Despierta y déjame volar



   Había una vez una joven pareja que vivía en los prados de Itoka, en las afueras de Japón junto a un hermoso bosque de bambú. Los años transcurrían, y la flama del anhelo de tener hijos se extinguía poco a poco. Los médicos suponían que podría ser un error genético en el varón a causa de los químicos a los que estuvo expuesto cuando sirvió en el ejército japonés durante la gran guerra. La pareja era muy humilde y gentil: Él trabajaba todos los días para que nada faltara, mientras que ella enseñaba en la escuela, en las faldas del prado de la pequeña aldea. Era buena gente, con principios, pero como usualmente pasa en la vida, cosas no tan buenas les ocurren a personas no tan malas.

   Una noche de verano, húmeda e insoportable, mientras la diosa Runa buscaba frenéticamente fuentes que la mantuvieran viva, pudo oír a lo lejos un llanto agónico. La diosa, de naturaleza curiosa, se acercó entre los bambúes a la pequeña casa de la ya no tan joven pareja.

   —Si tan solo tuviéramos un pequeño al que cuidar... —Recitaba el ruego de una pobre mujer—. Siento que le he fallado... Siento que... Que jamás podré hacerle feliz...

   La diosa la observó a lo lejos. La mujer estaba de rodillas, llorándole a un pozo, con dos cubetas vacías que le hacían compañía. Runa sonrió al notar aquel congojo, y tomando ventaja del melancólico suceso, decidió hacerle un "obsequio". A cambio de algo tan simple como es ser venerada, la diosa le concedería aquel profundo deseo, y de esa manera Runa podría recuperar su juventud y belleza, para evitar el limbo infinito del olvido. La diosa estaba tan débil que decidió enviar a uno de sus emisarios de la noche a darles la "buena nueva". El trato debía ser con ambos.

   —Querida, despierta. —Susurró un cuervo al pie de la cama.

   —¿Quién anda allí?... Miroh, ¡Un ladrón ha entrado a la casa! —gimió la esposa, mientras se cubría la mitad del horrorizado rostro con la sábana.

   —No se alteren, hijos del Jimen —trató de calmarlos el cuervo, al notar que el hombre empuñaba rápidamente un arma de fuego—. Me envía la diosa Runa con el fin de que su don sea entregado en muestra de su misericordia y compasión hacia los desdichados. —Soltó el ave con despecho.

   Ambos, en pánico al darse cuenta que un ave parlante yacía a sus pies, se levantaron rápidamente de la cama y se escudaron en un rincón del cuarto. El hombre bajó el arma, luego de haber disparado tres veces, pero no haber visto salir de ella ni una sola bala.

     "El tiempo apremia cuando eres mortal.

     Una niña crecerá en tu vientre maternal,

     Pero un ruego sagrado consigo traerá.

     Cada noche antes del amanecer

     En el bosque, con una gota de sangre, en aquel pozo rezarás

     De lo contrario ambos sufrirán

     El más horrible padecer."

   Cantó el cuervo antes de coger vuelo y perderse en medio de la maraña que se formaba entre la niebla y las plantas.

   La pareja, luego del recital, se sentía extremadamente excitada, como si volvieran al tierno florecimiento hormonal de la pubertad, y dentro de aquel misterioso trance hicieron el amor en un estado casi inconsciente, como dos animales poseídos por sus más íntimos deseos del alma.

   El paso del tiempo no se siente en los momentos felices. Así pues, nueve meses corrieron en dos pestañeos y una hermosa niña llegó al mundo de un vientre seco y una hombría vacía.

   Así como dictó el cuervo, cada noche la pareja se adentraba en el bosque de bambú y le oraba a la diosa Runa en agradecimiento por la dicha. Al pie de la letra, la mujer un pequeño corte en la mano se abría, y sin notarlo, con su sangre a la diosa mantenía viva.

   El cuidado de la niña era muy especial. La pobre criatura era demasiado enfermiza; su piel era tan pálida y blanca como la porcelana que se bronceaba con facilidad, arrebatándole el permiso de salir de día, y debido a que era muy pequeña para su edad, su crecimiento parecía ser retardado.

   Como protesta, la pareja dejó de visitar aquel pozo dentro del bosque de bambú, sin importarle las consecuencias. La diosa, al percatarse que su transformación no progresaba, pensó—: ¿Se habrán percatado que tienen cierta influencia sobre mí?

   El cuervo regresó apresuradamente hacia la casa junto al bosque de bambú.

   —La niña es muy enfermiza. No nos alcanza ni para tratarla ni para cuidarla. —Se quejó la esposa.

   —Un pequeño al qué cuidar, pidieron, y la diosa se los concedió. —Dijo el cuervo, frunciendo levemente los párpados.

