Capítulo 20. Lo innegable
Un mes tras la vuelta de Calia
En la mansión
Andrea estaba hablando con su amiga. Conversaban tomadas del brazo mientras paseaban por el enorme prado bajo el sol del atardecer. Giorgio las observaba desde la oscuridad del despacho a través de la alta ventana. Ellas se reían y decían cosas que él no podía escuchar.
Un par de semanas antes, Juan José había ido a hacerle otra punción lumbar a Calia mientras los gemelos corrían por ese mismo jardín. La tarde que Andrea habló con su amiga y mientras aquella estaba en otra parte de la casa, fue al despacho y se sentó frente a Di Maggio.
-¿Y bien? -preguntó él.
-No encontramos el virus. Es posible que permanezca en estado latente -dijo Andrea. Di Maggio exhaló aliviado, pero el rostro de la bioquímica decía otra cosa.
-¿Pero...? -preguntó él frunciendo el ceño.
-No sé cómo decirte esto. Calia lo tomó muy bien, me pidió que te lo explicara.
-Dímelo ya -masculló él con su grave voz. Andrea apretó los labios y bajó la mirada, entristecida.
-Tememos que... tememos que ahora que ya no se regenera como antes, comience a deteriorarse.
Giorgio se quedó estático, como clavado en la silla.
-¿Deteriorarse? -bramó.
-Tantos años de actividad de alto impacto han llevado a su cuerpo mucho más allá de los límites. El proceso de envejecimiento celular parece haberse venido acelerando y puede ser peor al no regenerarse por no producir el suero en su sistema mediante el virus.
-¿Significa que esto ocurría desde antes?
-Eso pensamos, pero ahora tal vez el decaimiento sea más rápido -afirmó ella. Antes de que él pudiera salir del estupor, la doctora continuó-. Es conveniente que use el suero de por vida, aunque los efectos jamás serán los mismos como para mantener los niveles previos. Me voy a cerciorar de que cuenten con una dotación suficiente del producto que quedó en la bodega, por cualquier cosa. Pienso que ella debe llevar una vida sana y tranquila.
-Me aseguraré de ello -afirmó Di Maggio.
-Muchas cosas en ella que antes eran distintas por la regeneración acelerada, como su rendimiento físico, van a cambiar. Por lo que hemos observado Juanjo y yo, pensamos que varias de sus funciones corporales volverán a tener niveles normales, pero lo más probable es que otras se deterioren progresivamente. Tenemos que ser positivos, pero la verdad es que... -comentó Andrea.
Él esperaba que siguiera, saturado de sombrío temor.
-No sabemos cuánto tiempo le queda -concluyó la bioquímica, permitiéndose expresar ante Di Maggio lo que no pudo frente a su amiga.
Seis meses después
A partir de la vuelta de la mujer de negro, ella y Giorgio se dedicaron a hacer justo lo que los hacía más felices. Sin la amenaza de la existencia del virus que no fue posible encontrar en su cuerpo, Calia volvió a vincularse con Gabriel Elec y los Tanakas. La OINDAH le abrió las puertas de manera permanente, así que colaboraba en algunas actividades de forma voluntaria y esporádica. Siguió trabajando con Yustise, que contribuía a la seguridad de la institución con sus magníficas habilidades bajo la disciplinada mano del CDA y de los Alfa.
Calia se mantenía ocupada. Se ejercitaba de una forma más normal, comía y dormía bien en compañía del heredero.
Di Maggio no era tan acaudalado como cuando el suero le producía los enormes dividendos que terminaron repartidos entre la liquidación de la empresa, los arreglos del incumplimiento de los contratos de distribución y el acuerdo de divorcio. Sin embargo, tenía lo suficiente como para vivir con comodidad y sin preocupaciones por al menos al menos un par de vidas.
Tras la disolución definitiva del matrimonio de Giorgio, Calia y él comenzaron a salir juntos en público. Asistieron a la boda de Harry y Cindy, y bailaron toda la noche. El novio no podía menos que sonreír al verlos moverse con gracilidad sobre la pista de forma natural, como si no hubiera nadie al rededor; el heredero enfundado en un negro traje y ella vistiendo un sencillo y elegante jumpsuit color azul. Harry siempre presintió que detrás de los desplantes de Di Maggio y la insistencia de Contacto de tolerarlo había algo mucho más profundo, que ahora era irrefutable.
Un mes más tarde
Giorgio estaba sentado en el sitio de siempre. Usaba un smoking nuevo. Jamás se ponía el mismo dos veces.
