Capítulo 5: El final de los Bennett


El menú del elegante restaurante francés, mostraba varias opciones en la carta para degustar esa noche, donde con frecuencia Emilia asistía con sus amigos. Se trataba de algún tipo de tradición, ya que disfrutaban de largas pláticas con abundantes chismes que acompañaban con buenos vinos. 

Esa noche, Emilia emitía un nivel de nerviosismo mayor al que con normalidad mostraba, temía que la mentira del historiador John Thomson se viniera abajo. En definitiva, el hombre terminaría hablándoles sobre su extraña aparición en el actual siglo y su muy cercana relación con el último Conde de Shrewsbury. La castaña cerró los ojos mientras mantenía el rostro oculto detrás de la carta, alguna excusa tendría que inventar antes de que sus amigos comenzaran a creerlos locos.

El camarero se acercó a la mesa con esa característica cara estirada que emitía superioridad, pese a que nadie le daba la mayor importancia.

—¿Desean algún aperitivo? —preguntó con amabilidad.

—Vino tinto, por favor —se apresuró a responder Wendy, quien parecía ansiosa por poner algo de licor en su boca.

El mesero asintió, pero antes de siquiera dar un paso para alejarse de la mesa, John levantó el rostro para interrumpir su retirada.

—Que sea un Pinot Noir de Borgoña, así degustaremos un buen vino con sabor afrutado —emitió con seguridad en la voz.

El mesero confirmó el pedido y salió rumbo a la barra del restaurante.

—Así que... ¿También sabes de vino, John? —interrogó Fausto, interesado en la respuesta.

—Oh, es algo propio de mi educación como...

—¡Historiador! —interceptó Emilia casi en un grito—. John sabe de vinos, porque sabe de historia.

Wendy miró a su amiga con la incertidumbre marcada en el rostro.

—Amiga, tú eres historiadora y no sabes distinguir un vino tinto a una sidra.

Emilia frunció el ceño, pero por desgracia para ella, Wendy estaba en lo cierto.

—Mi padre fue quien me enseñó. Él sabía bastante sobre muchas cosas, los vinos era una de ellas. Además, parte de mi formación fue en Francia —agregó a sabiendas de las mejillas sonrojadas de Emilia. 

Oh, parles tu français? —expresó Fausto.

Bien sûr. Hablo un perfecto francés.

Emilia mordió uno de sus labios, parecía cada vez más difícil mantener al caballero en el siglo XXI, terminaría por soltarlo todo tarde o temprano.

—¿Por qué demonios lo tenías en los Estados Unidos, Emilia? —susurró Wendy al oído de su amiga.

La reprendida mordió una de sus uñas y fingió una sonrisa, el nerviosismo estaba por matarla. 

Minutos después, los platillos sugeridos por el mismo John para acompañar el refinado vino, fueron servidos en la mesa. Todos comenzaron a degustar las deliciosas carnes rojas que el chef del restaurante francés preparó. No obstante, las miradas de Fausto y Wendy no podían despegarse del nuevo miembro de su club, ese que intentaba fingir inútilmente ser un hombre típico del siglo XXI.

—John, ¿su padre también le enseñó a usar los cubiertos? —preguntó Wendy sin retirarle la mirada.

El hombre de cabello negro levantó los ojos y los situó en Emilia, quien tenía una clara expresión de espanto.

—En efecto. Se lo dije, él sabía muchas cosas.

—¡Pero que envidia! —soltó Fausto con los ojos en el hombre—. Mi padre solo quería enseñarme a llenarme las manos de grasa cada que quería desarmar el motor de un auto.

—Tú no sabes utilizar ni un desarmador —aseguró Wendy con la ceja arqueada.

—Lo sé, el otro día se pinchó un neumático y no supe qué hacer. Tuve que llamar a un servicio a domicilio y esperaba a un sexy mecánico, pero en vez de ello, recibí a un hombre gordo y calvo. Fue entonces, donde consideré que las enseñanzas de mi padre no serían tan malas después de todo. ¿Usted sabe de mecánica, John? —cuestionó Fausto mostrando su evidente coqueteo.

