Capítulo 10 - La ley primera
«Como alguna vez dijo José Hernández en su obra "El gaucho Martín Fierro": "Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera; tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean los devoran los de afuera". En este mundo hay dos tipos de personas: los lobos solitarios, como yo, y los clanes, aunque sean solo dos personas las que lo integren».
Diario de Dakota
La consciencia de Dakota empezó aclarar lentamente. A medida que lo hacía, la joven reparó en dos cosas: se encontraba en el interior de una casa y estaba amarrada a una silla. La sala, a media luz, no le permitió ver con demasiado detalle lo que esta contenía. Por otro lado, una melodía musical emergía desde algún lugar de la habitación.
—¡Vale, despertó! —alertó el muchacho que se acercó al ver que ella se movía.
—¿Quién sos? ¿Dónde estoy? —demandó Dakota, con calma anestésica.
En cierto punto, todavía estaba un poco desorientada por el culatazo que la había desmayado. El muchacho permaneció callado hasta que apareció la otra chica en cuestión. Esta tomó una silla, la dio vuelta y, tal cual el policía malo, se sentó con el pecho apoyado en el respaldo.
—¿Nosotros? Primero decinos quién sos y después vemos —aclaró de buenas a primeras—. ¿Sos una bandolera? —agregó.
Dakota lo pensó por un momento, aunque, a decir verdad, no tenía muchas opciones. Suspiró y se dignó a contestar.
—Dakota. Mi nombre es Dakota Castro. Creo que está claro que no soy uno de ellos —concluyó con cierta ironía.
—No sé. Viste que hoy por hoy no se puede dar nada por sentado, ¿no? Decime, ¿qué hacías con esos cuerpos? —La muchacha era punzante, pues no estaba dispuesta a dejar nada al azar, mucho menos liberar a Dakota de las ataduras que la apresaban.
—¿Nunca les enseñaron que no se puede dejar la basura en la calle?
La chica miró al muchacho que tenía a su lado y no pudo evitar que se le escapara una sonrisa.
—En eso estamos de acuerdo —repuso—, aunque no quita que la estuvieras tirando en propiedad privada.
—¿Propiedad privada? ¿Acaso sigue existiendo? —inquirió Dakota—. Bien, en ese caso, pido disculpas por mi error. ¿Pueden dejarme ir? No es mi intención...
—Facu, desatala —le indicó la interrogadora al muchacho con un movimiento de cabeza.
Lo primero que hizo al ser liberada fue darle un apretón de mano a la mujer joven que la había capturado.
—Mi nombre es Valeria y él es mi hermano Facundo —explicó esta.
Dakota saludó al muchacho e inspeccionó la sala con un poco más de detalle. El lugar estaba iluminado por una antigua lámpara a querosén y, por lo visto, no se trataba de un lugar transitorio e improvisado: más allá del desgaste de los años, el mobiliario, las paredes y el piso estaban limpios; había bibliotecas abarrotadas de libros, discos compactos y casetes. Asimismo, la casa tenía el olor propio y, a la vez, tan particular de un hogar, cosa que Dakota había olvidado tras tantos años de vida nómada.
—Tenemos un enemigo en común. Eso me basta para confiar en vos. No me hagas arrepentir —puntualizó Valeria.
Dakota agradeció el detalle y, en cierta forma, comprendió el accionar de los hermanos. Ella sabía muy bien lo difícil que era confiar en un desconocido, ya que la vida se puede ir en ello. Más allá del temor y el desconcierto inicial, estaba claro que ella habría hecho lo mismo en su lugar. A pesar de haber perdido la consciencia de forma involuntaria, el desmayo le permitió recuperar energías, aunque el dolor de cabeza a raíz de la contusión todavía persistía.
—Bueno, gente. Aprecio su peculiar hospitalidad, pero será mejor que me vaya. Si me devuelven mis pertenencias, podrán olvidarse de mí —señaló Dakota.
Valeria consultó la hora en el reloj de pared, miró hacia la cocina desde donde emergía un rumor constante acompañado de una bruma vaporosa.
—Quedate esta noche, la cena ya casi está —sugirió—. Insisto —aclaró antes de que la invitada se negara—. Apuesto que hace mucho que no comés una buena comida de olla.
El comentario, lejos de ser ofensivo, era una simple deducción a sabiendas de lo dura que era la vida allí afuera, sin ganado ni cultivos de los que alimentarse. En efecto, la muchacha tenía razón, ya que la dieta de Dakota se limitaba a alimentos enlatados, frutos silvestres y, en contadas ocasiones, animales salvajes.