   —Pero es demasiado. Esta niña morirá en nuestro cuidado. —Explicó el marido, meciendo a la pequeña entre sus brazos.

   —Está bien... —Bufó el ave —. La misericordia de la diosa es inmensa. Una niña a las enfermedades, menos propensa obtendrán. —Voló y se perdió en las entrañas de la noche, regresando al seno del bosque.

   Tal como citó el cuervo, la niña se puso fuerte, a pesar que se exponía a peligros, nada la dañaba. Su piel ya no era solo blanca como la porcelana, la firmeza de aquella ahora había adquirido. La niña creció hasta ser una jovencita. Salía a conocer el mundo sin temores de lo que pudiera encontrar, ya que enfermarse ella, no podía ya más.

   Hasta el momento, la no tan vieja pareja había cumplido con el pacto, pero tenían una nueva queja, así que tomando en cuenta su primera experiencia, nuevamente se detuvieron.

   —Malditos sean los mortales... Tal vez sea tiempo de apremiarlos con mi presencia... —Amenazó la diosa luego de notar nuevamente que el proceso de rejuvenecimiento tardaba. Pero el miedo la detuvo. Runa estaba siendo olvidada, y como pasa con todo ser místico, el tiempo se encargaría de borrar su existencia. —Tal vez a alguien más debería encontrar, y de ellos no depender más.

   El cuervo notó lo que pasaba, así que alzó vuelo y preocupado volvió a la casa de la vivaz pareja. —Ahora... ¿qué sucede, señores? La niña es más fuerte que el mármol, vivirá más que ustedes dos juntos. —Se burló el cuervo.

   —Ese es el problema. —Empezó la esposa, con el sucio delantal puesto, ya que se había detenido al limpiar—. La niña es tan sana, que ya no tenemos a quién cuidar. Nuestra vida es para ella, pero ella es para el mundo. No es cariñosa ni tampoco nos extraña. Pasa más tiempo afuera que dentro de nuestro hogar... —Se quejaba la madre con el ave, que pacientemente le escuchaba desde el marco de la ventana—. Somos nosotros lo que tenemos que...

   —Espera, espera, espera... —Le interrumpió el cuervo —. Si lo que deseas es una hija que se pierda la experiencia de la vida por estar en tu seno, eso tendrás. Más cariñosa, servicial y buenamoza, no conocerás jamás. —Cansado, esta vez el cuervo se sentó en el suelo, y emprendió camino a pequeñas andadas—. Mejor no me apuro, esto se va a ir a la mierda, de eso, estoy seguro.

   La palabra del cuervo era bendita. La joven, de su casa no se movía. Aprendió a cocinar, tejer y cantar. A vivir para servir a sus papás.

   —Esa casa está vacía. —Se cantaban los amigos de lo ajeno —. Sólo hay dos ancianos, ahora que su hija se ha ido. —Pensaban, ahora que a la niña ya no notaban.

   Una noche fría de invierno, más gélida que la muerte, unos malditos se adentraron en el prado, y se escondieron en el bosque. —Vayan por el hombre, está cortando leña. —Le ordenó el más arcaico de los tres, a sus matones—. Nunca nada les falta. Con esta tierra, deben de ser ricos.

   Los mal vividos atacaron al anciano por la espalda y lo dejaron inconsciente, mientras el otro, el más perverso, entró en la casa. La anciana, adormilada, no tuvo oportunidad alguna contra la manopla del arma que le arrebató la devolvió a la cama.

   —¿Y esta hermosa señorita? —El bastardo la miró con deseo, y sin nada ni nadie que lo pudiera detener, la tomó por la fuerza.

   Los vecinos entonces llegaron en auxilio hacia los gritos de dolor que la casa profería. El tipo que a la casa había ingresado, fuel el último al que esposaron. La antes jovencita, estaba ahora en cinta.

   Todo ese tiempo los ancianos habían cumplido con el pacto: la mujer había derramado sangre en el pozo dentro del bosque de bambú cada amanecer como la diosa lo pedía, pero luego de aquel accidente, otra molestia tendría.

   —No criaremos a un bastardo. ¡Llévatelo! —Gritó la anciana mientras se cubría la boca y se escurría las lágrimas.

   El cuervo, que todo lo había visto de cerca, respondió—: Sé lo que el futuro les prepara, pero no puedo intervenir. Ese niño se queda, porque aquí tiene que vivir.

   La anciana se tumbó en el pasto, y escondiendo la cabeza entre sus muslos, se rindió ante su destino.

   —¿Por qué nos diste una hija? —Preguntó el astuto anciano, manteniendo una expresión fría y cruel, de las que se aprenden quitando vidas bajo cobardes órdenes—. La pobre criatura no nos puede defender de cosas como éstas... Pensé que los dioses al menos sabios debían de ser.