—Lo siento, no. Me siento fascinado por el tema, pero aún lo desconozco. Tal vez aprenda algo en la biblioteca esta semana —replicó quien mantenía su atención en la comida. 

—Oh, será un placer para mí ayudarle con eso. Puede usted visitarme las veces que guste en la biblioteca. Yo enseño literatura inglesa y cuido de la biblioteca —aseguró Wendy con una sonrisa.

—¡Ya basta, mujer! Deja de ser una resbalosa —gruñó Fausto.

—¿Yo? —Se señaló a sí misma—. ¡Tú has sido mucho más...! 

—¡Pueden callarse ambos! —interrumpió Emilia con la cara roja, puesto que parecía bastante avergonzada—. Estropearán la cena.

—¿Estropearla? ¡Tonterías! La cena estuvo deliciosa —agregó el John que observaba la discusión y un plato vacío. 

—Si ya comió algo de lo que Emilia cocina, estoy seguro de que cualquier cosa le parecerá delicioso —aseguró Fausto, notando que en efecto terminó su cena. 

John hizo grandes los ojos y tomó un sorbo de vino, evitando mirar a la dama que tenía a su mano derecha. Emilia sonrió sin motivo aparente, ella sabía que su comida era realmente mala, pero la noche anterior a John no le importó e incluso fingió disfrutarla.

—John es todo un caballero y dejó limpio el plato —dijo ella con una sonrisa.

—De ninguna manera le diría que su platillo carecía de sabor —resolvió John casi olvidándose de las amistades que estaban en la mesa.

Tanto Wendy como Fausto se miraron entre sí, omitiendo cualquier comentario que avergonzara a su amiga. Sin embargo, aun cuando quisieran decir algo, el celular de Emilia comenzó a sonar, anunciando así, la llamada entrante que Michael Miller estaba haciendo.

El rostro de Emilia se puso rojo de nueva cuenta tras haber notado las miradas de sus amigos para con ella, evidentemente ella no respondería, en vez de ello, ignoró la llamada y guardó el móvil en su bolso.

—¿No responderás? —preguntó Fausto. 

Ella negó con el rostro y luego bebió de su copa. 

»¿Qué tal si se trata de algún asunto como tu jefe?

—Entonces que mande un correo como el resto del mundo y lo atenderé mañana —espetó un tanto incómoda. 

—No se trata de cosas de trabajo, Fausto. Es obvio que Michael ya le ha dado tiempo suficiente a Emilia para que reconsidere su matrimonio —anunció Wendy con toda tranquilidad.

Emilia arrugó la frente, comenzaba a sentirse abrumada por todos esos comentarios sobre su noviazgo y rompimiento.

—¿Qué se supone que debo reconsiderar, Wendy? ¡Él se enredó con su secretaria a poco tiempo de nuestro matrimonio! 

Wendy negó con el rostro y dejó de lado lo poco que le quedaba por comer.

—Emilia, ¿sabes cuántas mujeres quisieran estar en tu lugar? Michael ya se disculpó y tú le perdonas todo. Además, el hombre ganará mucho poder. —Encogió los hombros.

—Sí, por supuesto. Lo suficiente como para mantener el departamento de historia abierto —agregó Fausto, al tiempo que sonreía para John después de sorber de la copa. 

—¿Ustedes sabían lo del cierre? —inquirió la historiadora observándolos fijo. 

—Sí, nena—. Fausto colocó su mano sobre la de Emilia—.  No te lo dijimos porque consideramos que sería absurdo hacerte sufrir por eso, cuando está más que claro que no se cerrará. No con Michael como director y tus padres como benefactores.

—¡Pues vaya par de amigos que tengo! ¡Y para que lo sepan, no volveré con Michael! ¡Así me quede sin trabajo! —soltó cruzando ambos brazos.

—Basta, Emilia. No fue nuestra intención —dijo Wendy con la mirada en ella. 

