Capítulo 2: Electricidad


Los ojos negros del señor Bennett se abrieron grandes después de haber recordado lo que pasó con precisión en el sótano de su hogar, esa noche de tormenta, terminó en una fuerte sacudida que lo lanzó por los cielos, golpeando su cabeza contra la pared.

—¿Henry? —Llamó el hombre desde una cama—. Henry, ¿dónde estás? —preguntó de nuevo y en dicho momento comenzó a observar todo lo que estaba a su alrededor.

Nada le parecía conocido, posiblemente los delirios causados por el golpe y los extraños sueños, seguían siendo una fuerte secuela que lo abrumanban de manera sustancial.

—¿Qué es este lugar? —se preguntó a sí mismo, analizando cada objeto a su alrededor.

Del mismo modo, la iluminación del espacio era tanta que le molestaba, luego estaba el ruido, esa cantidad de sonidos no eran normales y tampoco conocidos.

—¿Cómo se siente? —interrogó la reconocida joven, que recién aparecía en la puerta de la habitación con un vaso desechable con té.

—¿Sigue aquí? —preguntó enfocando la mirada—. ¿Quién es usted y por qué sigue vestida así? Haga el favor de cubrirse o... salir de mi vista.

Emilia se negó de inmediato, contrariada y casi sonriendo.

—No estoy desnuda. Más bien parece que fue afectado por ese golpe en la cabeza.

Por instinto el hombre llevó la mano a la nuca, el lugar de donde provenía el ardor que tantos malestares le estaba ocasionando. Arrugó la frente y recordó con rapidez el experimento de la batería y la tormenta, luego vio la electricidad recorrer el cable de cobre y finalmente solo había oscuridad.

—He muerto, ¿es eso? —cuestionó, contemplando la idea. 

—No, claro que no, usted está vivo —negó Emilia caminando hacia este—. La policía está afuera, han hecho investigaciones sobre su presencia en el castillo, pero parece que no irrumpió en este como yo creía. Tal vez alguien lo atacó. ¿Recuerda algo?

Una enfermera entró a la habitación y sonrió después de ver al apuesto hombre sentado sobre la cama. Le parecía una figura imponente, pese a que la mujer que le trajo dijo que se metió al castillo de Shrewsbury con la finalidad de robar. La enfermera se acercó a su paciente y anotó los datos que le aparecían en el monitor. 

El confundido paciente no pudo evitar observar los movimientos de la enfermera, sobre todo, el artefacto que estaba conectado a él.

—¿Qué es esto? —inquirió analizando los cables que tenía en el dedo.

—No se preocupe, nos ayuda a medir su pulso cardiaco. La herida que tenía en la cabeza fue delicada, pero estará bien —resolvió ella despreocupada. 

John apenas si puso atención a lo que la enfermera decía sobre su estado de salud, su mente divagó después de escuchar mediciones del pulso cardiaco, ¿cómo era eso posible?

—¿Cómo funciona?

—Bueno, conectamos este cable aquí y el monitor nos da la lectura de...

—¿Monitor? ¿Esas luces no son velas? ¿Qué cosa son?

La enfermera lo miró extrañada y luego fijó los ojos en la mujer que estaba junto a él.

—Iré por el médico —informó finalmente.

—¡Espere, no me dio la respuesta! —exigió John mientras observaba a la enfermera atravesar la puerta.

—No son velas, son luces que funcionan con electricidad —intervino Emilia—. ¡Si lo que pretende es fingirse loco para no aceptar su responsabilidad, está muy equivocado!

«Electricidad» 

Los ojos del hombre se abrieron grandes, no era la primera vez que escuchaba aquella palabra, había estado haciendo todo tipo de experimentos con el objetivo de atrapar la energía eléctrica proveniente de un rayo, así podría estudiarla con detenimiento. Enseguida miró la caja de las luces y se dibujó una notable sonrisa en el varonil rostro.

—Entonces lo logré, tengo la electricidad en mi batería —soltó con total emoción.

Emilia comenzaba a sentirse exasperada, ¿qué tan grave tenía que ser el golpe para que ese hombre estuviera divagando como lo estaba haciendo?

—No tengo idea de que intentaba hacer, pero esa electricidad viene de ahí —señaló el contacto—. Ese monitor está conectado a la fuente de electricidad para lograr encender. Es igual con todo lo demás. 

Ella mostró los focos del techo y algunas cosas más que estaban a su vista.  