   —¿Qué pides exactamente? ¿Que cambie a tu hija por un varón? —preguntó confundido el ave, inclinando la cabeza hacia la izquierda y bajando el pico para una mejor visión.

   —Al menos así, jamás de otro bastardo nos deberemos preocupar—. Concluyó el esposo. Su mujer en el suelo, aturdida le observaba.

   —Lo siento. —Soltó el cuervo junto con un pesado suspiro—. El destino una niña les dio, y eso nada ni nadie lo puede cambiar. Lo que sí puedo ofrecer es... darles la vida suficiente para que, al niño que viene, puedan cuidar.

   —Pero... Nuestros vecinos... El pueblo entero, ¿qué dirán? —Dijo la anciana, con la preocupación cincelada en las arrugas.

   —Acepten ahora y sigan con el trato... Malas cosas suceden cuando molestan a un dios. Runa ha sido paciente, por ahora, pero no por mucho tiempo más. —El cuervo desvió la mirada. Había algo que quiso añadir, pero de ello luego no se quería arrepentir—. Ustedes los mortales... lo único que hacen es quejarse de lo que tienen y desear lo que no, y cuando por fin se les complace, otra necesidad les nace... No se les puede mantener contentos. No al menos de que se den cuenta de lo que dejan atrás... —Se quejó el ave.

   Astuto, el anciano notó la duda en los pequeños y oscuros ojos del cuervo, así que tomó la única oportunidad que les ofrecían, esperando que esta vez el destino les sonría.

   —Nos quedaremos con el niño. —Se apresuró a decir el hombre, aún frunciendo las cejas—. Pero prometerás que no tendremos otro altercado como este. Tú nos protegerás. —Le pidió a cambio.

   —Que así sea... —El cuervo anidó sobre las raíces de un alto y fornido bambú—. Esta vez me quedaré a ver el final. Al fin y al cabo, es mi trabajo usual. —Murmuro el ave para sí mismo ni bien posó su áspero plumaje en la añeja madera.

   El embarazo se produjo sin complicaciones, y fueron los nueve meses más hermosos de sus vidas. La pareja jamás se imaginó que volver a vivir el crecimiento de un nuevo ser dentro de la que antes fue su pequeña, sería una experiencia tan divina. Chochos los abuelos que esperaban con más ansias que la misma madre la venida de su nieto.

   Pero al momento del parto, la fortuna les dio la espalda una vez más. El niño nació sin luz en los ojos ni aire en los pulmones que respirar. Y la madre, la que fue alguna vez su pequeña, con un sino similar al de su hijo, falleció pocos minutos después del parto, apretando fuertemente a su criatura sin vida contra su pecho.

   Los ancianos corrieron hasta el vacío nido del cuervo. La mujer se tropezó en el intento, pero su esposo la recogió. Ella levantó el rostro y le miró fijamente. Aquella era la primera vez que la anciana veía a su hombre llorar. El esposo posó los ojos en el cielo y exclamó a todo pulmón—: ¡¿Dónde estás?! ¡Tú debías cuidar de ella...! ¡Nos diste tu palabra! ¡Tu palabra valdrá tanto como nuestra promesa! —Fue entonces cuando el anciano recordó su falta. Una promesa que no pudieron sostener. Un gran dolor que debían padecer.

   —Ustedes me lo pidieron. —El ave apareció de entre las sombras y se posó en el margen del tejado de la pequeña casa de piedra—. La única manera de tener una vida larga y sin problemas, es no tener descendencia... Irse por la puerta trasera y no dejar rastro de existencia.

   El anciano, mirando al suelo, dolido y maltrecho, le respondió apretando los dientes con odio y despecho—: Esto es por la ofrenda... No hemos...

   —Así es, mi querido amigo. Se pasaron estos nueve meses cuidando más de su hija, que preocupándose en la fuente que les dio esta oportunidad. El último pacto recibido, fue hace ya más de una eternidad. —Dictó el cuervo, con tristeza en el cantar.

   —Lo sentimos con toda nuestra alma... por favor, déjanos hablar con tu diosa, y le daremos cualquier cosa que ella desee para que nos devuelva a nuestra hija.

   El cuervo los llevó a lo profundo del bosque, hasta encontrar una pequeña laguna. El agua de aquel manantial era incluso más negra y densa que la noche. De pronto, ambos ancianos sabían que algo perverso los acechaba.

   De repente, una niebla espesa surgió desde la orilla de la laguna. Una figura de espectral se formó en el aire. Era una mujer, cuyo desnudo cuerpo estaba protegido por un vestido que parecía estar hecho por nubes o algodón. La diosa, abrió los ojos mientras caminaba sobre las tranquilas aguas del manantial. Su rostro, hermoso y brillante le quitaba protagonismo a luz de mismísima luna. Fue entonces cuando una sombría sonrisa se dibujó en las facciones de la diosa.