John, más que sentirse incómodo, parecía querer decir algo, pese a que desconocía el nuevo protocolo de las relaciones amorosas. En el siglo XIX, eran los padres quienes se encargaban de encontrar a la pareja ideal, luego estaba el cortejo, donde eran apenas unas cuantas visitas para conocer a quien se supone sería el amor de su vida. Siempre acompañados con chaperones, nunca a solas, era por eso que, para John, la relación de la señorita Scott estaba fuera de su entendimiento. No obstante, había algo que tenía claro y debía compartirlo.

—La promesa de matrimonio fue rota, no a causa de los deseos de la señorita Scott. Entonces, ¿por qué debe ser ella la que sufra, cuando su inteligencia y belleza es eminente? —comentó con la mirada en la mujer que estaba pronta a ponerse de pie—. Nunca me casé o estuve comprometido, pero de haberlo hecho, no me hubiera atrevido a apagar simples ansias carnales con otras mujeres. En vez de ello, hubiera sido paciente y esperado al matrimonio, al menos así podría entregar más de mí mismo.

Wendy, Fausto y Emilia parecían derretidos en aquellas palabras casi poéticas que John soltó con la particular voz gruesa que emitía con cada vocablo. Emilia, por su parte, estaba sonrojada, tomando en cuenta la vulnerabilidad que había en su ser. 

Enseguida buscó ponerse de pie para evitar que le vieran la cara, pero un fuerte dolor en el pie le hizo terminar en la silla de nueva cuenta.

—¡Auch! —se quejó al tiempo que dirigía su mano al tobillo.

—¿Qué sucede? —preguntó Wendy con la atención en el pie de su amiga—. ¿Te lastimaste?

Al instante, los ojos de todos quedaron situados en el tobillo inflamado de Emilia. El calzado estaba a punto de explotarle.

—¿Qué te pasó, cariño? —cuestionó Fausto con las manos en la boca.

—Me golpeé entrando a la biblioteca, no creí que terminaría así —expresó tocando y examinando el pie. 

—Deberías quitarte ese tacón —aseguró Wendy, quien observaba la hinchazón.

Emilia se negó de inmediato. 

—De quitármelo no podré usarlo de nuevo y aún tengo que llegar al auto y luego a mi departamento.

—Yo la llevaré, señorita Scott. Es evidente que no podrá caminar en su estado —resolvió John, despreocupado de los pensamientos de Fausto y Wendy.

—John, ¿dónde se está hospedando? —se atrevió a preguntar el moreno.

Emilia intentó responder antes que él, pero la voz del caballero fue más imponente en esa ocasión.

—En un hotel cercas del departamento de la señorita Scott.

Emilia infló el pecho y luego soltó gran parte del aire que tenía atrapado.

Después de haber pagado la cena, John tomó en los brazos a Emilia para llevarla hasta el auto, sintió pena al verla conducir en su estado, ya que de verdad hubiera deseado tener las habilidades para hacerlo por sí mismo para que ella no se sobre esforzara. 

Durante el trayecto en el que John la cargaba hasta el departamento, que de momento compartían, logró notar los ojos rojos y la rosada nariz de Emilia, lo que le decía que estuvo llorando de nuevo.

Entraron al departamento y la llevó hasta uno de los costados de la cama de la habitación de Emilia. Ella insistió en varias ocasiones en que no sería necesario ser llevada en brazos; sin embargo, un caballero, miembro de la nobleza como lo era John, jamás lo hubiese permitido.

Apenas Emilia tocó la cama, sus brazos dejaron de rodear el cuello del fuerte hombre que la ayudó en el camino. Los ojos de ambos permanecieron entrelazados por breves segundos, lo suficiente para que ella notara el hermoso café que cubría los ojos de John.

—Gracias —dijo finalmente con una temblorosa voz.

—No fue un problema —respondió acercándose a la puerta.

—John —soltó ella evitando que el hombre saliera de la habitación, quien se volvió de inmediato sin decir algo—. Le agradezco el hecho de que omitió lo de su presencia en mi departamento.

