Capítulo 12. Dejarse ir

Tres meses, tres semanas y cuatro días después del percance en el sur
Una noche, en la OINDAH

-¡Calia! -exclamó Andrea corriendo detrás de su amiga por la plaza del frente de la torre.

-¿Qué? -volteó aquella de forma agresiva.

-¿Qué pasa?

La vocera vio el enojo en sus ojos enrojecidos.

-Parezco quinceañera -musitó Contacto con rabia.

-¿Qué te dijo?

Calia negó. Andrea la tomó del brazo y la condujo hacia el estacionamiento. La mujer de negro trataba de inspirar profundo para calmarse, pero su respiración se entrecortaba. La vocera la estrechó pasándole un brazo por la espalda y Calia no pudo contener las lágrimas del coraje.

-Tenías razón. ¿Por qué tiene que pasarme esto ahora? -clamó Contacto.

-No creo que esto sea algo reciente -respondió Andrea.

-Le he pedido que no me busque, pero me parte a la mitad pensar en no verlo. Ya no sé qué hacer -afirmó Contacto aún llorando por la frustración.

-Amiga...

-No quiero que Laura resulte herida por un capricho de su cabrón marido -masculló Calia.

-No estoy segura de que se trate de un capricho nada más -dijo Andrea con paciencia.

-No voy a consentir que engañe a su esposa. No puedo dejar que juegue con las dos. Debo terminar con el asunto de Yustise para poder irme. No regresaré jamás, no debí hacerlo. Pero...

-Lo amas.

Calia frunció el ceño y desvió la mirada como si aquellas palabras hubieran sido un un hierro al rojo vivo que atravesara su carne.

-Hablaré con él, ¿está bien? -dijo Andrea.

-Necesito calmarme por Yustise. Tengo que controlarme, nunca...

Andrea se paró frente a ella y la abrazó.

-Lo siento, amiga. Todo va a estar bien -le dijo la vocera con afecto.

Calia agachó la cabeza y lloró sobre su hombro.

A través de las cámaras externas del vestíbulo, Harry observaba la escena. Todo tuvo sentido al fin. Y detrás de las ventanas, a lo lejos, el heredero presenciaba lo mismo.


Cuatro meses después del percance en el sur
En la empresa

-Giorgio -le dijo Andrea al director de la compañía, que últimamente parecía ausente.

Estaba sentado en la silla de piel en el moderno despacho, con el codo en el descansabrazos y la frente recargada en los largos y pálidos dedos de su enorme mano. Él volteó a verla, volviendo al presente. Su mirada era turbia, pesada.

-Es tarde. ¿Ya te vas? -preguntó la madre de los gemelos.

-¿Qué? Sí -respondió.

-¿Podemos hablar un momento?

Él asintió y sonrió un poco, de forma melancólica.

-Quieres hablarme sobre Calia, ¿no es cierto?

El silencio y la expresión seria de Andrea confirmaron su sospecha.

-Tardaste en hacerlo -observó Di Maggio con su grave voz.

-He pensado mucho en lo que debo decirte -comentó Andrea.

Él hizo una incipiente mueca con la boca y asintió.

-Parece que estoy condenado a hacerle daño a las personas a las que amo -afirmó Giorgio.

-¿La amas?

-¿Tú que crees?

La vocera se mordió el labio.

-¿Y Laura?

-Laura. Es mi esposa, mi compañera -musitó y entrelazó los dedos sobre el gran escritorio, inclinando la cabeza.

-¿Y qué harás? -preguntó la doctora. Él se llevó la mano al rostro y se talló los ojos.

-Nada. No haré nada, Andrea. No hay nada que pueda hacer -afirmó volviendo a mirarla de una forma que la hizo estremecer, saturado de pena.

A pesar de que escuchar esas palabras tranquilizaron a la vocera de una forma, tocaron su corazón de otra. Se sintió muy triste al recordar las lágrimas de su amiga. Fue aún peor cuando el heredero frunció los labios, negó ligeramente y levantó la vista hacia el techo, dejando que se desbordaran sus emociones.

Los dos lloraron en silencio, a cada lado de la trinchera de fina madera, a sabiendas de que pronto Calia saldría nuevamente de sus vidas y no volverían a verla jamás.

-¿Puedo... puedo pedirte un favor? -preguntó Giorgio vacilante, moqueando.

-Lo que sea -respondió la vocera tras sonarse con un pañuelo que traía en su pequeño bolso.

-Sé que... es pedir demasiado, pero... quisiera despedirme -afirmó frunciendo el ceño.

Ella hizo un gesto más compungido y afirmó. Se puso de pie, fue hacia la puerta y se volvió hacia él antes de salir.

-¿Estás seguro? -susurró.

Se vieron a los ojos otra vez. Ella pudo ver el miedo y el dolor en la mirada azul del hombre que pocas veces había sido tan humana, tan honesta.

