Capítulo 22. Desgaste
Dos meses después de que Gabriel llevara a Calia a la OINDAH
Conforme pasaban las semanas, Calia iba empeorando. Sabían que no mejoraría, las fallas en su sistema variaban. Tenía unos días mejores que otros, pero sus condiciones generales decaían paulatinamente.
Calia entreabrió los ojos. La mañana era tibia, la luz entraba por la ventana. Alguien avanzó desde la puerta y se sentó en una silla ubicada junto a la cama que la paciente no recordaba haber visto antes.
La bella mujer de dorado cabello cruzó la pierna con elegancia. Sacó un cigarrillo de su bolso, lo encendió y dio una bocanada, lanzando blanco humo. Calia hubiera podido jurar que percibió el tabaco y el fino perfume de la rubia.
—Parece que son malas noticias, ¿verdad? —preguntó la paciente.
—Depende cómo lo veas —respondió la visitante.
La mujer en el lecho sonrió un poco.
—No está tan mal —continuó la hermosa presencia, vestida con el blanco uniforme, recargando el codo en una mesa que antes no estaba ahí-. Solo no te aferres, todo tiene que seguir su curso -comentó la rubia.
—No puedo dejarlos otra vez —musitó Calia. consternada. Sus ojos se cubrieron de angustia.
—Van a estar bien- dijo Helena sonriendo—. Ya casi es hora.
Calia abrió los ojos. Aún estaba oscuro. Un muy agotado Di Maggio estaba recargado sobre la orilla de la cama, roncando con suavidad. Ni siquiera se había quitado el abrigo. Ella acarició suavemente el negro cabello del pálido hombre y sonrió. Se sentía un poco mejor. Bajó de la cama por el lado opuesto y salió del cuarto.
La brisa fresca arrastraba el salado aroma del océano sobre el techo del edificio. Calia se había olvidado que solo vestía ropa de hospital. Se recargó sobre la barda del límite, contemplando el horizonte marino hacia el poniente. Detrás de ella, el cielo comenzó a teñirse del amanecer. Minutos más tarde, escuchó al agitado heredero salir del edificio y hacer una apagada exhalación, tras buscarla como demente al notar su ausencia.
No volteó a verlo. Lo oyó caminar hacia ahí tras dejar que se regularizara su respiración. Giorgio se quitó el enorme abrigo y se lo puso sobre los hombros. Calia sostuvo la prenda de las solapas, aún con la mirada en la lejanía. Él se recargó junto a ella cuidando de no ver hacia abajo.
Al voltear hacia el hombre notó la angustia detrás de su cansancio. Puso la mano sobre la de él y Di Maggio la otra sobre la de ella, encima del medio muro. Su sonrisa pareció herirlo en vez de confortarlo.
—Tengo que pedirte algo muy importante. He estado esperando el momento correcto para hacerlo a solas, cuando ambos estuviéramos listos, pero temo que no vuelva a haber otro como este.
—Lo que sea —replicó él.
—Necesito que cuando me muera vayas a Groenlandia.
Él frunció el ceño, desconcertado.
—Es muy importante. Prométeme que lo harás —clamó ella.
—Cuando estés mejor podremos ir juntos.
—No voy a mejorar. Por eso te lo estoy pidiendo. Considéralo como mi último deseo.
Él volteó hacia ella, sufriente.
—Es lo único que te pido. En cuanto yo no esté, debes ir. El mismo día, si fuera posible.
—No entiendo... —clamó él.
—No importa. Prométemelo —le dijo Calia.
—Te lo juro —musitó Di Maggio.
—Todo estará bien -susurró ella, muy cansada.
En la profundidad de la azul mirada de Di Maggio pudo ver la desesperación y el temor. Lo abrazó.
—El dolor es como una sombra, ¿recuerdas cuando me lo dijiste? Todo podrá verse mal y sentirse mal, pero pasará. Confía en mí —susurró, con los brazos del hombre aferrándose a ella.
Durante los meses siguientes alternaban la estancia entre la mansión y la OINDAH, ya que cuando se agravaba la condición de Calia tenían que volver a la institución por atención médica especializada. Después de seis meses de su regreso, la organización se convirtió en su hogar permanente.
El último que tendría.
Seis meses después de que Gabriel llevara a Calia a la OINDAH
Andrea observó el interior de la habitación en la que estaba su amiga a través de la ventana que la comunicaba con el pasillo. A la bioquímica le costaba cada vez más trabajo ver a Calia en esas condiciones, se tenía que obligar un poco a ir, pero tampoco estaría tranquila si no lo hacía. Giorgio no notó que estaba ahí. No estaba sola. Él vestía ahora de una manera distinta a su costumbre, con sus pantalones de casimir, pero con zapatos cómodos y la fina camisa siempre arremangada.