Le avergonzaba aceptar que no estaba lista para comunicar la compañía de Jhon en la intimidad de su departamento. 

—No estoy interesado en arruinar su reputación, señorita Scott. A pesar de que usted me ha dicho que mi presencia aquí no le afecta en el presente, en mi antigua vida estas situaciones eran muy inapropiadas, incluso vergonzosas. Me cuesta trabajo cambiar lo que soy —replicó con ambas manos entrelazadas por detrás. 

—Emilia, dígame Emilia. Ya somos amigos, John.

Aquel asintió con una sonrisa en el rostro.

—¡Oh, espere! —expresó y salió de la habitación casi corriendo.

Emilia escuchó un par de ruidos, pero no entendía lo que pasaba; sin embargo, no tardó mucho en comprenderlo. John regresó con uno de los helados del refrigerador, una cuchara y la misma servilleta que usaron el día anterior.

—Puede poner el contenedor de helado en su tobillo para que baje la inflamación, después puede comérselo. Esta, por otro lado, —dijo acercándole la servilleta—. Le ayudará a secar su rostro.

La joven observó la servilleta y puso una incógnita en la cara. 

—Usted... ¿Cómo?

—El color rojizo por debajo de sus ojos y nariz la delataron. Lo noté hace un instante cuando llegamos. Al tenerla tan cercas fue inevitable percatarme de ello.

Emilia le miró con ternura, era un caballero, uno de verdad y nadie podría negarlo.

—Gracias —reiteró y finalmente lo miró salir de su habitación. 


Para la semana siguiente, en la universidad completa rondaban los nombres de Emilia y John: la pareja de historiadores que estaba dispuesta a salvar el castillo de Shrewsbury. Había quienes aseguraban que ese era un caso perdido, la eliminación del departamento de historia sería un hecho. Otros tantos buscaban entre las redes sociales más información sobre el flamante y atractivo historiador John Thomson, el supuesto caballero de armadura dorada que acudió a la universidad en busca del rescate de Emilia. Parte del sector catedrático, hablaba sobre la obviedad de la presencia de John, asegurando que se trataba de provocar los celos de Michael.

Esa misma semana, Emilia recibió todo tipo de llamadas y visitas en su oficina, John en verdad comenzaba a ser la sensación de la universidad de Shrewsbury, las mujeres lo encontraban encantador y atrayente.

—Todo un caballero —solían decir. 

Para los hombres era extraño: 

—¿A quién quiere engañar con su falsa formalidad? —bufaban. 

Cualquiera que fuera el caso, la situación parecía salirse de las manos de Emilia, tanta atención sobre el caballero podría abrumarlo, incluso ella se sentía preocupada. ¿Qué pasa si alguien decide averiguar sobre su vida, o sobre sus investigaciones en Stanford, donde no trabaja? 

Sin duda, John estaba calificado, mejor que cualquiera, para responder las preguntas de historia de la era victoriana, pero ¿qué había del resto de las fechas después de su desaparición? Momento que él claramente no vivió. Además, estaba su enorme y acrecentado entusiasmo por la tecnología, la física y las matemáticas. Pasaba pasaba más tiempo sumergido en los libros de física que en sus propios diarios, si bien, todo eso contribuiría con el objetivo de salvar el castillo, aunque, ¿qué pasaba con las personas que estaban a su alrededor, observando sus movimientos? ¿Lo habrían notado? ¿Esa era la razón por la que había tanto escándalo? Eran ya demasiadas las cuestiones que torturaban a la pobre de Emilia, la mujer que palidecía con cada llamada que recibía.

Después de varios días, John volvía de una de las famosas clases de posgrado que presentaba el profesor Hiroshi, quien se convirtió en un verdadero amigo de John, ambos pasaban tiempo compartiendo ideas sobre las más famosas teorías, algunas tenían que ver con el uso de la electricidad, otras más con los viajes a través del tiempo. 

De ninguna manera, John se había atrevido a contarle al profesor sobre su pequeño accidente, pero, al menos, se encargaría de despejar sus dudas sobre las diferentes hipótesis existentes sobre el tema.

