Capítulo 19: Confrontación y despedida

Emilia era aturdida por una mezcla de sentimientos, mientras miraba a John parado al lado de su auto, sabía que, de acercarse a él, muy probablemente terminaría en sus brazos, aceptando las explicaciones y posibles disculpas. Era débil cuando su corazón quedaba de por medio. Bajó la mirada, pensando en lo que debía hacer, no imaginó que una mentira de su parte le doliera tanto, pasaron apenas unos meses juntos y estaba siendo abatida por su solitaria presencia a la distancia. Limpió las lágrimas que caían por sus mejillas y decidió tomar un taxi lejos de esa calle, así él no la miraría pasar.

Ya estando en un vehículo amarillo, escuchó su teléfono sonar e instintivamente volvió el rostro para ver el nombre que aparecía en la pantalla, por suerte para ella, no se trataba de Arthur, sino de su madre. Cerró los ojos levemente, respiró hondo y oprimió responder.

—Emilia, quieres decirme, ¿por qué John no estuvo en la premiación? ¿Dónde se han metido? ¿Tú dónde estás? —cuestionó alterada.

La castaña apretó la mano y omitió detalles.

—John estaba afuera del gimnasio hace unos minutos, mamá. Supongo que no fue por su premio, porque no le importa. Yo me vine en un taxi a tu casa, espero no te moleste —manifestó sonando un tanto enojada.

—Hija, ¿pelearon?

—No quiero hablar de eso ahora, mamá. —Ahora el tono empleado era uno agridulce.

—Tienes que explicarme algo por lo menos.

—Bien, lo haré más tarde cuando vuelvan —chilló sobre el teléfono para luego colgar la llamada.

Miró a través de la ventana las empedradas y húmedas calles de Shrewsbury, ese condado que ella amaba más que a cualquier otro rincón del mundo.

«¿Cómo pudo darle la espalda a su gente?», se preguntó, ya que los recuerdos de la hambruna que sufrió su lugar natal la golpearon una vez más.

Las pequeñas gotas de lluvia bailaban en la ventana del taxi, mientras este se detenía frente a la casa de los Scott, Emilia entregó al chofer el pago y salió con acelero del vehículo para ingresar a su antigua casa. Agradecida con la soledad que había en aquel momento, fue hasta su habitación, donde se encontró con la silla de tapiz claro en la que John pretendía dormir la última vez que estuvieron ahí.

—Eres una tonta, Emilia —se reprendió, dejándose caer boca arriba sobre su cama. Luego arrugó la frente, reacomodó su cuerpo en posición fetal y dejó salir parte de ese llanto que tenía retenido en el alma.

Por otro lado, afuera del gimnasio, John permanecía estático frente al automóvil de Emilia, notó que una considerable cantidad de gente salía del lugar, algunos se acercaban a felicitarle por su nuevo campeonato, este se limitaba a asentir y a agradecer colocando esa falsa sonrisa que se supone debía lucir como nuevo campeón.

Los padres de Emilia se despedían con cordialidad de otra pareja de la misma edad, cuando se percataron de la presencia del robusto hombre frente al auto de su hija.

—¿John? —emitió Jacob a sus espalas.

El caballero se volvió en el acto y le agradeció al cielo la presencia de estos.

—Jacob, Ruth —dijo con desesperación—. Necesito hablar con Emilia, pero ha salido molesta conmigo. No sé dónde está y comienzo a preocuparme.

La rubia lo miró consumido, la inquietud era genuina.

—Hablé con ella hace un momento, me dijo que discutieron —confesó con la idea de tranquilizarlo—. No te preocupes, ella está bien, se fue a casa.

—¿Al departamento? ¡Pero ha dejado su automóvil aquí! —Señaló el carro azul marino con la mano.

La mujer negó con la cabeza a sabiendas de que probablemente su hija se molestaría. Por su parte, Jacob demostraba cierta tristeza marcada en el rostro, imaginando a su hija de la misma manera que la vio después del rompimiento con Michael.

—Fue a nuestra casa, dijo que necesitaba espacio. Supongo que lo hizo en un taxi... ¿Tanto así fue la pelea, John? —preguntó.

No obstante, Arthur no estaba dispuesto a dejar las cosas así, haría lo que estuviera en sus manos para resolver la situación.

