Capítulo 13 - Ojo por ojo
«Los parámetros de la vida, la existencia y todo eso que nos rodea han cambiado con la desaparición del Estado de derecho. Bajo esta premisa, la moral ahora concede acciones que antes habrían sido inaceptables. Me siento en la capacidad de afirmar que todos cargamos con al menos un muerto en nuestras espaldas, pues me resulta difícil creer que alguien siga con vida sin haber derramado sangre».
Diario de Dakota
El primer año después del colapso mundial transcurrió con una serenidad sospechosa para los hermanos. Los jóvenes asumieron esa nueva normalidad desde que se trasladaron a la casa de campo de sus abuelos por pedido expreso de sus padres. La espera de estos últimos se prolongó lo suficiente para asumir que nunca llegarían, pues cada día que pasaba reafirmaba esa cruda realidad. Por otro lado, la rutina dictaba que las cosas empeorarían antes de mejorar, y el primer síntoma se manifestaba en la escasez de alimentos. Valeria había previsto el desabastecimiento inminente, por lo que volcó sus conocimientos de veterinaria en la planificación de un sistema ganadero sustentable. Este se complementaba con un invernáculo capaz de proveer alimentos vegetales para varias personas e incluso generar reservas. Por supuesto que eso no bastaría, sino que sería uno de los tantos desafíos que los hermanos deberían enfrentar. Hasta ese momento, los generadores que funcionaban a base de combustible proveían el suministro eléctrico, pero el agotamiento de esa fuente también era previsible e inevitable. En ese sentido, Facundo se había echado a la tarea de conseguir y poner en marcha un sistema de energía renovable a través de paneles solares y baterías que almacenaran la producción. Por lo pronto, el aprovechamiento de la luz diurna contribuía al ahorro de energía eléctrica y el generador solo funcionaba de continuo para los refrigeradores. Los hermanos no estaban solos, sino que Natalia, la novia de Valeria, los había acompañado desde el primer momento. Ella también había perdido el contacto con su familia, aunque sabía que la pandemia y el exterminio posterior fue casi total en la ciudad en la que sus padres vivían.
Los tres eran conscientes del peligro y los riesgos que cada salida al exterior implicaba, por lo que estas se limitaban a los casos de necesidad extrema, además de que los recaudos nunca faltaban a la hora de abandonar el predio. Los más notables se basaban en viajar acompañados y con la portación de armas que anticiparan una emboscada y, por consiguiente, un enfrentamiento. Durante aquella tarde calurosa de diciembre, los hermanos debieron salir a buscar un repuesto de emergencia para el generador. El artefacto podía sucumbir en cualquier momento, lo que implicaría una pérdida importante de alimentos refrigerados. El objeto en cuestión era una correa que podía encontrarse en cualquier automóvil o vehículo de cuatro ruedas. En todo caso, esta necesitaría una adaptación, pero eso no significaba ningún problema. El tendal de coches a la vera de las rutas y los caminos vecinales facilitó la obtención del repuesto. Ese cementerio interminable de hierro y neumáticos era testigo fehaciente y perpetuo del ocaso de la civilización. En cuanto a los hermanos, bastó menos de una hora para que emprendieran el regreso. Hasta ese momento, todo marchaba sobre ruedas y la expectativa por llegar a casa hacía vibrar sus semblantes.
Una vez que el vehículo llegó a la entrada del predio, este debería recorrer unos cien metros de camino polvoriento y serpenteante para llegar a la finca. La vegetación silvestre superaba la altura del vehículo y flanqueaba el camino. Tal vez, lo único que la mantenía al margen del sendero era la circulación diaria de la camioneta, que aplastaba cualquier intento por avanzar. Asimismo, la naturaleza del camino demandaba una marcha lenta y cuidadosa. Una desatención por parte de Valeria podía terminar en un accidente que convenía evitar, sobre todo en esas circunstancias. La irregularidad del terreno y la frondosidad de la vegetación les permitió divisar a una persona en el portón de entrada sin que esta advirtiera la presencia del vehículo. Aunque los hermanos estuvieran a una distancia considerable, Valeria no tardó en dar marcha atrás para esconder la camioneta en la vegetación rural. La mujer apagó el coche y permaneció en silencio durante unos instantes.
—Vale, ¿qué hacemos? —preguntó Facundo.
Antes responder con palabras, la muchacha abrió la guantera y extrajo un revólver, además del cargador respectivo.
