Un breve descanso



—Por favor, siéntanse como en casa —dijo Juan mientras nos servía comida y bebida—. Es raro tener visitas por aquí, pero no hay problema en ofrecer algo de hospitalidad.

Nos sentamos a la mesa de la granja de Juan, un hombre que era el ejemplo de persona callada, de manos ásperas y rostro curtido por el sol. La habitación estaba decorada con lo mínimo, pero el ambiente era cálido, casi hogareño, a pesar de las circunstancias. Mis ojos recorrían cada rincón con inquietud, tratando de encontrar algún indicio de peligro. Aunque Juan nos había permitido refugiarnos aquí, algo en su comportamiento me inquietaba. Su sonrisa era forzada, sus manos temblaban levemente cuando servía la comida.

Carlos, siempre alerta, intercambiaba conmigo miradas rápidas, como si ambos supiéramos que algo no encajaba del todo. Sentía una presión creciente en el pecho, una especie de instinto que me empujaba a levantarme y salir de esa casa cuanto antes. Algo iba mal.

—Gracias por la hospitalidad —dije con una sonrisa débil, intentando sonar despreocupado—. Ha sido un día... largo.

Juan asintió lentamente, pero evitaba el contacto visual. Era un hombre de pocas palabras, y cada gesto suyo parecía calculado. No podía quitarme la sensación de que nos estaba ocultando algo.

—¿Llevas mucho tiempo aquí, solo? —pregunté, buscando alguna señal en su respuesta que confirmara mis sospechas.

—Toda la vida —respondió Juan, con la mirada fija en el plato frente a él—. Es un lugar tranquilo. Nadie se mete con uno.

—Le comprendo, amigo —contestó Carlos—. Más de una vez me planteé el retirarme, comprar un rancho y mandar a toda la burocracia a la mierda. Esta es la verdadera vida. Comiendo lo que siembras o lo que ganas con los trueques con tu vecino.

—No es que me dieran a elegir a mi —respondió Juan, como si no entendiese del todo lo que Carlos quiso decirle—. Con siete años mis padres me mandaron aqui, a casa de mi abuelo. Y ahora soy yo el que lleva el cotarro.

—Di que si —añadí, dando por concluído aquel el tema de conversación.

Mientras comíamos, comenzamos a notar ciertas peculiaridades en el comportamiento de Juan. A simple vista parecía un hombre amable, la tipica persona acogedora que tiende su mano. Pero su tono evasivo y la manera en que evitaba el contacto visual comenzó a inquietarnos a ambos. Llegué a pensar que era una persona bipolar, cambiando su manera de tratarnos de manera constante, a veces actuaba amable, y muchas otras cortante.

Al cabo de un rato, cuando nos encontrabamos en el sofá de su sala de estar mientras él pelaba una manzana en un sillón viejo.

—Voy a la cocina, ¿quieren algo? —murmuró, casi sin esperar respuesta. Carlos y yo intercambiamos una mirada rápida, pero no dijimos nada. Seguimos sentados mientras escuchábamos los pasos de Juan desvanecerse por el pasillo. Desde donde estaba, pude oír su voz murmurando algo, aunque no distinguí las palabras. Era como si estuviera hablando consigo mismo, o tal vez rezando.

Aproveché para mirar de nuevo la daga en mi mochila, era preciosa, pero Carlos, sin necesidad de decir ni una palabra, me dio a entender que lo mejor era guardarla. Era evidente que ambos estabamos incómodos en aquella casa. Juan nos había dado comida y cobijo, pero una cosa estaba clara; o estaba algo loco o nuestra presencia era la que le hacía comportarse asi de cambiante y extraño. Al fin y al cabo era un hombre solitario, era relativamente normal que no tuviera ciertas habilidades sociales. El no saber que contestar en ciertos menesteres no te convierte en una mala persona, y menos despues de haber sido el primero en ayudarnos.

La noche avanzó lentamente. La chimenea comenzó a apagarse, y la oscuridad se fue apoderando del lugar, dando paso a unas pequeñas brasas que apenas tenían fuerza como para iluminar más que las sombras de aquella sala de estar.. Nos despedimos de Juan sin mucha conversación, demasiado fatigados por el día y por las tensiones que pesaban sobre nosotros. Juan nos llevó a dos camas separadas en una habitación que parecía una bodega. Apenas había mobiliario, solo un par de colchones gruesos cubiertos con sábanas gastadas.

A la mañana siguiente me sentí como una liebre, completamente renovado y con las pilas cargadas. Mi camarada no podía decir lo mismo. Después de haber estado varias horas turnándose entre dar vueltas en la cama y mirar el techo, se dio por vencido y apenas durmió unos veinte minutos. Estaba claro que Juan le imcomodaba más que a mi.

En la sala de estar nos recibió de nuevo nuestro carismatico y parlanchín anfitrión, con esa mirada que iluminaba cualquier lugar (claramente ironía). La verdad es que no soltaba prenda, era como hablarle a la pared y esperar que se alegrara de que le preguntaras como está.

