Capítulo 1 - No me sigas

«"¿Hacia dónde vamos?", así empezaba un libro de autoayuda o bien, de filosofía barata que encontré en el fondo de un exhibidor en una gasolinera a la vera de la ruta. La verdad es que no he tenido tiempo para plantearme esa pregunta, digamos que llegar viva al final del día para hacer lo mismo al siguiente me mantiene bastante ocupada. De dónde vengo tampoco es una cuestión a la que le dé mucha importancia. ¿Qué más da? Lo único relevante hoy por hoy es el mismísimo presente, así como el "carpe diem" que pregonaban los "hípsters", salvando la distancia claro está. No sé qué día sería hoy, hace mucho tiempo dejé de seguir el calendario gregoriano. Para ser honesta, después de "los días", la vida no es otra cosa que un "long play" que, por ahora, sigue corriendo».

Diario de Dakota


El bidón se llenó sin que la muchacha reparara en ello hasta que el combustible empezó a desbordarse. Con eso sería suficiente, se dijo a sí misma mientras enroscaba la tapa y se preparaba para cargarlo en la camioneta todo terreno. Esta disponía de un generoso espacio de almacenamiento en la parte trasera, donde ya había colocado otros cuatro recipientes que oscilaban entre los diez y veinte litros. Antes de cerrar la puerta de carga colocó un cobertor de tela sobre el botín para protegerlo del sol. No quería que el vehículo volara por los aires con ella en su interior y aunque esa medida de seguridad no era la más apropiada, hasta ese momento le había dado resultado. Si bien tenía combustible para llegar a la ciudad más cercana, había decidido probar suerte en esa estación de servicio rutera y, para su sorpresa, los surtidores aún tenían algo que dispensar. Lo primordial estaba resuelto, por lo cual decidió entrar al minimercado para curiosear y, con suerte, llevarse algo. El local no era nada que ella no hubiera visto antes: la suciedad y deterioro propio del abandono empercudan hasta el último rincón; eran pocos los objetos que permanecían en su lugar, la mayoría estaban volteados en el piso y repartidos por toda la tienda, tal como si un huracán la hubiera azotado. En ningún momento apartó la vista de la camioneta, si bien no había nadie en kilómetros a la redonda, más valía prevenir que curar. No pasó más de un par de minutos para que saliera con las manos casi vacías. Se había llevado un libro cuyo valor literario apenas superaba al de una revista y un par de casetes que encontró en una caja de ofertas. Eso último le había llamado la atención, aunque resultaba fortuito ya que la radio del vehículo contaba con casetera y, a decir verdad, ya estaba bastante aburrida de los dos o tres que reproducía una y otra vez mientras conducía.

Antes de subir la camioneta, se quitó el revólver enfundado de la cintura y lo tiró al asiento del acompañante. «Bruce Springteen. A ver qué tal», sugirió mientras colocaba el casete en la radio. Encendió la camioneta y la música empezó a sonar en la cabina. Por último, se acomodó los lentes de sol y tomó el volante con ambas manos, estaba lista para continuar. Para ser el lugar en el que más tiempo pasaba, el vehículo estaba bastante descuidado: el piso apenas podía verse debido a la acumulación de papeles, botellas de plástico y envolturas; los asientos traseros servían de cama improvisada junto a un par de mantas y una almohada; detrás del asiento del conductor se apilaban un par de cajas que contenían elementos de higiene; del otro lado, el espacio estaba reservado para los alimentos. Por último, una fina capa de polvo cubría el vehículo tanto por dentro como por fuera.

La ruta vibraba con el calor del sol. El mismo se acentuaba por la aridez de la zona que se reducía a pasturas bajas y secas a ambos lados de la ruta. El próximo centro urbano estaba a unos cien kilómetros. Según sus cálculos, bastaría con poco más de una hora de viaje siempre y cuando no hubiera percances de por medio. En el horizonte, varias siluetas difusas se volvían en una para avanzar a paso uniforme. De seguro era una jauría, pensó la joven sin darle mayor importancia. Preocupante sería que la tomaran por sorpresa. El tambor del revolver no llevaba balas suficientes para una jauría.

