Capítulo 1
Detuvo el automóvil frente a la casa de estilo colonial sobre la avenida Edgewood, en Larchmont. Apagó el motor, sin embargo, no hizo ningún movimiento que sugiriera que se disponía a salir.
¿Estaría dentro? Era la pregunta que se realizaba cada vez que tenía un evento o planeaba una salida con sus amigos. ¿Esa vez iría Brian? La anticipación por verlo lo volvía loco, la incertidumbre de no saber si esa sería la oportunidad en la que se lo encontraría cara a cara lo corroía por dentro. ¡Cuánto extrañaba contemplar su semblante! Aunque no fuera más que para que le dedicara una de sus miradas airadas que tan solo le lanzaban ese mensaje de no ser bienvenido. No le importaba, simplemente quería tenerlo delante de nuevo.
Al mismo tiempo sabía que, si su anhelo se cumplía y Brian había concurrido a la inauguración, tan solo serviría para estrujarle el corazón hasta agrietarlo un poco más. ¿Cuántas fisuras soportaría antes de convertirse en añicos? Todavía no lo sabía.
Se bajó del vehículo y sus manos comenzaron a sudar a cada paso que daba sobre el camino de baldosas brillantes, color grisáceo, que conducían al arco de la entrada.
Estiró un dedo para hacer sonar el timbre, sin embargo, cerró la mano en un puño y la bajó al costado de su cuerpo antes de hacerlo. El corazón le latía desbocado y el temor lo invadió. Deseaba tanto tenerlo cerca que sospechaba que no podría contenerse si realmente había sido invitado y se hallaba dentro de la casa. ¿Cuán irónico era que a su edad sufriera por un hombre? Padecía porque estaba seguro de haber encontrado a su compañero, y era injusto que él no se sintiera igual. Además, temía volver a asustarlo y que Brian huyera nuevamente. Era una estupidez temer perderlo si no lo tenía. Pero así era.
Dio media vuelta con la resolución de retornar a su coche y regresar a su apartamento en Manhattan. Dos pasos más y se maldijo entre dientes. No podía defraudar a Sam y Alex. Apretó la mandíbula y, sin pensárselo dos veces, hizo sonar el maldito timbre. ¡Que fuera lo que tuviese que ser!
—¡Nick! —gritó Sam apenas abrió la puerta, para luego arrojarse a sus brazos.
Nick la atajó contra su torso. Estaba radiante, rebosante de felicidad como hacía tiempo que no la veía. Y no era para menos. Después de los altibajos que había sufrido con Alex, al fin Sam había aceptado convivir con él y se habían comprado una casa en Larchmont. No a estrenar, sino una a la que habían tenido que hacerle unos cuantos arreglos, y aún debían continuar con las reformas, pero al fin Sam había dado ese paso hacia el compromiso que tanto la aterraba y la consecuencia era la sonrisa de oreja a oreja con la que lo recibía. Además, Larchmont era el lugar ideal para que planificaran agrandar la familia, y él sabía cuánto lo deseaba Sam en su interior.
—Amor, si continúas estrujándome, no voy a lograr que el aire entre en mis pulmones —bromeó para disimular el desánimo que lo perseguía en el último tiempo. Exactamente desde que, unos meses atrás, le había prometido a Brian que se mantendría alejado de él. Y siempre cumplía sus promesas.
Lo había conocido casi un año antes, en Hayworth Enterprises. En aquel entonces, trabajaba en el departamento creativo, bajo la coordinación de Alex y Mark, el primo de Brian. Bueno, al igual que en ese momento, pero ya no continuaba en esa empresa, sino que sus jefes habían abierto una agencia publicitaria propia cerca de Central Park, en Midtown. La habían llamado S&P, por sus apellidos: Sanders y Peters.
—¿Quién hubiera creído que me encontraría aquí? —preguntó Sam.
Nick le pasó el brazo por los hombros y la atrajo hacia su costado. Sabía a qué se refería: después de haberse casado siendo aún casi una adolescente, que su esposo resultara una persona violenta y el temor a volver a amar, por suerte el haber conocido a Alex había iniciado el proceso de sanación que a ella le hacía falta.