—Tomá —le dijo al entregarle el arma—. Fijate, creo que hay unos precintos en el fondo —señaló con intención de que el chico los tomara.
Mientras tanto, ella giró el torso para sacar la escopeta que guardaba bajo el asiento del conductor. Junto a ella reposaba una caja de cartuchos. En cuestión de un minuto, Valeria cargó el arma y depositó algunas municiones en los bolsillos. En consecuencia, abrió la puerta, pero no bajó del vehículo hasta darle indicaciones a su hermano.
—Facu, escuchame bien. Vamos a bordear el camino, uno por cada lado (escondidos en los pastizales, obviamente) —aclaró por si acaso—. Es decir, hay que alejarse del borde para no hacer ruido. Nos encontramos a la altura del portón. Vos le apuntás y yo lo reduzco, ¿entendido?
El muchacho asintió y se dispuso a bajar del coche. Sus manos temblaban a raíz del nerviosismo, pues solo tenía catorce años para ese entonces. Valeria lo miró por encima del techo y le tendió la mano.
—Tranquilo, ¿sí? —expresó con la calma que pretendía transmitirle—. Tratemos de vernos el uno al otro antes de lanzarnos —agregó.
Sin más, los hermanos se internaron en la vegetación y emprendieron la marcha que decantaría en una emboscada al visitante misterioso. Aunque el crujido de la hierba y las ramas delatara cada paso que daban, este se atenuaba por el rumor veraniego que acariciaba el pastizal. Por supuesto que la cautela implicaría mayor tiempo que una caminata normal. Sin embargo, bastaron cinco minutos para que ambos divisaran el tejido que rodeaba el predio. Era muy poco probable que el sujeto en cuestión no escuchara el crujido de los pasos cuando los hermanos estuvieran cerca, por lo que el accionar rápido resultaba imperativo para asegurar la efectividad del plan. Ambos se detuvieron cuando, del otro lado del camino, se vieron entre sí. Valeria contó hasta cinco con los dedos de la mano y le dio la orden de proceder a su hermano.
—¡Quieto! —exclamó el muchacho mientras emergía del pastizal con el arma en alto.
Ni bien el intruso se perfiló para quedar de frente, Valeria apareció a sus espaldas. No pretendía ensayar una escena de película en la que le tocara la espalda con el cañón de la escopeta. Sabía bien que un movimiento en falso podía ser fatal, sobre todo en consideración de que era la primera vez que ejecutaban una maniobra de esa naturaleza. Por consiguiente, la mujer le asestó un culatazo en la nuca sin medir la fuerza. El golpe tumbó al sujeto y ambos hermanos se abalanzaron sobre él para terminar de reducirlo. La resistencia fue casi nula, por lo que maniatarle las manos con el precinto les llevó pocos segundos y un esfuerzo mínimo.
—Sí gritás, te vuelo la cabeza —puntualizó Valeria sin que le temblara la voz—. ¿Estás solo? —le susurró.
El muchacho que vestía de negro en su totalidad aparentaba unos veintipocos años, aunque la mitad de su rostro estuviera cubierto por un pañuelo del mismo color. Este no se enunció al respecto, pero asintió en señal de que no tenía compañía.
—No te creo, pero ya veremos —previó.
Acto seguido, Valeria desató el pañuelo para plegarlo y amordazar al muchacho. En virtud de ello, lo ajustó con la fuerza suficiente para que este solo pudiera respirar. La reducción total se completó con la inmovilización de los pies. En ese caso, los hermanos usaron varios precintos para evitar que el muchacho pudiera escapar, al menos con facilidad.
—No te muevas. Cualquier cosa que intentés, te mato, ¿entendiste? —sentenció la mujer.
Valeria abrió el portón y encabezó la marcha hacia el jardín frontal. Quizá fuera por intuición, instinto de supervivencia, o bien por una claustrofobia espontánea que las circunstancias despertaban, lo cierto fue que la mujer prefirió rodear la casa y llegar al fondo. En esa ocasión no se dividirían, sino que caminarían juntos para cuidarse la espalda. A medida que se acercaban al patio trasero, los sonidos que denotaban movimiento se hicieron evidentes. De igual manera, era posible que estos provinieran de los corrales en los que descansaban los animales. Valeria se asomó para observar el panorama y al instante divisó a una muchacha que se perdía entre los objetos esparcidos en aquel sector. No había dudas de que se trataba de una compañera del muchacho que habían neutralizado en la entrada, ya que vestía de negro y llevaba un pañuelo amarrado al cuello. Por el momento, no había rastros de Natalia, pues lo más probable era que se encontrara reducida en el interior de la casa. Valeria vigiló los movimientos de aquella chica durante unos segundos más en procura de ver si estaba o no armada. La respuesta se reveló ante sus ojos cuando reparó en la presencia de dos fusiles de asalto junto a la puerta de la cocina. Asimismo, eso debía implicar que había un tercer integrante, a no ser que el otro fusil perteneciera al muchacho de la entrada. Los hermanos esperaron un tiempo prudente ante esa incógnita y la aparición de ese tercer integrante les dio la razón. Este salió del interior de la casa al encuentro de su compañera. Una vez que las armas quedaron fuera de su alcance, los hermanos saltaron a escena con un mensaje claro.
