4

En el primer momento después de salir de la casa, me pregunté si habría entrado en una realidad paralela. Donde hasta un rato antes había un bosque, quedaban apenas unos helechos marchitos. Empezamos a avanzar juntos, pero a mitad de camino terminé teniendo que llevarla en brazos porque cada dos pasos se me volvía a dormir. Al final, conseguí alcanzar el auto, pero una vez ahí, necesité un merecido descanso antes de estar en condiciones de salir. La espera le vino bien para dejar de asombrarse de la máquina que tenía ante sus ojos.

Logré meterla en el auto, y de camino al centro intenté prepararla para lo que se iba a encontrar. Si era cierto que había pasado tanto tiempo durmiendo, no hubiera querido estar en sus zapatos en el próximo tiempo.

—Hasta ahora no tuvimos demasiadas oportunidades de hablar —empecé—. Soy Felipe, ¿y vos?

—Rosa —respondió, mirando sorprendida el tablero de mi auto.

—Está bien. Y decime, Rosa, ¿qué es lo último que te acordás?

Al esforzarse por pensar no solo se le arrugaba la frente sino que se le escapaba la punta de la lengua entre los dientes. Debía reconocer que, a pesar del carácter de mierda, era adorable.

—No estoy segura. Recuerdo que le pedí a mi madre que me prestara sus agujas para hacer un bordado en un vestido... Se me resbaló el dedo y me hice una herida con la punta de una de ellas. Todo se puso borroso, me mareé... Y luego, cuando abrí los ojos, te tenía a ti encima —añadió, acusadora.

—Bueno, bueno, perdón por eso. ¿Entonces no te acordás de nada más? —Negó con la cabeza—. Está bien... ¿Y qué año creés que es?

—¿Cómo que qué año creo que es? ¡El que es! Mil novecientos diecisiete.

Se me escapó un silbido al confirmar lo que temía. ¿Cómo se lo explicaba?

—Bueno, ya sabés que estuviste dormida. Eso te lo dije. Y... em... que para cuando la bruja esa vino y durmió a tu familia, habían pasado diez años...

—¡Ay, es cierto! ¿Cómo pude perderme diez años? ¡Es terrible!

—Sí, bueno. No es tan malo perder diez años...

—¿Cómo que no? La gente que conozco ya ni siquiera tendrá mi edad, habrán continuado con sus vidas. ¡Y yo todavía aquí, con dieciséis años!

—Seh... Mirá, lo que digo es que, comparativamente, no sería tan grave lo de los diez años si consideramos que... —Ella me observó de reojo y confieso que me asustó un poco contarle en qué año estábamos. Y no es que sea un cagón, es que Rosa pega fuerte cuando se enoja—. Bueno, no hay forma suave de decirlo, así que vamos a hacerlo como salga, ¿sí? En realidad no fueron diez años. Estamos en el dos mil diecisiete.

El alarido que dio esa mujer me obligó a frenar el auto de golpe... y se me escapó un pequeño volantazo, para qué mentir. Lo único bueno de la frenada fue que el latigazo sorpresivo la silenció. Creo que ese va a ser un recurso que tenga en cuenta en el futuro.

—¿Qué estás diciendo? ¿Dos mil...? Pero eso implicaría que he dormido por muchísimo tiempo... Estás mintiendo, seguro.

—No, no miento. Dormiste cien años.

Se quedó con la boca abierta y sin emitir un solo sonido, tan quieta que por un momento tuve miedo de que no estuviera respirando. Luego, giró la cabeza hacia el frente, con la mirada perdida como si estuviese en estado de shock. Arranqué el auto y no solo alcancé el pueblo, sino que llegué hasta mi casa antes de que ella hiciera algún otro movimiento.

Cuando estacioné en la puerta y la miré, la encontré esforzándose por no llorar, con lágrimas rodando por su cara

—No, Rosa, no llores. Vamos a encontrar a la mujer y va a despertar a tus viejos.

En lugar de calmarla, mis palabras parecieron empeorar todo. El llanto se desató con sollozos atronadores, hipidos y mocos incluidos. Y de pronto, ella estaba apretada contra mí, abrazándome y yo trataba de acariciarle el pelo con la poca movilidad que me dejaba. Y sí, pensaba en cómo quedaría mi campera después de eso.

Una vez que conseguí que dejara de llorar, arrastré a ese par de ojos enrojecidos a mi casa. No quieran saber la mirada en su cara cuando vio los electrodomésticos que había adentro, tuve que hacer una visita guiada que incluía nociones de tecnología para idiotas para poder explicarle qué eran algunas de esas cosas. Pero cuando vio el baño, pareció tocar el cielo con las manos. Dos segundos fue el tiempo que le llevó aprender cómo funcionaba la ducha, obtener toallas y sacarme a patadas de ahí. Bueno, no fue exactamente así. Pero casi.