—¿Cómo atrapar un rayo? ¡Oh, John! —soltó el profesor en el mismo salón de clases solitario—. Esas fueron tonterías que algunos hombres intentaron hacer, aunque sabemos que no funcionó.

—¿Por qué te parece absurdo? ¿No suena lógico querer atrapar la energía de un relámpago? Si usamos la energía del sol, la del viento o la de las olas del mar, ¿por qué no, la de un rayo?

El catedrático de rasgos asiáticos sonrió luego de beber de su taza de café.

—Uno de los hermanos Bennett, creo que fue John Bennett, según entiendo, en sus diarios encontramos algo similar a lo que describes. Supongo que esa es la razón por la que me lo preguntas.

John tragó saliva y asintió con la cabeza, tratando de verse tranquilo.

—Sus teorías eran refutables, incluso en su época. Por Dios, no tenía ni la menor idea de lo que hacía, eran simples bocetos sin sentido, por ende, sus experimentos fallarían. Aunque, no era su culpa, después de todo, se demostró que él nunca estudió física en una universidad.

—Tal vez intentó hacerlo por sí mismo —declaró John, un tanto decepcionado.

—Debió ser así, aunque lo hizo tan mal como su hermano, el Conde.

—¿A qué te refieres? —inquirió con la ceja arqueada. 

Aquel volvió el rostro y lo vio incrédulo.

—Yo no sé mucho de historia, John, pero tengo entendido que su hermano llevó a Shrewsbury a la hambruna más grande que hubo en el condado.

«¿Hambruna?», pensó, cesando sus pasos.

John se quedó helado, todo carecía de sentido, su hermano tenía sus ideas, ¿pero llevar Shrewsbury a la hambruna? Eso era más que desgarrador. Finalmente, terminó por asentir y salir a toda prisa a la biblioteca, aunque, en esa ocasión, no investigaría sobre ciencia, tecnología o demás. En ese momento, lo único que importaba era conocer la verdad, sobre la historia de su familia y la verdadera razón por la que se perdió el título familiar.

Nota de un viejo libro del siglo XX.

Lores, ducados, Condes y hasta la realeza, las bolsas abultadas no solo pesaban más, debido a las cuantiosas fortunas que la nobleza se ganó con la muerte indiscriminada de cada hombre, sino que también, el peso acumulado dependía de las avaricias de sus egocéntricos deseos, donde no importaba nadie fuera de su familia y negocios personales.

La industria textil ganaba fuerza en la India; sin embargo, las cosechas del Reino Unido eran cada vez más desatendidas. Sin manos que labraran la tierra y cuidaran de ella, los cultivos fueron atacados por las constantes plagas que terminaron por apoderarse de cada grano de arroz.

Mujeres, niños y hombres muertos por hambruna, falta de agua potable o enfermedad, cualquiera que fuera la causa, el final terminaba siendo el mismo. 

Los escasos alimentos que había en el condado eran repartidos, primero entre la nobleza, personas sin conciencia que se encargaban de despilfarrar la comida como si esta sobrara, como si las manos que los cosecharon no temblaran, debido al hambre y cansancio que padecían. Europa completo lo sufrió, sí, pero cada Lord, cada Duque, cada Conde, tenía parte de su responsabilidad.

Los oscuros ojos de John se llenaron de agua después de leer toda palabra unida a la desgracia de su pueblo. Él mismo se sentía culpable, formó parte de la tragedia por el solo hecho de haberlo ignorado todo, por haber interpuesto sus deseos, antes que las necesidades de su gente.

Continuó leyendo notas en libros de historia, en publicaciones y viejos periódicos, incluso usó la internet en la laptop que Emilia le prestó. No obstante, entre más leía, mayor era la agonía que crecía con su vergüenza. Había un dolor naciente que necesitaba soltar, estaba molesto y quería que el mundo lo supiera. 

Bajó la pantalla de la computadora y guardó sus cosas, caminó hecho una bestia hasta el castillo, donde encontraría a Emilia. De alguna manera su enojo se fue contra ella. Entró enfurecido, lejos de ser el caballero que ella conocía.

