Capítulo 21. Decisiones dolorosas
Tres años más tarde
Cinco años y cuatro meses desde el regreso de Calia a la OINDAH
Calia había salido a correr después de varias semanas de no estar bien. Aprovechaba los tiempos mejores para hacer todo lo que pudiera. Corría por la mañana y por sitios regulares. Los años pasados fue abandonando las noches y los techos, muchas veces los espacios entre los edificios que antes saltaba con facilidad le resultaban ahora infranqueables, o terminaba en exceso dolorida tras hacer esos recorridos.
Ese día, tras media hora de trayecto, comenzó a sentirse mal. Había desayunado ligero antes de salir, como siempre. Encontró un bote de basura y tuvo que detenerse a vomitar ahí. Algunos días atrás le ocurrió algo similar, pero pensó que había sido algo pasajero por haber comido algo que no le sentó bien.
Su cuerpo se negaba a responderle como antes, ya no toleraba todas las proteínas. Se tuvo que sentar un momento en un escalón, algo mareada. Quizá había tenido un desequilibrio de glucosa. Pasó por un café abierto muy temprano y se bebió un jugo de naranja. Se sintió un poco mejor. Volvió a casa a paso tranquilo, tenía una corazonada. Iría con Andrea para hacerse los análisis de rutina.
Tres semanas después
Giorgio despertó. Los rayos del sol atravesaban la ventana de la habitación. Habían tenido una buena noche. No le pareció extraño no encontrar a Calia junto a él en la cama, quizá se sentía mejor y había vuelto a correr. Lo había suspendido de nuevo como por dos semanas. Los dolores y el agotamiento de la mujer le preocupaban. Ambos sabían que era una lucha cuesta abajo, pero trataban de mantenerse positivos.
Todo estaba en silencio. Fue al despacho aún vestido con la pijama y notó que había dos cosas sobre el escritorio. Se sentó en la silla y dirigió la mirada al jardín, dándole la espalda a los objetos. Recargó los codos en los descansabrazos y azorado, puso la cabeza entre las manos; le temblaban.
Era obvio lo que estaba sucediendo, pero no lograba comprenderlo. Al fin dio la vuelta y observó con un gran dolor el anillo negro que estaba sobre una hoja de papel doblada por la mitad. Resollaba. Negó con la cabeza y tomó el recado que decía: "Lamento mucho hacerte esto, pero será peor si me quedo. He sido muy feliz. Te amaré siempre. Calia."
De pronto se sintió como un grano de arena en la inmensidad. Todo era enorme. La vida, la mansión, su soledad. Se derrumbó sobre el escritorio y se deshizo en llanto como no pensó volver a hacerlo jamás.
Ese mismo año
El tiempo siguió su inexorable curso. Transcurrieron meses sin que Giorgio supiera nada de Calia. Ahora ya no tenía nada qué hacer. Incluso intentó volver a beber, pero no lo consiguió. Pasaba horas interminables tratando de entender. Sin embargo, no se quedaría de brazos cruzados. Ella podría tratar de escapar de él, pero no lo iba a conseguir
Era obvio que estaba empeorando, él estaba seguro de que había decidido alejarse por eso, lo cual le pareció absurdo, egoísta; necesitaba verla, estar a su lado pasara lo que pasara, no podía pensar en nada más, no quería hacer otra cosa.
Un día vacío como cualquiera, recibió una llamada. Era Gabriel Elec.
Giorgio llegó como un loco a la OINDAH. El Lector, que lo esperaba en el Lobby, lo acompañó hasta una de las plantas intermedias de la torre. Había un largo pasillo con ventanas de ambos lados. De un lado se veía el océano en el exterior y del opuesto que daba hacia el interior, se encontraba una serie de habitaciones. Era otra área médica. Di Maggio encontró a Calia recostada de lado sobre una cama. Entró en el cuarto, Gabriel se quedó afuera. El alto hombre se acercó. Al verla creyó comprender la razón de su huida.
-Ese Gabriel. Sigue siendo un metiche -susurró Calia.
Di Maggio aguantó estoicamente sus emociones. Su deterioro era obvio. Estaba pálida y delgada. Sus músculos habían perdido tono y su cabello encaneció un poco. Su piel y sus ojos no tenían el mismo brillo.
-Yo le pedí que te buscara.
-Lo sé.
Él negó con la cabeza y frunció el ceño.
-Tendrás que soportarme -clamó Di Maggio.
-Sí, eso me temía -repuso ella.
-No permitiré que te deshagas de mí. No me voy a ir a ninguna parte ¿me entendiste? -le dijo en su tono gutural.
Calia le sonrió. Ese momento le recordó algo.
Giorgio se veía agotado. Estaba en la silla de visitas con la cabeza recargada en el respaldo y los ojos cerrados. Ella continuaba recostada boca arriba, con la extremidad inmovilizada sobre el soporte. Hacía malabares con la pelota que le había dado Gabriel, ansiosa. Se detuvo. Volteó a ver la botella con agua, que estaba en la esquina opuesta del buró junto a la cama, lejos de ella. Presionó el botón para llamar a la enfermera, pero no tuvo respuesta. Estaba molesta y se sentía incómoda. Le picaba la pierna bajo el yeso.
Tras la operación, horas atrás, el dolor había dado paso a molestias extrañas de todo tipo. Se incorporó un poco con la ayuda del triángulo que colgaba sobre la cama y trató de alcanzar la botella. Como no lograba hacerlo, se estiró todo lo que pudo, rozándola con los dedos. En un tercer intento, se movió más de la cuenta y un dolor parecido a un golpe eléctrico la hizo sentir un escalofrío y proferir un quejido. Volteó hacia la silla, Di Maggio la observaba. Al encontrarse descubierta, trató de acomodarse otra vez. Él se puso de pie y se paró junto al lecho.
-¿Por qué crees que estoy aquí? -preguntó en su tono habitual que parecía un gruñido.
Ella volteó a ver el techo, haciendo un mohín de disgusto. No estaba como para regaños. Él tomó la botella.
-Pide ayuda.
-La enfermera no responde y tú estabas... ¿La pusiste ahí para que no pudiera alcanzarla? -preguntó enojada.
Giorgio no dijo nada.
-¡Tengo suficiente con esto! ¡No necesito que nadie trate de enseñarme nada! ¿Primero viene Gabriel a darme lecciones de vida y ahora tú? ¿Qué quieren de mí? -exclamó.
Él le puso la botella en la mano y salió de la habitación.
-¡Sí, mejor lárgate! ¡Nadie tiene por qué soportar esto! ¡Total, si la que está jodida soy yo, carajo! -gritó frustrada. Minutos después, cuando estuvo más tranquila, se sintió como una idiota.
Giorgio volvió y se acercó a la cama.
-La enfermera no volverá a desatender un llamado. De ser así, no trabajará más aquí -expuso muy serio. La había encontrado en el control de la entrada conversando con un recepcionista.
-Discúlpame -dijo ella llevándose las manos al rostro, estaba harta de llorar por todo, a la menor provocación. Sintió cómo él le tomaba las muñecas con delicadeza, bajándole los brazos.
-Lo entiendo. Todo está bien -afirmó Di Maggio. La veía de una forma extraña. Calia se quedó pasmada-. Déjame ayudarte. Quiero hacerlo. No me voy a ir a ninguna parte -afirmó.
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