La Daga de Ichtkala
Los mapas te muestran el camino, pero el corazón es el que indica la verdadera dirección
—Edward Alexander Brooks
Si me hubieran advertido de lo que iba a suceder en México, tal vez me lo habría pensado dos veces antes de subirme al avión. Bueno, no. Siendo sincero, lo cierto es que lo habría hecho de todas formas. Aunque puedo aseguraros que la experiencia fue todo menos segura. No por el país, claro está. Yo mismo fui el responsable de meterme en la boca del lobo, pero es que soy algo así como un cazatesoros... o al menos, eso intento.
Me llamo Henry Brooks, tengo 20 años y, tras un par de meses trabajando como controlador de cámaras en el museo Archeron de Newark, he ganado la confianza de uno de mis superiores para embarcarme en pequeñas aventuras. Lo que pasó el verano pasado en una isla lejana es otra historia, pero lo que está por suceder aquí promete ser, cuanto menos, igual de intenso.
Como iba diciendo, mi último trabajo me llevó a México con la misión de encontrar una antigua daga azteca. Lo que en principio pensé que sería una simple búsqueda arqueológica, pronto se transformó en una pesadilla que ni en mis peores sueños hubiera imaginado. Y creedme cuando os digo que tengo algo de experiencia en ese tipo de situaciones. A pesar de lo ocurrido, debo reconocer que no todo fue tan malo.
Fue el día mas caluroso que recuerdo hasta la fecha. Al aterrizar en el aeropuerto de la Ciudad de México, me sentí como si entrara en un nuevo mundo. El aire estaba cargado de una calidez y energía vibrante, un marcado contraste con el frío gélido de Newark, que, pese a ser mi querido hogar, tenía poco en común con este clima soleado.
Mientras me dirigía a la salida, una mezcla de emoción y nerviosismo me invadía. Había esperado este momento con ansias: una oportunidad para demostrarme a mí mismo que era un explorador con un verdadero propósito. Sin embargo, una sombra de inquietud me acompañaba, un presentimiento de que algo peligroso estaba por venir. Puede que fueran gajes del oficio, pero pronto descubriria que mi intuición era acertada; al fin y al cabo, no es que viniese de vacaciones. Pero es mejor no adelantarse.
Mi encomienda era clara: hallar la daga azteca de Ichtkala. La mayoría de arqueólogos e historiadores la daban por perdida desde hacía ya varias generaciones, así que la falta de competencia parecía ser una ventaja.
Con poco más que una mochila, varias mudas de ropa y la funda para pistolas que llevaba casi como un recuerdo, me dirigí al mercado de La Merced, conocido por su bullicio y sus antigüedades.
Un colega del subdirector Whitman estaba convencido de que era el mejor lugar para encontrar pistas sobre la daga, ya que cualquier persona podría considerar que se trata de una daga común y corriente, y ese es exactamente el motivo por el que piensan que puede haber sido perdida en el tiempo. Si quería encontrar algo, esa era mi mejor baza. Allí era el lugar al que debía ir.
Me di cuenta al instante. El mercado de La Merced era realmente un caleidoscopio de sonidos y olores. Al adentrarme en su laberinto de puestos, mis ojos no sabían dónde mirar; todo parecía increíble. Una sinfonía de colores, los aromas de especias, frutas frescas y comida callejera se mezclaban con el polvo del suelo. Las personas se movían rápidamente a mi alrededor, algunas cargando enormes bolsas, otras paseando y disfrutando del vibrante y magnífico caos que lo caracterizaba. Era un lugar donde perderse.
Suerte que mi madre no estaba allí, porque no creo que hubiese querido salir ni en un millón de años.
Mi primer paso fue dirigirme a una de las tiendas más antiguas del mercado, regentada por un hombre de edad avanzada con un sombrero de ala ancha y una sonrisa arrugada que parecía haber visto más de lo que jamás contaría. Me presenté como Henry Brooks y le expliqué que estaba buscando información sobre dagas lo más antiguas posibles.
El anciano me miró con curiosidad, sorprendido de verme allí. Tras unos segundos de reflexión, asintió lentamente.
—Muy curioso...
—¿A que se refiere?
—No suelo atender a gente como tú en mi tienda. He oído historias sobre dagas antiguas —dijo con voz grave y pausada—. Pero en un lugar como este, la verdad a veces se entrelaza con la leyenda.
Aquel hombre me estaba empezando a poner nervioso. ¿Alquien como yo? Hablaba mezclando enigmas con leyendas, sin dar una contestación clara. Por eso volví a insistirle con la esperanza de que obtener una respuesta más concreta.
—Es muy amable por compartir toda su sabiduría conmigo, pero tengo algo de prisa. Si pudiera contestar a lo que te he preguntado se lo agradecería de corazón.
—Tal vez encuentres lo que buscas en la tienda de antigüedades de la esquina. Es la que está en el límite del mercado. Siempre dicen que tiene objetos raros, es el lugar perfecto para los coleccionistas.
Agradecí al anciano y me dirigí a la tienda que me había indicado. Era una tienda pequeña, con estantes repletos de objetos y curiosidades que realmente parecían antiguos, tanto que haciendo calculos rapidos solo por estadística alguno debería de tener mucho valor, aunque curiosamente, las personas parecían pasar por delante de ella sin prestarle mucha atención. Era un diamante escondido, ajeno a los ojos de la gente. Un hombre moreno de mediana edad, con una barba cuidadosamente recortada y gafas de montura gruesa, estaba detrás del mostrador. Me recibió con una mirada calculadora y una sonrisa que parecía esconder más de lo que mostraba.