En ese momento, levantaba en brazos a Calia como si no pesara nada. Se detuvo cuando notó a través de la ventana a las visitas en el pasillo. Una de ellas era Laura Esther que se veía muy asombrada, se llevó la mano a la boca. El alto hombre giró y llevó a la mujer al baño. Minutos después, volvió con ella, la acomodó con cuidado en el lecho y la arropó. Se acomodó las mangas y salió a encontrarse con las mujeres. Andrea lo saludó con un beso en la mejilla.
—Me quedaré con ella —afirmó y entró dejando a Giorgio y a Laura en el pasillo.
Tras un tenso silencio, su ex mujer suspiró.
—Tal vez debería entrar a verla, se preguntará por qué no pasé a saludarla.
—No creo que sepa que estás aquí. No ve como antes.
Laura Esther bajó la vista, apenada.
—También está perdiendo el olfato y no creo que pueda oírnos —afirmó él con una calma terrible.
—Giorgio, necesito hablar contigo. Por favor. Acéptame un café.
Él exhaló con incomodidad.
—No sé qué pretendes, Laura.
—Es lo que trato de explicarte. ¿Me dejarás hacerlo?
Él asintió y fueron hacia la salida.
Se sentaron en una de las cafeterías de la OINDAH. Las ojeras y la palidez extrema de Di Maggio le conferían un aspecto muy lúgubre. Estaba delgado, apenas comía. Laura Esther lo miraba de forma amable, mientras bebían café en vasos de cartón.
—Apenas puedo imaginar por lo que estás pasando, Giorgio.
—Debes pensar que lo tengo muy merecido —rugió él.
—No. Me costó mucho aceptar que nuestro matrimonio estaba destinado a fracasar, pero al fin pasé la página. Siempre has querido a Calia, pero incluso si ella no hubiera vuelto, siento que todo habría terminado entre nosotros tarde o temprano —afirmó la mujer mezclando el café con una pajilla de plástico—. Estaba muy enojada cuando nos separamos, pero ahora creo que fue lo correcto.
Giorgio permanecía en silencio.
—No puedo evitar sentir que parte de esto es mi responsabilidad —dijo Laura, tratando de mantener la compostura.
Di Maggio negó.
—Lamento mucho lo que pasó —musitó Laura. Él, sentado junto a ella, le puso la mano sobre el brazo.
—Esto no es tu culpa. Lo que pasa hubiera sucedido tarde o temprano de todas formas —dijo Giorgio con su profunda voz.
—¿Recuerdas cuando fui a verte y me pediste perdón por el accidente? Ahora yo necesito que me perdones. Dejé de hablarle a mi hermano después de lo que hizo, nunca podré volver a confiar en él —comentó ella muy emotiva.
—Te hice mucho daño. Todo lo que pasó fue por consecuencia de mis acciones. No tengo nada que perdonarte —afirmó él.
—¿Crees que pueda verla?
—Claro. No creo que quiera que le pidas perdón.
—Lo sé. Quiero decirle que siempre le agradeceré lo que hizo por mí —explicó Laura.
Dos semanas después
Di Maggio avanzaba deprisa por la organización, hecho una furia.
Esa mañana había ocurrido algo fuera de lo habitual. Calia se levantó y desayunaron en una de las cafeterías del complejo. Giorgio la vio tan bien que se sintió confiado para ir a atender algunos asuntos a la ciudad, pero tuvo que volver de emergencia horas más tarde tras la llamada de Gabriel que lo esperaba en el pasillo. Ni la gente del CDA se hubiera atrevido a detenerlo.
—¿Qué pasó? —rugió Giorgio, levantando la voz.
—Te lo explicaré, acompáñame, por favor —dijo el amable Lector.
—¡Tengo que verla!
—En un momento.
El Lector lo condujo hacia una oficina y lo hizo que se sentara. Di Maggio parecía estar al borde del colapso.
—Calia está estable ahora. Tuvo un paro cardiaco —afirmó el Alfa.
Giorgio se sintió lívido. Por fortuna, Elec lo había hecho sentarse antes de darle la noticia.
—Le practicaron reanimación cardiopulmonar. Fue traumático, está débil. Tuvieron que conectarla al ventilador, la ayuda a respirar. Están tratando de estabilizar sus pulmones. Los médicos dudan que resista otra crisis similar.
Giorgio se echó hacia delante en el asiento. Estaba tan compungido que no pudo ocultarlo.
—¡Hablamos por la mañana, se levantó, se veía mejor! —dijo desesperado.
—A veces, cuando la gente va a empeorar presenta una mejoría repentina.