—Yo... Yo estoy enamorado de Emilia, quiero casarme con ella, se lo dije, pero se ha negado en más de una ocasión. Hoy discutimos por una terrible decisión que tomé en mi pasado, necesito explicarle la razón de mis actos —repuso ansioso con el pecho inflado.

Ruth tomó la mano de su esposo, en los ojos de ese caballero se miraba la desesperación por recuperar a la mujer que decía amar.

—No sé cuál sea el problema, pero... ¿Por qué no vienes con nosotros? Tal vez ya esté más calmada. Puedes ir en el auto de Emilia.

El hombre negó con la cabeza casi de inmediato.

—No tengo licencia para conducir y tampoco las llaves.

Jacob inhaló grande al tiempo que miraba el automóvil y luego al hombre maduro que tenía frente a él, suplicando por el permiso de ver a su hija.

—Bien, ve a cambiarte y te esperaremos aquí. Irás con nosotros, pero quisiera que entendieras que no intercederemos por ti. La desición de verte será solo de ella. Su madre y yo, nada tenemos que ver. ¿Está claro?

John asintió y salió prácticamente corriendo a los vestidores, contemplando las palabras que debía decir para conseguir solucionar sus problemas con Emilia, al mismo tiempo que cargaba con la añoranza de que lo dicho por Michael fuera una burda y cruel mentira.

Shrewsbury, diciembre de 1828

En la habitación principal del castillo, aguardaba la fiel esposa de quien fuera el actual Conde, junto con ellos, figuraba también el abogado y contador de cabecera de la familia Bennett. Dos hombres irrumpieron en el lugar que estaba casi totalmente oscuro, eran apenas unas cuantas velas las que alumbraban el lecho del enfermo que recién recibió los santos óleos.

—Gracias al cielo que llegaron a tiempo —susurró la madre abrazando a sus dos hijos.

—Partimos en cuanto nos enteramos, madre —aseguró Arthur, observando de lejos el hombre que reposaba tendido sobre la cama.

La mujer dejó notar las lágrimas que mojaban su rostro, sollozó en los brazos de sus hijos y luego cogió valor para continuar con lo acordado con su marido.

—Bien, será mejor que los deje solos con él —informó la madre limpiando el llanto con un húmedo pañuelo—. Quiere hablarles... y Arthur, firmarán el documento que te hará Conde.

El muchacho de veintidós años asintió y volvió la mirada a donde la mano de su padre se levantaba con debilidad.

—Hijos míos —susurró el Conde cuando quedó a solas con sus primogénitos.

La piel lucía pálida, los ojos ya sin brillo y los labios totalmente resecos. Con dificultad, alguien podría entender lo que el viejo Conde quería decir en su despedida.

—Es hora de que se muestren como los hombres que estoy seguro, que son —siseó al oído del menor de los dos—. John, sabes que debes ayudar a tu hermano en todo lo necesario para que este condado sea próspero, ve por su gente, ve por su pueblo. Ellos son Shrewsbury.

—Sí, padre —consintió el hermano con amargura en la voz.

Luego el enfermo hombre desvió el rostro a donde el mayor se encontraba, un tanto alejado para su gusto, pero ahí estaba.

—Arthur Bennett. Tu deber, como Conde, es el de anteponer las necesidades de Shrewsbury, antes que tus propias necesidades y caprichos. —Tosió por el ahogo de sus palabras—. Eso incluye esa idea que tienes de hacer ciencia, hijo.

Arthur seguía renuente, insistió muchas veces con respecto a cambiar su vida de rumbo, pero el Conde siempre se negó a tal humillación.

—Padre...

—¡Basta, Arthur! —vociferó haciendo un último esfuerzo por dejarlo claro—. La última vez que nos vimos en Francia, discutimos ese extraño deseo tuyo y mi decisión es la misma. El destino puso el título sobre tus hombros y ahora, no sólo nuestra familia depende de ti, sino también un condado.

Arthur levantó el rostro hacia su hermano, temía tanto su respuesta, pero no tenía una mayor opción que la de aceptar. Por su parte, el gemelo lo miraba persuasivo a callar y asentir.

—Lo haré, padre —aceptó con el dolor entrecortándole la voz.