Calia entró al despacho, pero no portaba el traje ni usaba ropa deportiva. Tenía puesto un largo y delicado vestido blanco que se ajustaba a su cuerpo. Llevaba el cabello recogido en un hato atrás de la cabeza, adornado con una enorme orquídea blanca que él le regaló.
El aroma la saturaba. Toda la casa estaba llena de flores negras y azules.
Él la veía fijamente, recargado en la silla, con expresión impasible. Ella se dirigió al escritorio de fina madera, con un amable y recatado silencio.
El hombre le dio la espalda un instante, dirigiendo la vista hacia el jardín, sin dejar de contemplarla reflejada en los cuadros de vidrio de la ventana, cuya cortina estaba abierta completamente por primera vez en varias décadas. Se puso de pie, rodeó el mueble y fue hacia ella, que tenía que levantar la cabeza para verlo a los ojos, a pesar de los altos zapatos de brocado blanco que tenía puestos.
-Es la tercera vez que te veo usar un vestido largo -dijo él, con un tono tan bajo que pareció un gruñido.
-No te acostumbres -le contestó.
Los dos rieron.
La sujetó con firmeza y comenzaron a bailar sin música. Calia recargó la cabeza sobre su pecho, sintiendo los latidos de su enorme corazón. Cerró los ojos e inspiró hondo. Bajo el olor a lavanda y madera, lana y cuero, estaba el aroma propio de Di Maggio. Esa esencia dulce que siempre estuvo detrás de sus altibajos y sus bajezas, que se parecía a la que tenía su padre, la reconfortaba; era su hogar.
La mujer sentía la tibieza de su toque en su cansado cuerpo, su cálido aliento sobre el cabello. Ese calor parecía siempre imperceptible tras sus fríos ojos y sus gélidas palabras, pero Calia nunca lo pasó por alto. Palpaba la parte de atrás del cuello del hombre mientras giraban sin prisa. La piel y el roce suave y delicado de las grandes manos del heredero contrastaban tanto con la aspereza de su carácter, con la sequedad de sus formas, pero ella siempre sospechó que se sentiría de esa manera.
Calia levantó la vista. Detrás del serio gesto en el rostro de Di Maggio, su mirada expresaba lo que sentía; una pasión que alguna vez pareció un brutal odio y que no era nada más que un profundo sentimiento fuera de control. Uno mutuo, que estaban formalizando entre ellos en ese íntimo y preciado instante.
-Dijiste que sería algo sencillo -comentó Calia, refiriéndose a las flores.
-Son tulipanes "reina de la noche" y lavanda. No sería una boda sin flores -replicó Di Maggio.
-No es una boda.
-Estamos celebrando nuestra unión. Esa es la definición del diccionario. Aunque seguro no es como lo imaginabas -dijo él.
-La verdad nunca pensé en eso, pero esto mejor que una. No tuvimos que encargar comida como para un regimiento y no nos falta nada. Lo viejo somos nosotros. Lo nuevo es estar así. Le tomamos prestado este tiempo a la vida. Y lo azul... no hay nada más azul que tus ojos, que me compartes en este momento.
-No. Son tuyos para siempre -musitó.
Se detuvieron.
-¿Aceptas ser mi compañera? -preguntó.
-Parece que es tarde para arrepentirme -respondió ella sonriendo.
-Vamos, esto es serio -objetó él. Metió la mano a su bolsillo y sacó dos anillos. Colocó uno en la palma de la mano derecha de la mujer y le tomó la izquierda para ponerle una alianza negra con un diamante del mismo color engarzado al ras del material.
-Yo, Giorgio Di Maggio Del Chiaro, te pido, Calia María Cárdenas Rodríguez, que sigas siendo la compañera de mi vida hasta el último de nuestros días, con todo lo que eso implica. Y mira que sé lo que es el matrimonio -afirmó.
Ella tomó la mano izquierda del hombre y le puso la correspondiente alianza negra en el dedo anular.
-Yo, Calia María Cárdenas Rodríguez te acepto Giorgio Di Maggio Del Chiaro como mi compañero de vida -susurró inclinando la cabeza para tratar de controlar sus emociones. Él le levantó el rostro con delicadeza, tomó el blanco pañuelo de su bolsillo y lo presionó con suavidad sobre las mejillas de la mujer que le sonreía, secándole las lágrimas primero para después secarse las propias con él y se inclinó para besarla.
No necesitaban una ceremonia, ni una fiesta, ni que alguien declarara lo que eran.
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