—Amor, muchos lo habíamos visto, solo faltaba que tú te dieras la oportunidad de vivirlo. Estoy muy feliz por ustedes —remarcó la última frase mientras la tomaba de la barbilla y conectaba sus ojos melosos con los chocolatosos de ella. Le dedicó una breve sonrisa, para luego entrar en la casa que aún no conocía. La habían mantenido a resguardo de sus amigos a la espera de la gran inauguración.
El pequeño vestíbulo conducía a un living pintado en un color manteca y pisos de madera lustrada. Primaban los muebles de formas antiguas, pero con renovado tapizado y colores saturados, como un sofá Chesterfield de tinte azul oceánico y una silla de bambú en verde lima. Era un ambiente hogareño y divertido, como Samantha, una mezcla entre lo vintage y lo moderno.
Parecía que era el último en llegar. Apenas se adentró en la habitación, un gran grupo de personas lo rodeó para saludarlo. Se trataba de Alex, el otro dueño de la casa, pareja de Sam y uno de sus jefes; luego Fred, Xavier y Andy, sus compañeros de trabajo; Charlie, la esposa de Xav y nuevo miembro del equipo, y Gabe, amigo de Alex y también cliente de la agencia. Gabriel McDougall era una de las personas que se había arriesgado con Mark y Alex en su nuevo emprendimiento independiente.
Sin embargo, lo que le llamó la atención fue que Andy parecía escudarlo y no le permitía ver el resto de la estancia. En cuanto se apartó hacia un lado, se percató de qué lo prevenía su mejor amigo, o, más bien, de quién. En una esquina, junto a un aparador de color celeste, se hallaba el hombre que hacía temblar el suelo bajo sus pies. Charlaba con Mark, con la novia de este, Keyla, y con Morrigan Forrester, la mujer que siempre aparecía a su lado en los últimos meses.
Tuvo que contener las ansias de apartarle las manos a la maldita pelirroja que no hacía más que toquetearle el cuello de la camisa y colgarse de su hombro. Si tenía que sincerarse, la joven le caía bien. Era preciosa y siempre se mostraba abierta y amable con cada uno del grupo. A él le agradaría si no fuera porque se acostaba con el hombre que él anhelaba. Morrigan se había encargado de la decoración de la agencia, puesto que a eso se dedicaba, y había sido el mismo Brian quien se la había recomendado a Mark.
Cruzó miradas con Andy y vislumbró en esos ojos, tan claros como el agua, que este entendía el sufrimiento que Nick escondía en su interior a pesar de la sonrisa que mantenía en el rostro y que ya le provocaba un intenso dolor en las mejillas. No por nada Andrew era su mejor amigo, lo conocía como ningún otro.
—Quería avisarte, pero llegué apenas unos minutos antes que tú —se disculpó Andy en cuanto los demás se desperdigaron y les permitieron cierta intimidad.
—¿Y en qué hubiera cambiado, Andy? No faltaría a la inauguración del hogar de mis amigos, ¿no crees?
—Ya lo sé, pero...
—No te preocupes. —Elevó la palma e interrumpió lo que fuera a decir—. Saludaré, al fin y al cabo somos todos adultos. No es como si fuera a saltarle encima.
—Supongo que podrás contenerte —bromeó Andy, y lanzó un suspiro con desgana—. Si necesitas equipo de salvataje, me echas una mirada y en un respiro me tienes a tu lado.
—Gracias, encanto, pero no hará falta —aseguró Nick sin mucho convencimiento.
El observar cómo Brian le pasaba el brazo por la cintura a Morrigan hizo que un amargor sin igual le subiera por el estómago. Quería proclamar que el hombre era suyo, pero no era verdad. Jamás lo había sido. Aunque era cierto que unos nueve meses atrás Brian le había devuelto el beso apasionado que le había brindado. Aún podía recordar el dulzor de sus labios sobre los suyos y la revolución que generó en su cuerpo en medio segundo. Había sucedido cuando lo visitó en su bufete con Alex para que los asesorara como abogado respecto al ataque violento que había sufrido Sam a manos de su exmarido.
Sin mucha delicadeza, le había pedido que se quedara en su despacho mientras Alex salía sin manifestar la sorpresa que, estaba seguro, lo había asaltado ante el pedido del abogado. En el preciso momento en que se quedaron solos, se había desatado un huracán que no pudo detener.
Nick cerró los ojos y fue como si ese instante, que resguardaba profundo en su corazón, volviera a tener lugar.