—¡Manos arriba y quietitos los dos! Si se mueven, no la cuentan —gritó Valeria mientras caminaba hacia ellos—. De rodillas, vamos. ¡Ya! —exigió sin lugar a réplica.
El traqueteo de la escopeta dejó en claro las intenciones, así como la disposición a jalar el gatillo si era necesario. De todas formas, la mujer no perdió tiempo. Mientras su hermano reducía al muchacho que había emergido de la casa, ella se encargó de buscar a la otra para llevarla junto a su compañero. Ambos intrusos reconocieron la derrota y, conscientes de que no había nada que pudieran hacer al respecto, se pusieron de rodillas. Facundo se encargó de esposarlos con los precintos restantes mientras su hermana los mantenía amenazados a punta de cañón.
—¿Quiénes son? ¿Qué hacen acá? —preguntó esta última con severidad.
Los intrusos se miraron y la chica se pronunció por ambos. Todo indicaba que ella era la encargada del operativo.
—Somos bandoleros, nena —señaló con arrogancia—. ¿Podemos llegar a un acuerdo? No creo que les convenga mantenernos cautivos, porque...
—No estás en condiciones de exigir nada —interrumpió Valeria—, así que cerrá el orto y limitate a contestar lo que te pregunto —sentenció.
La chica no había declarado qué los situaba allí, aunque no era necesario, pues el saqueo era evidente. En ese momento, Valeria recordó que no había visto a Natalia, por lo que miró al interior de la casa y no tardó en rodear a los prisioneros para ingresar a esta. No obstante, se dirigió a su hermano para recordarle que las ordenes eran las mismas que al principio.
—Facu, cualquier cosa que intenten, los matás y listo —puntualizó.
—No creo que quieras... —comentó el otro muchacho apresado, pero desistió de completar la oración en vista de que Valeria lo ignoró.
Sin más, la mujer ingresó a la casa y cruzó la cocina con el apuro que la desesperación incipiente generaba. La sala de estar se resguardaba en la penumbra producida por los escasos rayos de luz que se filtraban por las ventanas tapeadas. Sin embargo, esta fue suficiente para divisar el cuerpo de Natalia tendido en el piso. La angustia en Valeria fue instantánea y, aún sin saber a lo que se enfrentaba, le martilló el pecho para detener sus pasos y dejarla sin aliento. A pesar de la irrupción de su novia, la muchacha permanecía inerte en el piso de baldosas. Por su parte, Valeria retomó la marcha con lentitud y no tardó en advertir el escenario brutal que tenía frente a sus ojos. Lo cierto era que un charco de sangre cubría la parte superior del cuerpo de Natalia y se expandía de forma radial. Valeria cayó de rodillas mientras sus ojos se inundaban de lágrimas. La sangre teñía la ropa de rojo mortal y endurecía el pelo de la mujer que, ante tanta pérdida, no podía seguir con vida. La desazón se convirtió en cólera, ya que aquellos intrusos habían cruzado un límite inadmisible.
En el exterior, Facundo continuaba vigilando a los bandoleros capturados. Según parecía, estos reconocieron la inexperiencia del adolescente y, ni bien su hermana se ausentó, intentaron quebrarlo con palabras.
—¡Qué cagazo que tenés, mijo! —insinuó la muchacha.
—¿Qué apuntás? Si no te da el culo para disparar. Mirá cómo te tiemblan las manos —agregó el otro.
Facundo permanecía inmutado y firme en su posición, aunque las extremidades vibraran a raíz de los nervios y terror. Más allá de que la situación estuviera bajo control, lo único que el adolescente deseaba era que su hermana regresara para relevarlo en esa tarea y, en todo caso, que dictara los pasos a seguir. La bandolera reducida decidió tirar una vez más de la cuerda con el fin de doblegar al joven inexperto.