El padre relamió los labios y respiró hondo.

—Entonces, ve por mi viejo amigo y dile que estamos listos. Usaré mis últimas fuerzas para esto.

John salió casi corriendo de la habitación y Alberth fue testigo de las firmas que se dieron cita en aquel papel donde se cedía el título. No muchos minutos después, el padre dio su último aliento al lado de sus hijos Arthur y John Bennett, quienes fueron educados para convertirse en ilustres líderes.

Estando de nuevo en soledad con el recién fallecido, John colocó la mano de su padre a uno de sus costados y le cerró los ojos con total respeto.

—Tú dirás que haremos ahora, excelencia —susurró con desprecio, como si las palabras le quemaran la garganta.

—¿Por qué yo? —cuestionó el temeroso hombre que miraba con recelo el acta recién firmada.

—Eres el Conde, Arthur. ¿Sigues sin comprenderlo?

Las punzadas en el pecho se manifestaban, era como si él también hubiera muerto, destinado a una vida que no quería.

—No debí firmar... Yo nunca quise esto —emitió escondiendo el rostro bajo las manos.

—¡Oíste a nuestro padre! —indicó el gemelo que se puso de pie luego de ver a su vulnerable hermano—. Tienes que interponer tus obligaciones como Conde, a tus deseos como hombre.

—¡Basta! ¡El título nunca fue mi deseo!

—En cambio, el mío sí. —Detuvo cada movimiento, bajó el tono y permitió que sus anhelos se manifestaran—. Son curiosas las mañas que nos presenta el destino, nos hace nacer en buenas cunas como parte de la nobleza y viene aquí burlándose de nosotros.

»Haremos lo que no queremos por el resto de nuestras vidas —bramó John igual de molesto que su hermano.

—No tanto así, si nos ha hecho gemelos idénticos —soltó Arthur levantando al fin la mirada.

John analizó a su hermano. Por fin había enloquecido.

—¿De qué hablas?

—Somos idénticos, aquí no nos conocen —repuso ansioso y caminando hacia John—. Tal vez en Francia, pero no aquí. Toma mi lugar, hermano; y yo tomaré el tuyo.

—Imposible, el acta ya tiene tu nombre —negó de inmediato.

—Tú serás su excelencia Arthur Bennett, el Conde; y yo seré Lord John, el caballero. Únicamente así seremos felices, tú serás lo que tanto quisiste, mientras yo haré lo mío.

—¿Tanto así detestas el título? —cuestionó John desconfiado de la propuesta.

—No quiero ese poder o la responsabilidad. Prefiero la libertad de hacer lo que me plazca. Sí, suena egoísta, pero qué otra opción me deja la vida si se me ha dado una mente inquieta, amante de la ciencia. En cambio, tú siempre ambicionaste mi lugar como heredero del título, como futuro jefe de la familia Bennett. La diplomacia, la alcurnia y tu habilidad para hacer negocios; no me digas que no es así cuando estoy seguro de ello —declaró a sabiendas de que tenía la razón.

John tragó saliva y miró su reflejo en el rostro de su hermano, era como verse en un espejo. Sin embargo, sí había diferencias.

—La cicatriz podría desmentirlo e iríamos a prisión o a la horca, si no es mucho mejor.

—Despide a todo sirviente de Saint Rosalie. Mamá y nuestra hermana apenas si nos recuerdan de catorce años, Olivia me llamó John cuando llegamos y no tuve oportunidad de desmentirlo. No hay manera de ser descubiertos.

John miró aquella hoja de papel una vez más, recordó esos celos que sintió cuando firmó como testigo, en vez de hacerlo como el nuevo Conde. Prefería aceptar la peligrosa propuesta a vivir a las sombras de su hermano. Acatar sus órdenes como un criado, no era eso lo que tenía planeado, nunca lo quiso y ahora el destino le hacía un obsequio.

—Bien, lo haré. Tomaré tu lugar y tú el mío. Sin embargo, yo seré el Conde, yo seré quien tome las decisiones y tú no tendrás manera de objetarlo pese a que seas el verdadero Arthur Bennett. ¿Lo comprendes? —soltó altivo, imaginando la grandeza que caería sobre él.