«Quiero que te mantengas alejado de mí. Y que no vuelvas a dirigirme una de esas miradas nunca más».
Había sido como una bofetada percibir el rechazo del que era objeto, y Nick le arrojó en plena cara a Brian que lo que en realidad le sucedía era que él le gustaba.
Brian había rodeado el escritorio en un instante y, con la misma velocidad, lo aferró de las solapas de la chaqueta y lo estampó contra la pared. Con su rostro muy pegado al suyo, le había dicho con voz ronca y pausada mientras le clavaba la mirada: «Escúchame bien claro. No me gustas. No quiero tener nada que ver contigo. No te quiero cerca, ¿comprendes?».
Y allí había sido cuando lo tomó por el cuello y apretó sus labios contra los de Brian. Nunca, ni en sus mejores sueños, hubiera esperado que este respondiera a su beso con la misma lujuria arrebatadora que lo poseía a él. Los labios se habían acompasado a los propios y la lengua había enlazado la suya en una danza erótica sin igual.
Un ardor sin precedente lo había abrasado cuando Brian se dejó caer sobre su torso al tiempo que posicionaba una palma a cada lado de su cuerpo. Sin ninguna timidez, lo había acercado aún más con una mano sobre su cuello y la otra en la cintura, para percatarse de una dureza en la entrepierna del abogado que asemejaba en excitación a la suya.
Se había deleitado en saborear al hombre que pregonaba ser tan correcto y formal. En cuanto un gemido escapó de su boca, Brian se apartó aterrado. Eso había sido como un baldazo de agua fría que congeló a Nick en el acto ante la mirada de puro terror que había vislumbrado en esa vista azulina.
«Vete... Por favor, Nick, vete», había sido el ruego de Brian con un rostro contorsionado por la angustia.
Jamás había experimentado el instinto de proteger a alguien como lo había hecho en ese momento con Brian. El anhelo de correr hacia él, envolverlo en sus brazos y asegurarle que se encargaría de todo, que estaría bien, había sido tan acuciante que tuvo que hacer uso de toda su voluntad para evitarlo. Y se había contenido a sabiendas de que su afecto no sería bien recibido.
Había tratado de mantenerse alejado, pero parecía imposible. Brian era el primo de uno de sus jefes, por lo que asiduamente se cruzaban en la oficina o en reuniones sociales como en la que se hallaba en ese instante. También en su fuero interno había esperado que él lo buscara, que ansiara tanto su contacto como él lo hacía, sin embargo, no había sido así. Brian jamás se había comunicado con él de ninguna manera. Era algo que no solo le dolía en su ego, sino más que nada en su corazón.
Tampoco podía olvidar el encuentro cargado de máxima tensión sexual en el baño privado de Marcus, unos meses atrás. Apenas Brian lo vio ingresar en el despacho de su primo, al que aguardaba, había salido disparado con la intención de esconderse en el baño. No obstante, Nick había ido detrás y los encerró a ambos.
«Aléjate, ¿quieres?», le había suplicado Brian. El percatarse de la causa de su rechazo fue como ser golpeado de lleno en el pecho y dejado sin aire en un parpadeo. «Ah, te gusto, ¿cierto? Esa es la razón». La ternura se había vertido sobre él y se conmovió como nunca antes con aquel hombre que se le presentaba tan serio y varonil.
En cuanto Brian había acomodado una palma sobre su pecho, suponía que con la intención de detenerlo, un fuego líquido lo recorrió y cualquier esperanza de raciocinio lo abandonó. Ambas respiraciones se habían acelerado como por arte de magia, y Nick vislumbró en los ojos del abogado, de pronto ennegrecidos, las emociones encontradas que lo asaltaban y que no sabía cómo manejar. Nick solo había querido escudarlo de todo en un fuerte abrazo.
«Brian, mírame —le había pedido—. Bebé, solo habla conmigo». Lo había tomado por las mejillas y le había girado el rostro para que lo encarara y ya no le escondiera la vista.
«Mi vida es muy tranquila», había afirmado Brian sin ocultar la irritación que lo embargaba y sin apartar la mano sobre el pecho de Nick. Mano que bien había podido estar formada por carbón encendido, dado el ardor que parecía chamuscar su piel.