El área por la que circulaba era llana y la ruta que por kilómetros seguía una línea recta se perdía en el horizonte frontal. A varios kilómetros de distancia se divisaba una figura difícil de precisar. Sin importar la lejanía, la muchacha empezó a reducir la velocidad en un intento de descifrar que tenía por delante antes de que su presencia se hiciera evidente. A una distancia considerablemente menor y en contraste con el gris del asfalto, un vehículo rojizo tomaba forma ante sus ojos. Había grandes probabilidades de que estuviera abandonado, como los miles que se había cruzado en los últimos años. Cuando los coches se estropeaban y no tenían una solución inmediata, era mejor abandonarlos. Claro que, si eso ocurría en el medio de la nada, la situación podía tornarse un poco más compleja. No obstante, cuando la distancia se redujo a menos de quinientos metros, la persona que esperaba sentada en el capó se hizo visible al ponerse de pie y agitar los brazos. «Mierda. Me vio», concluyó al prever el contratiempo al que se aproximaba.

No escatimaría en recaudos, de eso estaba segura. La camioneta se detuvo por completo bastante lejos del otro vehículo. El simple hecho de haber parado significaba demasiada cortesía, en vista de las circunstancias. Antes de bajar, tomó el arma del asiento del acompañante y la volvió a calzar en la pretina del pantalón. En ningún momento perdió los estribos, sus pasos hacia el frente del vehículo eran lentos y firmes. Desde el primer momento, mantuvo la mano derecha a la altura de la cintura, mostrando el revolver que no dudaría en usar si la situación lo ameritaba. No hubo saludo de por medio, la joven solo se limitó a escuchar lo que el muchacho del otro coche necesitaba para evaluar si podía asistirlo. Este tardó en comprender su silencio, aunque respetó la distancia que el arma marcaba.

—¡Hola! Me quedé sin combustible. ¿Podrías...?

—¡No te muevas! Ni se te ocurra acercarte —las ordenes fueron concretas. No quería ningún intercambio de palabras más que el necesario.

No le quitó los ojos de encima, ni siquiera mientras bajaba uno de los bidones de la parte trasera de la camioneta. Prefería pecar de desconfiada que de ingenua. En apariencia, no sería la única beneficiaria de aquella parada en la estación de servicio. Aun así, el muchacho debía considerarse afortunado, quizá ese bidón era la única parte de la reserva a la que la muchacha estaba dispuesta a renunciar. Con el recipiente en una mano y la empuñadura del arma en la otra, esta volvió al frente.

—Lo voy a dejar acá. No te muevas hasta que me vaya.

Cuando terminó de enunciar las instrucciones, el bidón ya estaba apoyado en el asfalto.

—¡Gracias! ¿Cómo te llamás?

De alguna forma, el silencio contestó la pregunta del muchacho que contemplaba como su benefactora volvía al vehículo. El rugir del motor y la radio se encendieron en simultaneo para reanudar lo que había estado pausado por unos minutos. La camioneta levantó una nebulosa de polvo al arrancar. Esta se salió del camino para rodear al otro vehículo y así dejarlo atrás.

—¡No me sigas! —advirtió la joven conductora antes de perder de vista al muchacho.


***


La ciudad a la que se dirigía se anunciaba mediante los edificios más altos que se concentraban en el centro de la misma. A medida que se acercaba a los accesos, los coches abandonados tanto a los costados como al medio de la ruta se disponían como una pista de obstáculos a los que era mejor respetar. Los cadáveres que iba dejando atrás se reducían en su mayoría a costales de piel y hueso. Resultaba difícil precisar el final trágico de cada uno de ellos: de seguro había muchos que murieron durante la pandemia, fuera por la misma enfermedad o por la violencia generada por el caos; también debía haber aquellos que sucumbieron en la supervivencia posterior y terminaron siendo el banquete de alguna jauría u otros animales carroñeros.