Di Maggio le clavó la vista. Sabía que al decir "empeorar", Gabriel se había referido a morir.
A la mañana siguiente, Giorgio estaba sentado junto a la cama, tomando la mano de la mujer. Ella despertó. Tenía una mascarilla que le cubría la nariz y la boca y que la ayudaba a respirar. La estaban alimentando por vía intravenosa. Él no pegó el ojo en toda la noche.
Andrea entró a la habitación, fue del lado opuesto de la cama y acomodó un poco el cabello de su amiga que los observaba. Calia trató de decir algo, pero su voz seguía disminuida y con el dispositivo respiratorio y el ruido que hacía, no lograba hacerse oír. Se llevó la mano libre al rostro, señaló la mascarilla con el índice y negó ligeramente con la cabeza.
—Vamos, un par de días más —le gruñó Di Maggio, molesto. Calia le tomó la muñeca al hombre y señaló su reloj varias veces, para después hacer una señal negativa con el índice. Giorgio se levantó y salió del cuarto, enfurecido.
Las amigas se miraron. La bioquímica hacía su mejor esfuerzo por no parecer triste, pero no lo conseguía.
Di Maggio cruzó el pasillo con pasos largos e histéricos. Después de dar varias vueltas, yendo y viniendo, recargó su peso en los brazos sobre el pretil del la ventana que miraba hacia la plaza junto a la torre, recorriéndose el rostro con la mano tras observar un instante a la gente que circulaba por ella.
A Giorgio le resultaba inaceptable pensar en un mundo en el que no estuviera Calia. Alguien le tocó la espalda y se sobresaltó. Era Harry que le había puesto la mano compasivamente sobre el hombro. El hombre lo observó de soslayo, compungido; sintió que al fin todas sus culpas lo habían alcanzado y se quebró. Agachó la cabeza tratando de volverse de nuevo hacia la ventana para que el comandante no lo viera llorar. En vez de alejarse, Jacobo lo abrazó de lado.
—Y pensar que traté de matarte, amigo. Parece que estoy pagando todas mis deudas —logró mascullar el desesperado heredero.
—Tenías tus razones, ninguno es perfecto. Ya olvídalo, eso se quedó atrás.
Giorgio sollozaba cada vez más.
—No estás solo —afirmó el comandante, llorando también, sin pudor.
Poco después, Andrea salió de la habitación y caminó hacia el final del pasillo donde se encontraban.
—Ya le quitaron la mascarilla —les informó.
Esa noche
—Trata de dormir —musitó ella con la vía del oxígeno en la nariz.
Él, que no le soltaba la mano, se la llevó a la boca para besarla.
—Me iré cuando estés más tranquilo —dijo Calia.
Un gesto aún más dolido afloró en el rostro del agotado Giorgio.
—Todo va a estar bien. Debes cumplir con tu promesa —susurró la mujer.
Él afirmó.
Un mes más tarde
Ocho meses después de que Gabriel llevara a Calia a la OINDAH
Giorgio estaba recostado en la cama de hospital con la blanca camisa arremangada, abrazando a la agonizante Calia, que dormía de forma pacífica en sus brazos, aunque respiraba con dificultad. Había dormido junto a ella las últimas semanas a petición suya. Se acercaba la hora, lo sabían. Ya no quería perturbarla con su pena.
Cualquiera podía ser su última noche juntos. Le acarició el cabello apenas tocándola con la enorme mano. La besó en la cabeza. No era el momento de volver a recordar los días amargos, los felices. Parecía que eso había ocurrido en otra vida, como si ambos hubieran sido otras personas. Lo que tenía Di Maggio era ese momento al que se aferraba con todas sus fuerzas y a pesar de que sabía lo que le esperaba, en ese preciso instante agradecía tenerla entre sus brazos, sintiendo su desacompasada respiración y el calor que aún le quedaba.
Amanecería pronto. No quería cerrar los ojos, tenía mucho miedo de dormir y encontrarse con las manos vacías al despertar. Sin embargo, el cansancio y la tibieza lo vencieron.
Cuando despertó, Calia seguía acurrucada junto a él, en posición fetal. Andrea estaba en la puerta viéndolos, abrazada a sí misma. Giorgio se cercioró por costumbre de que Calia siguiera respirando, a pesar de estar conectada a diversos monitores. Se levantó, se puso los zapatos y siguió a la bioquímica por el pasillo.
Cuando estuvieron a varios metros, Andrea se dio la vuelta y abrazó al agotado individuo, derramando el llanto. Él ya no podía hacerlo más. Le devolvió el abrazo y le palmeó la espalda con afecto. Cuando la mujer se pudo calmar, le dijo "soñé que...".
Él comprendió.
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