayeran en el engaño.
A lo lejos se empezó a divisar una figura robusta que parecía ser un vehículo en movimiento. Sería cuestión de segundos para poder confirmar la sospecha. Las posibilidades de que se tratara de otros civiles eran remotas. Nadie podía circular a discreción por las calles sin ser volado en pedazos tarde o temprano. De ello era testigo la cantidad indiscriminada de automóviles reducidos a abominables estructuras de metal que obstaculizaban la calle por doquier. Horacio comprendió que escapar u ocultarse no eran opciones viables. Las palabras serían la primera opción para solucionar el asunto. Asimismo, las armas estarían cargadas y dispuestas para hacer su irrupción en caso de ser necesario.
Antes de que el vehículo se acercara a ellos, Horacio tomó los recaudos de marcarle a Dakota lo que debía hacer, ya que desde esa distancia se podía ver que se trataba de un vehículo militar.
-Caminá recto, hay que hacerles creer que sos una adulta. Dejá que yo hable. Tené pronta el arma.
Las palabras fueron concisas pero contundentes. Si daban el primer golpe, tendrían más oportunidades de salir victoriosos de ese duelo. La camioneta aminoró la marcha a medida que se acercaba a ellos. Esta la ocupaban dos soldados que vestían la misma indumentaria que el hombre y la niña. Cuando el vehículo frenó por completo, sus ocupantes tuvieron la primera palabra.
-Gente, ¿ustedes qué están haciendo? Nos pidieron que vayamos urgente a la zona norte del conurbano. Un grupo numeroso de civiles se han atrincherado y están bien armados.
La respuesta de Horacio iba a ser la misma sin depender de lo que le formularan antes. Asimismo, este se tomó su tiempo para enunciarse, ya que debía sonar lo más casual posible.
-Estamos rastrillando el área, órdenes estrictas.
Ambos oficiales se miraron con un poco de extrañeza, y Horacio no esperó a que volvieran la mirada sobre la niña y él para agregar otro comentario.
-Nos quedan solo unas calles más. Ni bien terminemos, saldremos para allá.
El silencio se sostuvo otra vez mientras los soldados deliberaban en silencio, como si lo hicieran de manera telepática.
-No se tarden -señaló el que conducía.
El motor de la camioneta se encendió y ambas partes se despidieron con un ademán. Todavía no era momento de bajar la guardia, sino que sería mejor esperar a que el vehículo desapareciera. Sin embargo, este llegó a recorrer pocos metros cuando surgió un imprevisto. Este se resumió a un grito rabioso silenciado segundos después por un disparo. Todo sucedió tan rápido que ni Horacio ni Dakota tuvieron tiempo de voltear antes de que la acción terminara. Cuando lo hicieron solo quedaba el humo que salía del cañón del rifle y la polvareda que la caída de aquel hombre había suscitado. Debía tratarse de un desahuciado, alguien que no tenía nada que perder y que encontró su final en un acto kamikaze, dedujo Horacio. La desinteligencia era evidente, cualquier opción habría sido mejor, al menos si quería llevarse consigo a uno de los soldados. Ante la descarnada escena, el hombre miró a la adolescente y se dirigió a ella.
-Dakota, los valientes mueren con la frente en alto, los astutos sobreviven a como dé lugar. Tenelo presente siempre.
Las palabras de Horacio, como siempre, fueron breves pero muy significativas. La adolescente se limitó a asentir y ambos retomaron la marcha hacia su próximo destino. Durante el trayecto no hubo sobresaltos, el escenario brutal se reproducía ante sus ojos como una repetición constante de lo que ya habían visto. En todo caso, algunos cadáveres aparecían de forma arbitraria en la calle, tras las vitrinas de las tiendas o incluso en la recepción de los edificios residenciales. Al llegar a la última esquina, Horacio señaló el lugar en cuestión: unas escalinatas que se perdían en la densa oscuridad subterránea de la estación de metro. Desde ese momento en adelante y hasta quién sabe cuándo, la oscuridad sería varias cosas: vía de escape, hogar y refugio.
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