—¿Sabés qué va a pasar si no volvemos? Van a...
El corte en la garganta interrumpió la amenaza verbal y también la respiración de la muchacha. Los dos estaban de espaldas a la puerta de la cocina, por lo que no advirtieron el regreso de la mujer. Sin previo aviso, Valeria la tomó del pelo para levantarle la cabeza y la degolló con un cuchillo carnicero. En consecuencia, le pateó la espalda para que la caída contra el piso de cemento fuera más rápida y agresiva. El arrebato violento y sombrío de la mujer duró un pestañeo y ni siquiera Facundo, que estaba de frente, se percató de ello hasta que la sangre brotó del cuello de la chica. El bandolero restante se encontraba en la línea de sentencia y su muerte resultó fugaz e impiadosa como la de su compañera. Sin más, el rio de sangre se desató en su cuello y el cuerpo, que en ese mismo instante sucumbía ante la herida mortal, cayó por su peso propio.
—Vamos al frente, ¡ya! —le ordenó Valeria a su hermano mientras volvía sobre sus pasos.
En esa ocasión, la mujer optó otra vez por regresar por el corredor lateral de la casa, pues no estaba preparada para ver nuevamente la escena brutal que el interior resguardaba, mucho menos para que su hermano lo hiciera.
—La mataron, Facu. Estos hijos de puta la mataron como a un perro —señaló de espaladas al muchacho al tiempo que intentaba contener el llanto.
El tercer integrante, el primero con el que se toparon y el último que seguía con vida, se retorcía en el piso en un intento inútil por levantarse y, en efecto, huir. Valeria se le acercó y no tuvo reparos en tomarlo del pelo para obligarlo a ponerse de rodillas. La mirada repleta de ira terminó por intimidar al muchacho que supuso todo lo que había sucedido desde que lo dejaron maniatado en la entrada. Antes de enunciarse, Valeria esperó a que Facundo llegara. Ni bien lo hizo, le arrebató el revólver y jaló el martillo hacia atrás para devolvérselo.
—Matalo —le ordenó—. Dale, dispará —insistió. Facundo intercalaba la mirada entre ella y el muchacho que suplicaba piedad con los ojos—. ¡Dale, Facu! —ultimó.
El chico estiró los brazos, se concentró en apuntar bien y, sin importar el temblor de las manos, apretó el gatillo. Por consiguiente, la bala dio de lleno en el cráneo del bandolero mientras el arma se le escapaba de las manos al joven tirador. La mirada rígida de su hermana demandaba que levantara el arma y el adolescente no tardó en hacerlo. Sin más, Valeria lo rodeó con el brazo y le besó la cabeza.
—Lo siento, Facu, pero las cosas son así —lamentó con un tono más fraternal—. No va a ser la única vez y más vale que esta fuera la primera. Tendremos que acostumbrarnos a esto si queremos sobrevivir —concluyó.
Los intrusos habían llegado hasta allí en un vehículo todoterreno que se encontraba a pocos metros, en el interior del predio.
—¿Te animás a llevar la camioneta al fondo? —preguntó Valeria—. Fijate si tiene puesta la llave. Yo voy a buscar la nuestra —señaló mientras se perfilaba para marchar.
Por ende, Facundo asintió y ambos salieron en direcciones opuestas. En mayor o menor medida, ambos comprendieron que sus vidas cambiarían desde ese momento en más. Después de mucho tiempo, volverían a ser dos, ya que aquel peligro latente del exterior había irrumpido en su hogar y lo había ultrajado de la peor manera. Aunque un paso en falso pudo acabar con sus vidas también, eso no resultaba suficiente para aliviar el dolor, mucho menos para reconfortar sus almas heridas, sobre todo la de Valeria. Las primeras conclusiones indicaban que se trataba de un grupo organizado de forajidos y que los hermanos deberían estar preparados para otro asalto, fuera por un saqueo como el que evitaron, o bien por una represalia a raíz de los tres compañeros ejecutados. La realidad cambiaría para mal, aunque el episodio fatídico solo representaba uno de los tantos que debían suscitarse allá afuera, donde la ley de la selva regía con excepciones contadas, tal como en el Viejo Oeste. Por lo pronto, los hermanos tenían tres cadáveres que desechar y el cuerpo de Natalia al que rendirle una despedida adecuada, dentro de lo que las circunstancias permitían.
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