—¡¿Cómo puedo volver a confiar en ti, cuando me has estado ocultado cosas?! —espetó con una voz firme y enaltecida.

Emilia se estremeció al tiempo que ponía grandes ojos, jamás hubiese imaginado que esa voz provenía de John, pues era siempre amable y educado en la forma de expresarse. 

—¿Qué sucede? ¿De qué cosas habla? —Se puso de pie tras el escritorio prácticamente en un brinco.

—¿Cómo no vas a saber, cuando está en todas partes? ¡Me creíste un idiota, que nunca se enteraría! —reclamó con coraje. 

—¡John! —Los labios de Emilia se despegaron, pero las palabras chocaban en su cabeza—. ¡John, no es así! Permíteme explicar la...

—¡¿Qué cosa?! ¿Su falsedad? —replicó señalándola con desprecio. 

—¿Falsa? ¡Yo no soy falsa! —gruñó fastidiada—. He estado brindándole toda la ayuda posible, pero tal parece que...

—¡¿Cómo fue?! —interrumpió con furia—. ¿Cuál fue la razón por la que el título de mi familia desapareció?

La historiadora tragó saliva, al tiempo que fruncía el ceño, estaba molesta, John la llamó falsa y parecía no importarle.

—¿Por qué le preguntas a la mujer falsa? ¡Arréglatelas!

—¡Emilia, responda! O saldré y cometeré una locura. ¿No lo ve? ¿No comprende la rabia que siento cuando imagino a mi familia asesinada? —dijo mientras el pecho se le expandía con largas respiraciones.

Emilia le miró directo a los ojos, era claro que ahí solo podría encontrar dolor. Sabía la respuesta y ella solo podía confirmarle todo.

—Ni usted, ni su hermano, tuvieron herederos.

—¿Qué pasó con el resto de los Bennett? —inquirió imaginando los panoramas. 

—Tuvieron que salir de Shrewsbury —aseguró con firmeza, evitando mirarle a los ojos.

—¡¿Por qué?! —gritó al tiempo que salían disparadas las figuras que estaban sobre el escritorio de la historiadora.

Emilia dio un paso hacia atrás, el hombre estaba por completo perdido en su tragedia.

—Hubo revueltas, nadie quería soportar un nuevo Conde. El pueblo estaba decidido a alzarse en armas y así fue. La mitad de su familia fue asesinada a manos de la gente en un acto desesperado provocado por el hambre—. Tragó grueso y continuó—. Tres de sus primos varones tuvieron esa suerte. El resto no tuvo otra opción que salir de aquí y desaparecer.

—¿No existe ningún Bennett? —cuestionó el hombre que tenía el pecho expandido y el rostro descompuesto.

—No que yo sepa —replicó la mujer.

Lord John quería derretirse en llanto tras haberse enterado de la triste relación entre su familia y su pueblo. Sin embargo, era tanto su orgullo que no lo haría frente a Emilia, no debía permitirse derramar una sola lágrima que le hiciera verse vulnerable.

—¿Por qué no me lo dijo antes? —reclamó con ambas manos hechas puño.

Emilia dio un par de pasos hacia él, con cierto recelo y lamentaciones. 

—Estaba tan absorto con la tecnología, sus diarios y sus aprendizajes, que decidí dejar esa información para el final. No era mi intención que se enterara de otra manera. Además, aquello es algo que no podemos cambiar, no de una manera que nos favorezca.

John se sintió todavía más molesto, ella parecía solo estar interesada en salvar el castillo, pero ¿qué había de sus sentimientos como uno de los varones principales de la familia? El primero en la línea de sucesión, en caso de que su hermano no pudiese cumplir con su cargo. Todo era un caos, todo estaba de cabeza desde el día del accidente.

—Requiero ver los archivos —indicó sin volver la mirada hacia ella.

Emilia dio un largo suspiro, asintió con la cabeza y salió de su oficina para ir en busca de los documentos que recién solicitó el hermano del Conde.

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