Epílogo

Tal como se lo había jurado a Calia, Di Maggio salió hacia el círculo polar el día que siguió a su muerte.

Como solía suceder con lo que ella hacía, él no comprendía por qué le pidió que fuera a Groenlandia, pero estaba seguro de que lo entendería después. Estaba tan agotado por el dolor de su pérdida y tras los duros meses que pasó junto a ella en su agonía, que en cuanto se ubicó en el asiento del avión privado, se quedó profundamente dormido. El sueño le concedió un poco de paz a su martirio.

La noche anterior había sido muy difícil también. Giorgio se había desahogado con Andrea y con Mary, pero no se había podido librar de las largas horas de los inútiles intentos de consolarlo y consolarse por parte de todas aquellas personas que estuvieron cerca al momento de la partida de Calia y que fueron parte de su vida. Estaba harto de los abrazos y las torpes conversaciones emotivas a los que no estaba acostumbrado.

De inmediato, en cuanto el monitor cardiaco había marcado una línea plana, los especialistas del proyecto intervinieron para realizar la criogenización justo antes de la muerte cerebral, tal como Di Maggio y Elec lo programaron sin haberle informado a nadie más. Había fallecido, no había marcha atrás, pero el heredero decidió conservar su cuerpo.

Siete horas después de haber abordado la aeronave privada, el asistente de vuelo despertó a Di Maggio antes del aterrizaje en el aeropuerto de Nuuk. Soñaba con ella. En sus sueños estaría presente por siempre.

Le tomó al hombre un par de horas conseguir equipo adecuado para aquel clima y el siguiente transporte hacia el remoto poblado que ni siquiera podía pronunciar.

Cuando estuvo en el pueblo indicado, sintió una gran nostalgia al encontrarse en el sitio en el que ella vivió algunos años. No lograba comprender que no la vería nunca más, que no volvería a tocarla. Escuchaba su voz en su mente diciéndole que todo estaría bien, que el dolor es pasajero. Giorgio llevaba colgada del cuello la cadena con la cruz y el negro anillo de Calia, y no pensaba volver a quitárselos jamás.

Fue hacia la caseta ubicada en el centro del poblado siguiendo las indicaciones que ella le había dado. A pesar de usar guantes, casi se le congelaron los dedos al tratar de entrar. En cuanto el dependiente lo vio, hizo una cara que le hizo pensar que sabía quién era y por qué estaba ahí.

-Usted es... -preguntó el barbado cantinero en inglés.

-Giorgio Di Maggio -afirmó. Se estrecharon la mano y el dependiente se presentó, haciendo una mueca de tristeza.

-Creí reconocerlo, vi su foto en una revista una vez. Contacto me dijo que vendría cuando... Lo lamento tanto. Acompáñeme, por favor, tengo que entregarle lo que me dio para usted.

El lugareño dejó encargado el negocio con alguien, se puso el equipo de supervivencia y salió seguido del afligido Giorgio. Se dirigieron a una casita de techo de dos aguas ubicada como a seiscientos metros. En el interior se encontraron con una mujer, tres niños de distintas edades junto a ella y otro de brazos al que cargaba. La señora hablaba con el cantinero en un idioma desconocido para Di Maggio, aunque parecía estarse quejando. El dependiente del local respondió algo. Ella se acercó al heredero y depositó al bebé en sus brazos.

-Tiene nueve meses -dijo el hombre.

Di Maggio no comprendía lo que estaba sucediendo. Desconcertado, bajó la vista con el ceño fruncido hacia el infante al que sostenía y se quedó más frío que cuando se bajó del avión. Notó el parecido con el suyo en el pequeño rostro. La criatura abrió los ojos y comenzó a llorar. Eran idénticos a los de Calia. El heredero no había estado más sorprendido en toda su vida, creyó que se iba a caer de espaldas.

-C pensaba que hubiera sido peligroso que alguien más se enterara de esto, así que me dijo que si usted venía se la entregara. Mi compañera piensa que podríamos criarla nosotros, pero debe estar con su padre -afirmó el residente.

Giorgio levantó lentamente la azorada vista hacia la pareja.

-Menos mal que usted es rico. Ella tiene el apetito y la energía de tres niños juntos -replicó el cantinero sonriendo.

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