—No temas por mí, que, aunque un día decida decir la verdad, no habrá pruebas que demuestren lo contrario —aseguró con los ojos entrelazados.

Shrewsbury, septiembre 2022

John recordaba el justo momento en el que aquella audaz idea pasó por su cabeza. Había un fuego naciente en su interior que le quemaba el alma.

«Un acto verdaderamente egoísta», pensó mientras se percataba de su llegada a la casa de los Scott.

La lluvia ahora era más densa y el anochecer estaba prácticamente sobre ellos. En el interior de la residencia había una pequeña cantidad de luces encendidas. Lo que les decía a los padres de Emilia que su hija fue directo a ese refugio que llamaba habitación.

—Pasa, iré a buscarla —dijo la mujer.

Jacob, por otro lado, se mostraba un poco más renuente por la persistencia que el hombre tenía por hablar con Emilia. Ruth intervino, haciéndole saber que existía la posibilidad de que la situación no fuera tan extrema como creían, tal vez, con un poco más de comunicación, la cosas entre ellos se solucionarían.

—Ven a la sala —incitó un Jacob preocupado.

Arthur, quien se había estado haciendo llamar John, miró la preocupación en los ojos de Jacob. Entendía que ella era su hija y que les debía una explicación tanto a Ruth como a él, pero antes era indispensable hablar con Emilia.

Fueron muchos los minutos que estuvo de pie, aguardando por la presencia de la mujer. Finalmente, la madre apareció con la cara roja, su hija rechazaba la visita, aunque este se negara a salir de ahí sin haber hablado con ella.

El Conde, que ya estaba fuera de todo comportamiento propio de un caballero, ignoró los deseos de la castaña e ignorando la presencia de los padres, caminó hasta donde sabía que la encontraría: recluida en su vieja habitación como una niña negada a salir de ahí.

Arthur cerró la puerta detrás de él, mientras Emilia miraba atónita la impulsiva acción del caballero.

—¿Qué haces aquí? —cuestionó sentándose sobre la cama.

—Necesito que me escuches —repuso con los ojos fijos en los de ella.

—¡No hay nada que decir! —aseguró Emilia, secándose el rostro.

—¡Tal vez tú no tengas nada que decir, pero yo sí y me vas a escuchar! —indicó caminando hacia ella.

—¿Por qué? ¿Acaso tú me escuchaste a mí? ¿Escuchaste mi preocupación por salvar el castillo y mi trabajo? ¿Escuchaste mi desesperación por recuperar mi vida? ¿Escuchaste todas esas veces que te hablé mis sueños?

—Escuché, escuché todas y cada una de tus inquietudes y estuve a tu lado siempre.

—¡Me mentiste! ¡Llegaste a mi vida y me dijiste que eras alguien que no eres! ¡Por Dios, eres el Conde! —gruñó ya de pie frente él.

Arthur negó y tragó grueso.

—Nada de eso importa...

—¡Sí importa, para mí sí importa...! —recriminó Emilia en un grito ahogado por la decepción—. Le diste tu lugar a tu hermano a pesar de saber que podía ser fácilmente cegado por el poder y la avaricia. Preferiste andar por la vida con una venda en los ojos para hacer lo que querías. Luego llegaste aquí e hiciste lo mismo conmigo, usaste todas esas bonitas palabras junto con tus finos modales y me manipulaste para que dejara ir todo lo que yo sí amo. El castillo y el legado de Shrewsbury. Les diste la espalda dos veces y me arrastraste en todo esto.

La frustración se apoderó de la habitación, el desahogo provino de dos latentes voces. 

—Yo no soy el que quiere acabar con todo, te recuerdo que esa es la fantástica idea de Michael. El hombre al que le diste una segunda oportunidad a cambio de un trabajo y fríos objetos viejos. Tonto fui yo, por haber creído en ti, por aprender a contemplarte como esa insuperable mujer que no se dobla ante los deseos de un hombre. —Hizo la mano puño y apretó los labios para evitar decir tonterías que los hiriera a ambos.

La cara de la historiadora estaba roja, no sólo por las lágrimas que derramó, sino por la acalorada discusión que residía en el mismo sitio donde antes le confesó su amor.

—¡Cuando le dije eso a Michael, tú y yo ni siquiera éramos algo!