—Buenos días, señor. Estoy buscando una daga azteca —le dije, tratando de sonar lo más profesional posible y ocultando mi impaciencia—. He oído que podría tener información o incluso alguna en su colección y me preguntaba si podría ayudarme.
El hombre ajustó sus gafas y me observó detenidamente, como si estuviera evaluando cada palabra que le había dicho. Me sentí como si estuviera en un examen de fin de curso.
—¿Asi que dagas aztecas? —dijo finalmente—. ¿Qué te hace pensar que podría tener una aquí? Tengo antigüedades, sí, pero has venido con algo muy específico en mente... ¿es que tienen los aztecas algo en particular que te llama la atención, señor...?
Traté de mantener la calma y sonreí, intentando parecer más confiado de lo que me sentía en realidad.
—Brooks —respondí dandome cuenta que todavía no me habia presentado, pero tampoco era plan de ir gritando mi nombre a los cuatro vientos cada vez que preguntaba por algo—. Lo cierto es que si. Me fascinan. Y dando una vuelta por el mercado me han comentado que usted tiene los objetos más raros y valiosos de la zona. Estoy dispuesto a pagar bien por cualquier información o ayuda que pueda ofrecerme —le aseguré, recordando la jugosa suma de dinero que me había prestado Whitman para la ocasión—. Estoy buscando una antigua daga, de obsidiana negra, asi de grande —añadí mientras extendía las manos para mostrar la longitud aproximada.
Soltó una risa seca y se acercó un poco más, esta vez bajando la voz.
—Verás... Aquí tengo algunos objetos, pero nada parecido a ninguna daga tan peculiar como la que me hablas —reconoció—. Pero hay un hombre no muy lejos de aquí, un hombre rico. Se llama Antonio Salazar. Es sabido que es un verdadero obseso de los artefactos antiguos, y alguna vez puede que haya oído hablar de una increíble colección de dagas antiguas. Por eso me ha sorprendido cuando mencionaste una daga. Pero eso es lo único que sé.
—¿Antonio Salazar? —repetí, memorizando el nombre mientras sentía un escalofrío recorrer mi espalda. La forma en que aquel hombre pronunció el nombre denotaba respeto.
El hombre asintió.
—Sí, pero ten cuidado. Salazar no es alguien con quien querrías tener problemas. Se dice que está metido en negocios turbios y no dudaría en hacer cualquier cosa para proteger lo que cree que le pertenece. Sé que a la gente le gusta mucho hablar y no todo lo que se oye por ahi es cierto... pero por si acaso, yo no te he dicho nada.
—Tranquilo por eso señor.
—De verdad que no merece la pena cruzarse con ese tipo de gente por un objeto de colección, de verdad se lo digo señor Brooks, olvide a ese hombre.
—Pero si ese hombre...
—No quiero hablar más de él —me cortó abruptamente.
—¿Podría al menos decirme dónde encontrarlo? —inquirí, sacando una pequeña libreta.
—En eso no voy a poder ayudarte, muchacho. Demasiadas preguntas. Como te he dicho, es mejor no tener nada que ver con esa gente.
—Vamos... le aseguro que no diré nada —le dije, posando mis manos en el mostrador, tratando de mostrarle confianza—, seré una tumba.
Solo me miró fijamente durante unos segundos, luego negó con la cabeza.
—Pregunta por ahí. Yo me he inmiscuido más de lo que me gustaría. Esta es una ciudad grande; encontrarás a alguien que te de más información de la que yo puedo ofrecerte.
Sabía que no era buena idea insistir más y por lo menos sabía más que cuando entré, por lo que con el nombre de Antonio Salazar grabado en mi mente, me despedí del propietario y salí de la tienda sintiendo su mirada en mi nuca. Ahora debía averiguar más sobre Salazar. Si ese hombre tenía varias dagas y una gran colección, necesitaba saber dónde encontrarlo.
Pasé el resto del día recorriendo Ciudad de México, recopilando información sobre Salazar, con cuidado de a quién le preguntaba y siempre alerta por si necesitaba salir corriendo. La gente fue increíblemente amable; jamás había hablado con tantos desconocidos y recibido tanta simpatía de su parte.
Lo que descubrí fue que Salazar resultó ser un empresario influyente con conexiones en el mundo del arte, aunque, según lo que me dijo una mujer en la tienda de verduras, eso era solo uno de sus hobbies. Sin duda alguna lo que desribía era un narcotraficante en toda regla, lo que pasa es que la gente no parecía tener el valor de decirlo en voz alta.
Ya sé lo que hubiese pensado cualquier otra persona en mi lugar: se acabó, un narcotraficante, evidentemente no va a querer escuchar lo que quiera decirle (como si fuera lo más normal del mundo) ni mucho menos aceptaria una oferta de menos de 4000$, que es de lo que dispongo. ¿De verdad merece la pena arriesgarse? La respuesta puede parecer complicada, pero definitivamente sí. He venido hasta aquí para demostrarme de lo que soy capaz, y necesito esa daga si quiero que Whitman cuente conmigo. Así que si lo que se me venía encima era arriesgado, debía prepararme y pensar bien mi siguiente jugada.
Su mansión se ubicaba a las afueras de la ciudad. El largo trayecto hasta allí y la vigilancia extrema hacían que cualquier intento de entrar no fuera tarea fácil, pero confirmaba lo que realmente me interesaba: estaba claro que guardaba algo de gran valor, y estaba convencido de que, aparte de su sucio dinero, estaría la daga que estaba buscando.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top