El sol no tardaría mucho en ocultarse por detrás de los rascacielos. La penumbra que caería en la ciudad cuando eso sucediera daría comienzo al preludio de la noche y todo lo que en ella pudiera suceder. El objetivo era simple: encontrar un supermercado, suplirse de alimentos y algún elemento de higiene y marcharse. No podía permitirse más contratiempos. Las luces de los focos de la camioneta empezaban a reflejarse sobre el asfalto, lo cual resultaba inoportuno. Las leyes de tránsito, como todas las demás, ya no corrían. Fue por eso que bajó las luces y el volumen de la radio, esa sería la única forma de reducir la visibilidad de cualquiera que estuviera allí afuera. Si bien estaba armada y en movimiento, de nada serviría si era tomada por sorpresa.

La camioneta circulaba por la avenida principal. Lo lógico era que en algún punto de esta hubiera un supermercado. Unas cuadras antes del lugar donde los primeros rascacielos se erguían, había una plaza de estacionamiento que presumía lo que la joven buscaba. Ella tenía una suerte de protocolo para ingresar al lugar: en primera instancia debía sondear el terreno. Para esto se volcó sobre el cantero del otro extremo de la calle, redujo la velocidad y observó a través de los binoculares que siempre llevaba encima. El lugar estaba paralizado de manera literal y figurada. Era una postal atemporal de algo que nadie jamás imaginó. Antes de voltear hacia el estacionamiento, miró una última vez a su alrededor. «Despejado», concluyó mientras giraba el volante. La segunda regla consistía en estacionar lo más cerca posible de la puerta de ingreso. Eso resultaba conveniente para vigilar el vehículo, así como para una eventual huida. El trabajo no siempre resultaba tan fácil como «ir y tomar lo que quería».

El estacionamiento era pequeño y a eso había que sumarle los carritos que se repartían por toda la plaza. Estos parecían estar pegados al piso, petrificados. El resplandor del ocaso aún era suficiente para prescindir de una linterna. Al ingresar al lugar, la joven miró a sus costados y en uno de ellos encontró una canasta de mano. Estas eran más livianas y agiles que los carritos y, aun así, mantenían su funcionalidad. El local era un desastre: gran parte de la mercadería estaba desperdigada por los pasillos; de todas formas, bastaba con inspeccionar el fondo de las góndolas, donde las manos del caos no habían llegado en su totalidad. Necesitaba papel higiénico, jabón de tocador y toallitas femeninas en lo que se refería a la sección higiene. Restaban los alimentos y esa sería su última parada antes de partir.

El crujir de las piedras alertó a la muchacha, lo que la llevó cubrirse en la góndola. Se asomó por un costado para ver de quien se trataba. El vehículo le parecía conocido. «¿Me estás jodiendo?», maldijo al ver que de este bajaba aquel muchacho al que había asistido en la ruta. Sería mejor que terminara el abastecimiento lo antes posible. Si este quería problema, había una bala reservada para él. El muchacho la vio a la distancia y, ante la indiferencia de ella, se limitó a recoger lo que buscaba. Para cuando ambos estaban en la misma góndola, a pocos metros de distancia, fue ella la que dio por terminada su despensa. Ni siquiera consideró evitarlo, sino que, al momento de pasar por su lado, empuñó el revolver sin sacarlo de la funda. El muchacho quedó petrificado mientras ella caminaba a su espalda, pues sabía bien que tanto podía acercarse al fuego sin quemarse. Entretanto, la noche iba ganando terreno y prometía sus mejores vestiduras desde que ya no había contaminación lumínica que la opacara.

El muchacho habría tardado unos cinco minutos más en salir del local. La sorpresa no estuvo exenta de confusión cuando vio a la muchacha que esperaba apoyada en el frente de la camioneta. Los vehículos estaban estacionados uno al lado del otro. Este se aproximó al suyo con la esperanza de que la muchacha le dirigiera al menos unas palabras. De hecho, así fue, de seguro no de la forma que este esperaba. Ella se despojó de su posición y desenfundó el revólver.

—No-me-si-gas —a cada sílaba la separaba un disparo dirigido a cada rueda del coche del joven.

La advertencia había pasado a la acción y, al final de esta, el coche había quedado inutilizable. Ante la mirada desconcertada del muchacho, la joven se subió a la camioneta y encendió el motor.

—Por cierto. Me llamo Dakota —con esas palabras, breves pero contundentes, empezó a circular en reversa tras haberse asegurado de que no la volvería a seguir.

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