-Ella me... me ha enseñado varias cosas, Andrea -dijo con los finos labios temblorosos -. A veces es necesario sacrificarse por lo que más se ama... aunque eso implique que una parte de uno tenga que morir -aseveró volviendo a su helado estoicismo. 

En el penthouse
Días después

Giorgio esperaba, sentado en la silla del despacho, observando las luces de la ciudad encenderse poco a poco. Se sentía como colgando de un fino hilo de seda sobre un oscuro precipicio. Había pasado varios días ensimismado, distante, recordando.

Cuando escuchó los pasos firmes sobre la madera sintió una mezcla de felicidad y dolor. La oyó sentarse en la silla de visitas. Él tragó grueso y respiró profundo antes de darse la vuelta para contemplarla sentada como siempre, frente a él, junto a la chimenea.

Calia, vestida con el traje negro, lo observaba en silencio con sus enormes ojos castaños, que centelleaban como los suyos, bajo la mustia luz.

Di Maggio deseaba que ese momento se quedara grabado con fuego por siempre en su memoria. Le sonrió. Ella no correspondió el gesto.

-Andrea me dijo que querías hablar conmigo.

-Sabes, Calia, yo... no soy lo suficientemente fuerte.

Ella lo veía con reserva.

-Soy un desgraciado, un criminal. He cometido muchos errores y seguiré pagando por ellos hasta el último de mis días. Ojalá Dios me perdone. He sido cruel. Insensible. Inmaduro. He tratado de acabar con mi existencia y con la de otros. He tenido que pararme en una tribuna a reconocer mis faltas. He pasado por la oscuridad muchas veces y he perdido tantas cosas. Pero esto es, por mucho, lo más difícil que he tenido que hacer en toda mi vida -musitó.

Contacto se seguía conteniendo.

Él inspiró y agachó un momento el rostro, apretando los dedos entrelazados sobre el escritorio para poder seguir hablando.

-Tú me conoces mejor que nadie. En las malas y en las peores. Te he hecho más daño que a nadie. Y tú me haz hecho más bien que nadie jamás -afirmó el alto hombre cuyas emociones se expresaban en su rostro como nunca antes. Tuvo que contener un sollozo.

A ella le estaba costando cada vez más mantenerse en una pieza.

-Tengo un compromiso que no puedo eludir. Sé que lo entiendes.

Calia asintió.

-Pero, antes de... -Tuvo que detenerse para inspirar varias veces, como si le estuviera dando un ataque de pánico-. Antes de hacer lo que me pediste, tengo que decirte algo que ya sabes.

Se miraban a los ojos. Sobre las encendidas mejillas del descompuesto semblante de la mujer rodaban salados y trémulos ríos.

Él se puso de pie, rodeó el escritorio y muy erguido, frente a ella, le extendió la mano. Ella posó su pulso tembloroso sobre la palma de alabastro, parándose también.

-Te amo, Calia María Cárdenas. Siempre lo haré. Que Dios te bendiga -susurró con su profundísima voz quebrada por el llanto, y la abrazó con fuerza.

Ella también se aferró a él y sintió su corazón golpearle el pecho con vehemencia. Inspiró profundamente, saturándose del aroma a lavanda y madera, de la delicada esencia de esa piel cuyo recuerdo la acompañó bajo incontables auroras boreales, deseando volver a ver sus ojos de mar y hielo, que ahora se derretían como los de ella.

-Perdóname -le dijo arrebatado por las emociones, aún sosteniéndola entre sus brazos.

-Ya te había perdonado -susurró Contacto. Se separó un poco de él, levantó la mano y la posó con suavidad sobre la mejilla enrojecida del alto hombre, observándolo con su ígnea mirada.

-También te amo, Giorgio Di Maggio -dijo viéndolo a los ojos, recargándose sobre su pecho otra vez, estremecida por el llanto, mientras él le acariciaba la cabeza, consolándola.

Pudieron quedarse así por siempre, pero ella dio un paso atrás.

-Permíteme despedirme -musitó Giorgio. Calia asintió. Se inclinó sobre ella y presionó castamente los labios sobre su frente.

Antes de salir de su vida por segunda vez, le dijo algo que ahora sí escucharía.

-Adiós, Di Maggio.

Esa noche

Laura Esther, que puso en pausa sus viajes, se había mantenido silenciosa e intranquila por varios días. A pesar de haber compartido  la mesa con su esposo y de haber dormido juntos en la misma cama, él parecía estar en otro lado. Lo notaba gélido, distante, ausente.

Esa noche, desde lo alto de la escalera, vio salir a Calia del despacho a toda prisa y abandonar su casa por una ventana de la galería.

Ella había notado que desde hacía varios días su esposo no podía dormir. Casi no comía, no hablaba. En la empresa había pasado varias jornadas encerrado en su despacho sin responder llamadas.

Ella creía saber por qué. Y no se iba a quedar de brazos cruzados.

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