Yo me ocupé de buscarle algo de ropa de mi hermana para que no pareciera un extraterrestre recién bajado de la nave cuando fuéramos a preguntar en la peluquería si sabían dónde podíamos encontrar a la chica de la libreta. Nunca calculé que casi se desmayaría ante la idea de usar un par de jeans y una blusa que ni siquiera tenía tanto escote. Tuve que pasar al menos diez minutos explicándole que esa era la ropa que usaban todos, que esos pantalones no eran de trabajadores portuarios ni pescadores (justo me tenía que tocar despertar a una porteña concheta) y que nadie iba a pensar que acababa de salir de un lupanar, lo que fuera que significara eso.

Después llegó el momento de alimentar a mi visitante. Aproveché las sobras de pollo al horno y puré de papas de la noche anterior y se lo calenté en el microondas. Al principio estaba asombrada por el aparato, pero me parece que después se le abrió el apetito. Y hasta ahí llegó la chica de clase alta. El intento de comer con cubiertos no duró más que dos mordiscos, después revoleó los cubiertos a un costado y se agarró a la pata de pollo como quien no probaba bocado desde hacía una vida —bueno, una vida no, más bien un siglo—. Lástima que no se me ocurrió sacar unas cuantas fotos, ya me hubiera gustado poder molestar a la porteñita con eso en el futuro. Estuve lento.

Para cuando terminó, en el plato se acumulaban varios huesos sin ningún rastro de carne, y sus manos y boca tenían más grasa que una máquina freidora. De nuevo, debí sacarle una foto.

Poco después, los dos estábamos en la calle de camino al centro comercial, que se encontraba a unas pocas cuadras. Debimos haber llegado en pocos minutos pero el trayecto nos llevó más de tres cuartos de hora porque Rosa se detenía a cada rato. Cuando no estaba caminando como un pato porque el pantalón le molestaba entre las piernas, se paraba a mirar algo que le llamaba la atención.

—¡Pero qué hacen! ¡Cuánta indecencia! ¡Qué impúdicos!

Al escucharla tan alarmada, me giré para descubrir qué había visto para alterarse así. Me la encontré tan roja como una manzana, mirando entre avergonzada e irritada a una parejita que se besaba en un banco de la plaza. Debía concederle que los chicos estaban un poquito apasionados, eso sí, pero ver sus ojos desorbitados me produjo un ataque de risa que ella no se tomó para nada bien. Creo que aprovechó mis carcajadas para desahogarse por la indignación de los besos porque me dio tal correctivo en la cabeza que creí que me habría aflojado unos cuantos tornillos. ¿Mencioné que golpea fuerte?

Cuando llegamos a la peluquería, encontramos a Lucrecia barriendo en la puerta.

—Felipe, ¿otra vez por acá? Te dije que no puedo teñirte, nene, se te va a caer el pelo.

Y de pronto me acordé de mi pelo azul. ¿Cómo pude olvidarme? Me llevé las manos a mi nido de pitufos y me di cuenta de algo más: había dejado la gorra en la casa de Rosa. Después de que me atacó con los almohadones estuve tan perturbado que ni siquiera se me vino a la cabeza el hecho de que tenía que esconder el desastre que hizo mi hermana. Ya habría tiempo para vengarse.

—No estoy acá por eso, Lucre. Vine porque tengo que rastrear a una chica...

La mujer abrió los ojos de manera notoria y luego los entrecerró en mi dirección.

—¡Felipe Ortiz! ¿A vos te parece lindo eso de andar preguntando por una chica mientras estás con otra? Si serás desubicado. Y ni siquiera sos tan lindo, la verdad; si por lo menos te hubieses molestado en hacer algo de ejercicio y ponerte más musculoso como ese actor de la tele, m'hijo, otra sería la historia. ¿Pero pretendés andar haciéndote el interesante así todo flacuchito? —Chasqueó con la lengua mientras miraba a Rosa—. Ay, corazón, no le hagas caso. Sos demasiado linda para estar con este, ¿por qué mejor no me dejás que te presente a mi sobrino? Ese sí que es un churro.

—Lucrecia, estoy acá. Dejá de ningunearme, ¿querés? Que no es lo que estás pensando.

—Ay, m'hijito, todos dicen lo mismo.

—Esta vez es en serio, Rosa y yo no estamos juntos; y a la chica la estoy buscando porque tengo que devolverle algo que se le cayó, y, además, quizás pueda ayudarnos con algo.

Dado que la peluquería estaba vacía, nos invitó a pasar y nos ofreció unos mates mientras le contábamos lo que estaba pasando. Nunca estuve tan agradecido de que Lucrecia fuese una vieja supersticiosa como ese día. No solo creyó lo que le decía, sino que, además, había oído la leyenda.

La buena noticia era que, aunque no conocía a la chica, sí sabía quién era la mujer que había dormido a la familia de Rosa. La mala era que vivía en un pueblo vecino y ya se estaba haciendo de noche, así que íbamos a tener que esperar hasta el día siguiente para poder ir a buscarla, y tendríamos que salir a la mañana bien temprano. Así que no había mucha opción: Rosa tendría que pasar la noche en casa.

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