»Ahora responda mi pregunta inicial, ¿lo atacaron?

—¿Qué cosas dice? ¡No lo comprendo! Terminé desmallado en el sótano de mi casa, eso es todo lo que recuerdo —respondió el aludido y llevó ambas manos a la cabeza.

El médico apareció e hizo lo mismo que la enfermera, luego sacó de su bata la pequeña lámpara para pasarla sobre los ojos del paciente. John arrugó la frente, la luz le parecía irritable; sin embargo, se percató de la energía luminosa que el pequeño artefacto tenía, y de inmediato, le arrebató aquello a su médico, así lo analizaría de cerca.

—Doctor, él está fascinado por la electricidad —comunicó Emilia con los brazos entrelazados y un semblante preocupado.

—Eso sí que es extraño —repuso el médico que observaba al paciente—. ¿Cómo se llama? —

Aquel seguía desinteresado de cualquier pregunta hecha, de momento seguía encendiendo y apagando la lámpara portátil.

—John Bennett —respondió sin desviar la mirada del artefacto.

Emilia entreabrió la boca, fijó de nuevo la mirada en quien aseguraba llamarse John, estaba segura de que mentía, pero algo en ese hombre le hacía querer saber más, antes de que fuera hostigado por la policía. Después de todo, no tenía papeles que demostraran la identidad que decía tener y tampoco comprendían cómo fue que apareció en el interior del castillo de Shrewsbury con semejante herida.

—Bien, lo dejaremos en observación un día más, aún hay mucha inflamación en su cabeza y es temprano para creer que sus síntomas no se deben al golpe —informó el médico—. Enfermera, por favor, anote en el expediente la fecha correcta de la llegada del paciente y el nombre que nos ha dado.

La enfermera asintió, tomando el expediente.

—18 de junio del 2022 —declaró la mujer en voz alta.

John dejó de lado la pequeña linterna que tenía en sus manos y observó a la uniformada que anotaba cosas en el papel.

—¿Qué fecha ha dicho? —cuestionó con el pecho expandido.

—18 de junio del 2022 —repitió la enfermera, ignorando el hecho de que el paciente se había puesto pálido.

Cuando al fin Emilia y John se quedaron solos, los ojos de ambos se entrelazaron como deseando no haberlo hecho, era evidente que ambos tenían preguntas, había mucho por explicar y aclarar.

—Debo decirle algo —declaró John, temiendo haber soltado aquellas palabras.

Ella dejó su bolso de lado, caminó despacio hacia la cama y tragó saliva antes de hacer cualquier otra pregunta.

—Va a decirme quién es usted en realidad o le diré a la policía lo que pretende.

El hombre puso un semblante rígido, serio, aquel que era causante de intimidación.

—John Bennett. Ese es mi único nombre.

Emilia negó de manera inmediata.

—John Bennett es el nombre del hermano del último...

—Conde de Shrewsbury. Lo sé, yo soy ese hombre, aunque ignoro si mi hermano fue el último. 

La quijada no tembló y la mirada no fue desviada.

—No, usted no puede ser él, tomando en cuenta que el conde vivió en...

—Nací en noviembre 12 de 1805 en el mismo castillo de Shrewsbury, tengo un hermano gemelo, él fue el mayor por siete minutos de diferencia. Yo soy el segundo en la línea de sucesión del título—. Tragó grueso sin alejar la vista de Emilia—. Hace apenas una noche estaba en el laboratorio que tengo montado en sótano de mi castillo, fui golpeado por el rayo de un experimento fallido.

Emilia escuchaba sin palabras, observando cada movimiento de quien era idéntico al Conde.

—¡¿Un qué?! Yo no... Mi mente no alcanza a comprender lo que usted intenta explicar. ¡Son absurdas mentiras! Además, todo lo que dijo la puede encontrar en cualquier libro de historia, incluso está en los folletos que entrego en el museo —reprendió acusándolo con la mirada.

—Bien, de acuerdo, si cree saber más de mi vida de lo que sé yo mismo, entonces sea usted quien genere las preguntas.

—Pues eso haré, de lo contrario le diré a la policía sobre sus mentiras —aceptó la mujer que dejó de lado la bebida y se acercó todavía más al herido.

—Pregúnteme cualquier cosa que debería ignorar un ciudadano normal de Shrewsbury —aseguró con tal seguridad que impresionaba a Emilia.