—No sabés cómo le quedan los estofados a la Vale —afirmó el hermano de la muchacha.
Dakota lo meditó de manera fugaz, ya que no quería que los hermanos pensaran que ella desconfiaba. El razonamiento fue simple: si ellos hubieran querido algo de ella o, lo que es peor, eliminarla, lo habrían hecho sin necesidad de desatarla e interactuar con ella.
—Bien, acepto. Supongo que me vendría bien un plato de comida decente, y mi espalda estará agradecida por dormir en un colchón, para variar —concluyó sonriente.
Valeria asintió y se perfiló hacia la cocina. Antes de perderse tras las cortinas, se dirigió a su hermano.
—Facu, poné la mesa. En el aparador está el juego de vajilla que le regalaron a mamá y papá por el casamiento. —Estaba a punto de voltear cuando recordó algo más—. ¿Le diste de comer... a los animales? —agregó.
El muchacho se alertó, por lo que sus ojos se abrieron de par en par. Sin embargo, contestó al instante con un movimiento de cabeza. Dakota no realizó ningún tipo de objeción. Debía estar agradecida por la hospitalidad y sería mejor no meter las narices en asuntos que no eran de su incumbencia.
—Sentite como en tu hogar, nena. Hoy vas a probar la especialidad de la casa —reafirmó Valeria con total convicción.
En respuesta a ello, Dakota se dejó caer en uno de los sillones del juego que dominaba la sala de estar. De algún lado emergía una melodía musical que todo el tiempo había estado presente, pero que la tensión del momento no le había permitido apreciar. Se trataba de un viejo que reproductor de casetes y discos compactos popularmente llamados «huevitos», por su forma. La versatilidad del artefacto característico de los noventa permitía alimentarse tanto de energía eléctrica como de baterías.
Hacía tan solo un par de horas, Dakota circulaba sin rumbo definido con tres cadáveres que enterrar, y en ese momento estaba a punto de cenar un plato de primera con otros dos muchachos en el cálido resguardo del hogar. Quizá en ese momento comprendió lo efímera que es la vida y las circunstancias que la rodean. Las malas había que sobrellevarlas y las buenas disfrutarlas, así sin más.
***
El frío de la noche se asemejaba más al del invierno que al de la primavera que transcurría en la recta final de aquel octubre. Este era aún más evidente a la intemperie de la ruta inhóspita donde descansaban los restos carbonizados de la carrocería de la vieja Ford Bronco. A metros de esta última reposaba la motocicleta de los bandoleros caídos en aquella emboscada en la que terminaron siendo cazadores cazados. Las luces de algunas linternas advirtieron la presencia de tres personas en el lugar. El sonido de un walkie-talkie precedió a la persona que, a través de este, se reportó.
—Aquí la patrulla Zorros Negros. Encontramos la moto del grupo C de Buitres. Cambio.
La respuesta del otro lado de la línea fue instantánea.
—Aquí base central. ¿Algo más? ¿Algún indicio de los muchachos? Cambio.
El muchacho estuvo a punto de responder cuando los otros dos le llamaron la atención. Este se acercó al vehículo reducido a fierros que todavía permanecían tibios, o al menos la temperatura no coincidía con la del ambiente gélido. Sin embargo, eso no era lo único: había manchas en el asfalto que, según parecía, intentaron borrar con gasolina y fuego.
—La camioneta no está. Encontramos una incendiada, pero no es nuestra. Cambio.
Las cosas no lucían para nada bien. Por un lado, el vehículo de sus compañeros había desaparecido. Si bien eso podía dar a entender que aún podían estar a salvo, no habían cumplido ningún postulado del protocolo: no se habían reportado desde que salieron de la base central, dejaron uno de los vehículos de la organización e incendiaron el botín potencial. Si todo hubiera salido bien, habrían vuelto los tres, cada uno en un vehículo distinto. Los coches que por lo general emboscaban, además de contener objetos valiosos en su interior, podían ser sumados a la flota de la organización o, en todo caso, ser una gran fuente de repuestos. Asimismo, la gran incógnita estaba en las salpicaduras que se distribuían en el asfalto de forma indiscriminada. Los tres bandoleros, sobre todo el líder, no quisieron tomar una postura fatalista, pero era muy probable que fueran manchas de sangre, quizá, de sus compañeros.
La voz de la interlocutora se volvió a enunciar. La noche no eximía a nadie de los peligros que durante su transcurso pudieran acechar, por lo que las órdenes fueron contundentes.
—Entendido. Vuelvan a la base. Mañana intentaremos rastrear el vehículo. Cambio.
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