   —¿A qué se debe esta... peculiar visita? —preguntó Runa. Su voz era una silenciosa melodía que ambos escuchaban dentro de sí y retumbaba en las cavidades más profundas de sus cabezas.

   —Nuestra hija... —empezó la anciana—. La que nos concediste tiempo atrás. Ha muerto. Regrésala, por favor, te daremos cualquier cosa que nos pidas. —Rogó.

   —Las ofrendas no han sido entregadas a tiempo. No he escuchado nada sobre ustedes desde hace ya mucho tiempo atrás... Les advertí que perecerían sufrimiento si no cumplían con su parte. —La decadente mujer les dio la espalda. Otros tratos habían sido firmados. Ya no los necesitaba. —. ¡Largo! Regresen por donde vinieron y no vuelvan. —Dictó la diosa.

   —Su lacayo nos permitió hablar con usted... No nos queda más por vivir... Por favor, sin ella, todo lo hemos perdido. —Rogó el padre.

   —¿Lacayo? —El cuello de la deidad se torció lo suficiente como para dejarla posar sus ojos en aquellos viejos canosos —. Envié a un viejo lobo hace años para que les recitara mi poema, pero jamás regresó. —La diosa, una mano pensativa a su barbilla se llevó—. Jamás me pregunté qué le ocurrió... El pacto funcionaba. Tan solo ello bastaba.

   —Mi señora, ha sido un cuervo el que nos dio su propuesta, no un viejo lobo. Ha sido un cuervo el que nos concedió nuestros caprichos a lo largo del tiempo. —Respondió el anciano, aturdido.

   —¿Caprichos? —Miedo fue lo que infundió la diosa en los ancianos con aquella sepulcral expresión en su rostro—. Yo no doy segundas oportunidades. Todo este tiempo pensé que... —Runa, con una torcida sonrisa en el rostro, añadió—: Los cuervos no son dominios de la noche, son dominios del tiempo. Creo que el trato no lo hicieron conmigo. —A sabiendas de quién se trataba, Runa decidió no involucrarse más—. Siéntanse en la libertad de hablar con él. No está en mi poder el traer de vuelta a su hija.

   Los ancianos salieron apresuradamente en busca del cuervo. El tiempo voló, y el día entero se vistió con tinieblas, pero no se rindieron con la búsqueda. Antes del amanecer, llegaron a un claro, un hermoso espacio en medio del bosque de bambú. Se posaron para descansar, pues ya no eran tan jóvenes. Ya no eran buenas personas. Los caprichos que se les concedieron los habían cambiado por completo.

   De pronto, el cuervo se posó a sus pies. —Querida, despierta. —Susurró el ave —. ¿Qué tanto te apetece hacer un nuevo trato? —le propuso.

   —Tráela. —Logró decir, aún medio dormida. Sus ojos cansados no se podían mantener abiertos. A ambos el alma se les iba.

   —¿Que la traiga? —Dijo el cuervo socarrón, doblando levemente ambas alas por encima de las raíces de sus patas—. Pensé que no querías una hija, pensé que se habían cansado de lo complicado que era criarla. Pensé que no querían tener un bastardo, que no querían involucrarse en nada. —Dijo el ave, a punta de etéreos murmullos.

   —La extraño demasiado. La amo con todo mi ser... Los amo a ambos. Ese niño no tiene culpa. —La anciana posó su mano sobre la fría palma de su esposo. Notó que por sus venas la vida ya no corría—. ¡Tómame a mí.! —Gimió en un suspiro—. Si este fue mi deseo, que sea también mi castigo. Pero déjales vivir... —Le ordenó. Una solitaria lagrima le acarició las profundas arugas en el rostro.

   —Como gustes, mi señora. —La esposa podría haber jurado haber visto al cuervo sonreír—. Haremos un nuevo trato por la mañana.

   El paso del tiempo voló encima de ellos en forma de cuervo, y regresó a esa pequeña casa recién comprada por una joven pareja de esposos. Ambos despertaron, jóvenes y llenos de vida.

   —Querida, despierta... —La esposa abrió los ojos. Aún mantenía su mano enlazada con la de su marido. Su hombre a su costado tendido, plácidamente dormido. Pero algo había cambiado.

   En la mesa de noche una carta reposaba.

     "El tiempo apremia cuando eres mortal. No lo desperdicien moldando su descendencia a su gusto. Los hijos no deben estar hechos para sus padres, al contrario, son ustedes los que deben estar hechos para sus hijos. Dejen que la vida les pinte la cara de experiencia y al final del día, que vuelen conmigo. Este es mi obsequio prometido, una nueva oportunidad.

     Shi, emisario del tiempo, de la muerte"    

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