—Dijo que tenía un laboratorio en el interior del castillo. Mencionó un sótano, pero en el castillo hay...

—Tres sótanos con exactitud, uno utilizado con frecuencia como bodega, en un segundo se guardaban solo objetos valiosos, y está el mejor de todos, ese escaso espacio que tiene pequeñas ventanas que dan a los jardines traseros, ubicado al final de cualquier otra habitación del castillo—. Suspiró hondo al tiempo que lo imaginaba—. He ahí mi diminuto laboratorio, el único lugar donde verdaderamente siempre me sentí bien conmigo mismo. 

»Lo expliqué en cada diario, en cada página que me permitía expresarle mi sentir.

—En los diarios solo están notas científicas, junto con algunos bosquejos y teorías —aseguró la mujer con el entrecejo hundido, puesto que no recordaba lo que él mencionó. 

John mostró una relajada sonrisa, mientras se permitía observar con atención el cielo azul reflejado en la venta del hospital.

—No hablo de esos diarios, sino de los personales.

—No existen tales documentos —negó de nuevo la castaña. 

Aquel posó los ojos sobre ella, tan tranquilo como podía estarlo. 

—De ninguna manera los dejaría a la visa de todos para que me juzgaran. Aunque, puedo decirle dónde los puede encontrar a cambio de que me lleve de regreso a mi castillo.

—No, yo no creo que...

—También le daré los del conde —agregó eso último con una oscuridad en la voz que perforó la profundidad de la cabeza de Emilia. 

La mujer lo miraba anonadada, le inquietaba el sólo pensar que la historia podría ser cierta, prefería creer que se trataba de un viejo pariente lejano con gran parecido físico. Con seguridad, alguien que intentara solicitar el título perdido. 

Por otra parte, estaba esa fascinación que sentía ante las posibilidades que se habrían frente a ella. En su tesis doctoral, no encontró con claridad la razón por la que el título nobiliario se perdió, el conde era un hombre apuesto y sano que nunca tuvo hijos, luego estaba la muerte de gran parte de la familia y meses antes la desaparición de John Bennett, el segundo en la línea de sucesión. 

Decidida a resolver las incógnitas, aceptó el trato que le ofreció John, ella no diría nada sobre su supuesta locura y él le mostraría los diarios en el momento que este saliera del hospital.


Para la tarde siguiente, Emilia acudió a su encuentro con un pequeño nerviosismo que le golpeaba la cabeza una y otra vez. No obstante, se preguntaba ¿qué podría salir mal? John parecía confundido, mas no agresivo; la policía tampoco encontró rastro sobre un supuesto robo en el castillo, ni siquiera había cerraduras forjadas. Era como si él hubiera aparecido adentro de la nada.

El médico le dio las últimas indicaciones a Emilia y la enfermera entregó las extrañas ropas que el hombre vestía el día del accidente. Unos elegantes pantalones de lana, tirantes y una camisa blanca de fina seda. Aunque, no fueron aquellas ropas las que llamaron la atención de la enfermera, sino las prendas de algodón que cubrían por completo el cuerpo del varonil hombre, lo que parecía un mameluco de bebé.

—Debe hacer mucho frío en su lugar natal, señor John —comentó mostrando las íntimas ropas del hombre.

Emilia reconoció aquellas telas y viejas vestimentas de inmediato, como historiadora estaba obligada a hacerlo.

—Dejémoslo solo para que se vista —manifestó entregándole la ropa al paciente que estaba sentado sobre la cama.

—Puede usted llamar al mozo para ayudarme a vestir —indicó John y ambas mujeres se vieron entre sí.

La castaña lo miró extrañada, él realmente se creía su papel de caballero del siglo XIX.

—Su mozo está ocupado por el momento. Será mejor que se vista solo. Lo esperaré afuera —resolvió con una sonrisa, saliendo de la habitación.

—¿Mozo? —cuestionó la enfermera, un tanto intrigada.

—Es su asistente, él es un mal jefe —resolvió Emilia para evitar mayores sospechas.

Horas más tarde, luego de una cuantiosa cantidad de preguntas, tanto Emilia como John se encontraban en la entrada principal del castillo de Shrewsbury. Ambos dispuestos a dar con la verdad, puesto que ella seguía pensando que se trataba de un farsante cuyo parecido con el Conde era delirante. Así mismo, John aseguraba que sus últimas experiencias eran parte de una alucinación.