Eso si, no podíamos quejarnos de la comida. Juan nos sorprendió con un festín de sabores rurales que solo un hombre de campo podía ofrecer. Sobre la mesa colocó un surtido de quesos frescos, salchichas artesanales y tortillas de maíz recién hechas, cuya textura y aroma eran un reflejo de la dedicación en cada proceso. Había también frijoles guisados con epazote, un guiso de chiles secos y carne que despedía un aroma ahumado irresistible, y rebanadas de aguacate tan cremosas que casi se deshacían al tocarlas. Como toque final, sirvió un pan dulce ligeramente tostado y café de olla, cuyo sabor especiado con canela y piloncillo parecía abrazarte desde dentro. Era un banquete que hablaba de esfuerzo, tradición y hospitalidad, incluso en medio de nuestras tensiones.

Pero como hubiese dicho mi abuelo, no se puede respirar aliviado hasta que no pisas diez metros por delante de la línea de la meta. De verdad que alguna vez me gustaría hacer caso a mi intuición desde el primer momento. Lo tengo en mi lista de deseos.

Empecé a escuchar un leve rugido. Al principio, apenas un murmullo lejano, pero a medida que se acercaba y pude diferenciarlo bien, no sabía si asustarme o cagarme en todo lo que se menea. Motores. Y no un par precisamente.

Instintivamente, miré a Carlos. Él había escuchado lo mismo y ya estaba listo para actuar, su mano cerca del revólver que llevaba en el cinturón. Sin decir nada, ambos supimos que el tiempo estaba en nuestra contra. Me levanté lentamente de la mesa, tratando de no llamar la atención, y me acerqué a una pequeña ventana al otro lado de la habitación.

Al asomarme por la ventana, mi corazón se aceleró. Vi las luces de las camionetas acercándose por la carretera polvorienta, y lo supe al instante: eran hombres de Salazar. Nos habían encontrado.

Los recuerdos de la isla me golpearon de repente, como un destello inesperado. El olor a sal en el aire, el rugido del océano, las carcajadas siniestras de los piratas mientras atacaban la pequeña aldea en la costa. La sensación de desesperanza mientras luchábamos por nuestras vidas, rodeados, sin salida. Había sido una batalla cruel, una donde no todos logramos salir con vida.

Sacudí la cabeza, tratando de alejar esas imágenes. Esto era distinto, me decía a mí mismo, pero la misma sensación de encierro y peligro inminente me asfixiaba. Aquí, en medio de este campo mexicano, no había océano ni piratas, pero los hombres que venían por nosotros no eran menos letales. Sabía cómo terminaría esto si no actuábamos rápido.

Mis ojos recorrieron el horizonte rápidamente, buscando una salida, una posibilidad de escape. La ventana me mostraba el campo abierto, los maizales mecidos por el viento nocturno. Pero era inútil. Estábamos atrapados en una granja en medio de la nada, y esos hombres no iban a detenerse hasta tenernos.

—Carlos... —susurré, todavía mirando por la ventana, sin apartar la vista de las luces cada vez más cercanas—. No tenemos muchas opciones. Si nos quedamos, será el fin.

Él asintió en silencio. Ambos sabíamos que mi instinto era correcto. Las sombras de la isla seguían acechándonos, como si aquel naufragio solo hubiera sido el comienzo. Desde entonces, cada decisión, cada batalla, nos recordaba que cualquier error podría ser el último. Habíamos sobrevivido a base de pura suerte, pero aquí, sin un plan claro y rodeados de peligros, esa suerte no iba a repetirse.

—No podemos quedarnos aquí —murmuré, con la respiración entrecortada—. Si lo hacemos, no saldremos con vida. Tenemos que movernos ya, y rápido.

Carlos se incorporó de un salto, listo para seguirme.

En la cocina, Juan había estado observándonos, y su expresión sombría decía que comprendía la gravedad de nuestra situación. Bajó la mirada y murmuró, casi en un susurro:

—Lo siento... no tuve elección.

Carlos y yo intercambiamos una mirada rápida, una que no necesitaba palabras. Antes de que pudiera detenerme, avancé hacia Juan y le solté un derechazo directo a la mandíbula. No era un golpe para herirlo, pero lo bastante firme para que retrocediera y cayera de espaldas, llevando la mano a su rostro, con una mezcla de sorpresa y temor. Desde el suelo, Juan me miraba en silencio, sin atreverse a decir nada más.

—Tranquilo, amigo —murmuré, con una calma calculada, mientras Carlos y yo salíamos por la puerta trasera sin volver la vista—. Estamos en paz.

Apenas pusimos un pie fuera, Carlos soltó una risa corta, como si no pudiera creer lo que acababa de pasar.

—Vaya, Henry, parece que tienes un nuevo método de persuasión —dijo, entre divertido y serio.

Le devolví la sonrisa, sintiendo la adrenalina en las venas mientras avanzábamos hacia el campo abierto.

—Ya sabes, Carlos... me adapto rápido.

Era ahora o nunca. Salimos corriendo por la puerta trasera, dejando a Juan inmóvil, paralizado entre la culpa, el miedo y un buen golpe. Mientras cruzábamos el campo, escuchábamos los motores acercándose y, con ellos, ecos de mis recuerdos en la isla. Sabía que esta vez la lucha iba a ser igual de feroz, pero también sabía que tenía que usar todo lo aprendido para sobrevivir.

Los motores ya retumbaban a lo lejos, y mientras corríamos entre los maizales, supimos que el juego acababa de comenzar.

El margen de error volvía a ser, como siempre, inexistente.

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