—Tampoco lo somos hoy o ayer —vociferó a sabiendas de que la discusión salía de las cuatro paredes—. Fui un simple pasatiempo con el que provocabas los enfermizos celos de ese idiota... Esa era la razón por la que te negaste al matrimonio.

Le dolió, la hirió tanto que ni siquiera pensó en sus palabras y simplemente habló.

—¡Ahora menos que nunca me casaría contigo! No con alguien que se queda sentado, mientras ve su mundo destruirse.

—¿Y qué querías que hiciera? ¡¿Qué gritara que soy el verdadero Conde Arthur Bennett y que vengo del pasado?! ¡Por Dios, Emilia! Este no es mi mundo, no es mi vida, soy prácticamente un simple espectador de todo, yendo bajo la marea, siguiendo la corriente del río. ¿Qué otra alternativa tendría? No puedo volver a mi mundo y no puedo hacer uso de la educación que me fue dada. Shrewsbury no es lo que yo conocí.

Volvió el cuerpo, le dio la espalda y continuó con sus arrebatados impulsos que salían del alma.

»De pronto aparezco aquí y me dices que no soy nadie en este lugar —continuó plantándose de nueva cuenta frente a ella—, que mi nombre apenas si figura en simples papeles que terminarán devorados por el tiempo. ¡Aquello a lo que le dediqué mi vida, estaba en un sótano sepultado como basura! —soltó en un grito, señalando el piso con la mano—. Me dices que tengo que ayudarte a salvar el castillo, pero ¿decir la verdad no era peor? ¿Si Shrewsbury lo supiera, no me odiarían a mí y a mi familia? Los Bennett hubieran sido mucho más hundidos, repudiados, prácticamente inexistentes.

Tomó aire y el semblante se le hablando de la nada.

»Después me enamoré y cuando te tuve en mis brazos por vez primera, la vida misma dejó de importarme. Tu felicidad lo era todo.

Emilia se mostraba herida, cada palabra era una daga que la desangraba por dentro.

—¡No me sigas mintiendo, John o Arthur, o quien quiera que seas! Mi felicidad te da igual. De haberte importado, me hubieras dicho al menos tu verdadera identidad y tampoco te hubiera interesado ver a los Bennett hundidos, mientras mi trabajo y todo lo que tengo quedó abatido.

—¿Al lado de Michael? ¿Tú quieres seguir trabajando al lado de él, en un castillo que está olvidado? —escuchó el silencio de la mujer, vio sus ojos y entonces lo supo, no existía un rastro de reconciliación—. Puedo darte las evidencias que gustes, las recolecté dos años antes de mi desaparición, temiendo que mi hermano cometiera la hambruna que posteriormente causó. Serán tuyas para que lo hagas público, mantendrás tu trabajo y lo que tanto dices amar. Yo espero... que sea esa tu felicidad.

De los ojos de Emilia caían lágrimas, lágrimas de dolor, frustración y de orgullo. Por otro lado, Arthur ahora tenía el pecho recto como aquel que había sido golpeado por la rebeldía de una mujer. No, no permitiría que ese orgullo que le quedaba, fuera pisoteado; era un Conde, era un Bennett y ya no jugaría más a ser el novio de Emilia, aun cuando la decisión le doliera más a él de lo que le dolería a ella.

—Adiós, Emilia —finalizó el hombre que abría la puerta de la habitación.

—¿A dónde vas? —interceptó antes de que este saliera.

—De vuelta a donde pertenezco...

—¿Cómo volverás al pasado? ¡No hay manera! —Lo miró abatida, pensando que intentaría ser golpeado por un rayo.

—Es evidente que mi lugar tampoco es en el pasado. No tengo un hogar, ni aquí, ni allá. Te dejaré la evidencia en tu departamento —señaló mientras atravesaba la puerta.

En la sala, aguardaban los padres de Emilia con la lejana esperanza de que esos dos se reconciliaran a pesar de los ligeros gritos que escucharon. No obstante, el rostro del Conde se los dijo todo, se despidió de ellos con la característica cordialidad que le precedía, aunque ahora tenía más un aire autoritario y orgulloso. Echó la mochila deportiva por sobre el hombro y salió de la casa atravesando la puerta e internándose en la oscuridad de la noche con la cabeza en alto.  

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