—Puede guiarme a la ubicación de los diarios, señor Bennett —declaró Emilia utilizando un tono sarcástico.

John no tenía aprecio por la mujer, era poco educada y altanera desde su perspectiva, a pesar de ello, ella era la única persona en la que se podría permitir confiar.

—Es por aquí —señaló permitiéndole el paso a ella como el caballero que era. 

Caminaron hasta la habitación principal, un lugar que Emilia conocía bastante bien, pasó mucho tiempo en el espacio, buscando la restauración de uno de los muebles más atrayentes de aquel castillo convertido en museo. Un biombo artesanal, cuyo origen le era desconocido. En realidad, sabían que se trataba de un mueble de origen japonés, aunque se ignoraba por completo la razón de su existencia en el castillo. Emilia se sentía satisfecha con el trabajo realizado en aquel ejemplar japonés; no obstante, la presencia de los diarios en esa habitación era casi imposible, tanto tiempo investigando y haber omitido semejante descubrimiento era casi un acto de negligencia para su carrera.

John se dirigió hacia uno de los costados de la cama e intentó mover con delicadeza el mueble que estaba enseguida, una sencilla, pero pesada, mesa de noche de madera oscura.

—Oye, no puedes mover las cosas de lugar sólo porque sí, se requiere de permisos, y para ello antes debemos asegurarnos de que la madera resista —reclamó la historiadora dejando de lado todas sus cosas. 

Aquel detuvo todo movimiento y la miró fijo. 

—Es mi hogar, está mi habitación y estos mis muebles. Además, ¿quiere los diarios o no?

Ella asintió al tiempo que arrugaba la cara con gran preocupación, puesto que no deseaba provocar grandes daños a la habitación que luchó por preservar en tal estado. 

Enseguida, John elevó una tabla del suelo y de ahí sacó un bolso de tela café con varios libros de portada de piel en el interior. Los labios de Emilia se despegaron luego de haber leído el nombre del Conde grabado en la portada de los mismos. Realmente parecían antiguos, genuinos, viejos, las hojas amarillas eran delicadas y la caligrafía la misma que el resto de los documentos de la familia. 

El corazón de la inglesa palpitaba a grandes velocidades, ¿se trataba del verdadero hermano del conde?

—¿Cómo es posible que usted supiera de estos diarios? —cuestionó con los libros en las manos. 

—Yo los escondí —respondió aquel que volvía el mueble a su lugar. 

—¿Cuándo? ¿Cómo? —interrogó desviando los ojos de los diarios para observarlo a él. 

—En 1848 después de una pelea con mi hermano.

—¡No puede ser así! ¡Debe decirme la verdad! ¿Cómo es posible que sea usted quien dice ser? —Incluso para Emilia, la idea sonaba absurda. 

—Abra el diario en la primera página —ordenó el caballero, y de inmediato comenzó a recitar lo que Emilia seguía con la vista en el diario.

»La felicidad me ha sonreído, es la vida la que me ha dado el triunfo, en esto nada tiene que ver la suerte o los siete minutos que aminoraron mi cargo. He nacido para la grandeza, he venido al mundo para demostrarle a todos cuan fuerte puedo ser. Lo lograré. No creo que exista un mejor Conde que yo mismo porque sé que así debe ser.

Emilia le miró estupefacta, abrió el libro con total delicadeza y se encontró en las primeras líneas con aquello que John relató. Algo en su rostro le hizo considerar que todo era verdad.

—¿Dónde tienen mi ropa? Hace algo de frío —preguntó el hombre sin darle mayor importancia al interrogatorio.

Ella señaló una vitrina que exhibía un traje frac negro y a un costado, un elegante saco oscuro que se usaba encima. Sin dudarlo, John caminó hacia el lugar señalado y tomó el abrigo que estaba sobre el maniquí.

»Se siente algo rígido —comentó luego de habérselo colocado.

La historiadora tenía los diarios en la mano, mas no podía terminar de aceptar lo que sus ojos estaban observando, el extraño que apareció en el castillo, no sólo era idéntico al del retrato que colgaba en la pared, el saco le ajustaba igual, su nombre era el mismo, la complexión, el porte, el cabello, la mirada profunda. Para Emilia, era como si la pintura hubiera cobrado vida. 

—Estos trajes siempre me parecieron incómodos —dijo intentando acomodarse en el interior del saco desgastado.

—Le conseguiré algo más cómodo para mañana —aseguró Emilia casi al borde de las lágrimas. 

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