Nick le había dado la razón. Brian mantenía una vida tranquila, y él no era nadie para alterarla. Además, las emociones que había percibido en los ojos de Brian no le agradaron para nada. No debería sufrir por los sentimientos que se arremolinaban en su interior, sino disfrutarlos al máximo y explorarlos en intensidad. No era algo común el encontrar a la persona que sería tu complemento, y eso era lo que había hallado en Brian, estaba más que seguro: el hombre que era su mitad, la otra parte de su ser que precisaba para alcanzar una completitud.
Sin embargo, el deseo había sido mutuo en aquel pequeño encuentro y no pudo negarlo. Había estado a punto de volver a besarlo, pero un diminuto milisegundo de lucidez lo detuvo, aunque no había evitado que se abrazara al abogado; su sorpresa fue aún mayor cuando Brian lo permitió.
«Tranquilo, no haré nada», le había asegurado ante el terror que percibió en Brian.
En ese momento, su alma había muerto un poco. Se mantuvieron abrazados por unos largos minutos en los que ambos disfrutaron del contacto que sabían perecedero. Unos contados instantes en los que dieron vía libre a las sensaciones y se deleitaron en ellas, hasta que la puerta del despacho al ser aventada y las voces del otro lado del baño los habían obligado a abandonar ese tiempo secreto y propio.
Antes de retirarse de la estancia que los había escudado, le prometió que se mantendría alejado. No quería que sufriera, y por eso aquella maldita promesa había escapado de sus labios. Una promesa que lo disecaba cada día más.
Sin embargo, Brian estaba bien enterrado dentro del armario, y él no estaba para sacar a nadie a la luz a esa altura de su vida. Necesitaba algo más, una relación con una persona que lo valorara y que no lo viera como inadecuado o que se sintiera avergonzado de los sentimientos que los unían. Definitivamente, Brian no era la persona que precisaba.
Claro que eso no era algo que su corazón entendiera o se diera por enterado. Era más, apenas lo había visto, ese traicionero órgano había comenzado a palpitar como en una carrera a todo motor, tanto que parecía que volaría fuera de su pecho.
Dio dos pasos hacia la otra esquina y unos ojos azules como dos lagos profundos lo contemplaron y lo dejaron sin aire. Hacía tanto que no se encontraban que casi podría decir que había olvidado lo que se sentía al ser observado por él. Se quedó petrificado en el lugar por el miedo a no conseguir contenerse en cuanto saludara al grupo del que Brian formaba parte al otro lado de la habitación. Una mano lo sacó del ensimismamiento; la siguió con la mirada hasta percatarse de que se trataba de Andy, que lo contemplaba con algo similar a la lástima.
—Nick, no merece que suspires por él, y lo sabes.
No dijo nada, no podía. Se había quedado enmudecido por el nudo que tenía alojado en la garganta. Sabía que si pronunciaba una mera palabra, un torrente de lágrimas se escaparía de sus ojos, y no dejaría que eso sucediera. Aún tenía algo de dignidad.
Andy enlazó el brazo con el suyo y lo arrastró hacia donde se ubicaban Xavier y Fred, quienes estaban enfrascados en una discusión sobre uno de los juegos en línea a los que solían jugar en los recesos en S&P.
De pronto alguien apareció por detrás y le pasó un brazo por los hombros, del lado opuesto a Andy.
—Hey, viejo —lo saludó Mark, y le apretó el hombro.
Nicholas adivinó que esos ojos verdes sabían la razón por la que no se había acercado a saludarlos a Keyla y a él. Key, una joven exótica de ojos violáceos al mejor estilo Elizabeth Taylor, lo tomó por las mejillas y le estampó un sonoro beso en una de ellas.
—Al fin, Nick. Solo faltabas tú. Temía que no vinieras —aventuró la mujer, enfundada en una camisola oscura con estampado de grandes flores fucsias.
—Jamás hubiera faltado, amor.
Tuvo que sonreír al verse flanqueado por Andy y Mark y al tener a Key por delante, como si precisara que lo protegieran. Agradecía los amigos que tenía y que lo amaban como nunca su propio padre había podido. Él mismo les había otorgado una posición privilegiada a cada uno dentro de su corazón, y se habían convertido en esa familia; no con la que había nacido, sino una que el destino había puesto en su camino y a la que elegía día tras día.
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