Campo através
La persecución había quedado atrás hacía ya rato, y después de lo que parecieron incontables minutos de huida, finalmente caminábamos con algo de calma. El sonido de nuestros pasos era lo único que rompía el silencio mientras tratábamos de recuperar el aliento.
Nos detuvimos un momento para asegurarnos de que nuestras heridas eran superficiales y que, por ahora, estábamos a salvo. Aunque aún sentíamos el cansancio y la tensión en el cuerpo, lo peor había pasado, y el peligro inmediato parecía haberse desvanecido. Sin embargo, ambos sabíamos que no podíamos relajarnos del todo.
—Carlos... Siento lo del coche, de verdad. Puedo mandarte el dinero tan rápido cuando llegue a Newark.
—Olvida el carro, Henry. Estamos vivos, eso es lo que importa. Yo ya he hecho todo lo que tenía que hacer en México y veo que tú también, por lo que centrémonos en salir de aquí.
Aprovechamos la caminata por el bosque para conocernos un poco mejor. Aunque confiaba en Carlos después de lo que había hecho por mí (arriesgar su cuello, ni más ni menos), el estar a solas con un desconocido siempre puede ser incómodo. Por eso decidí explicarle con más detalle mi historia y por qué hacía lo que hacía. No quería que pensara que era alguien diferente a quien realmente era. Y por esa misma razón tampoco entré demasiado en detalles con el Zhamun y el abismo esmeralda, me hubiese tomado por loco y no estaba en situación de quedarme solo en la jungla.
Carlos también aprovechó para compartir más detalles sobre su vida. Después de todo, no había mucho más que hacer mientras apartábamos las hojas de nuestras caras. Me contó que, como había mencionado durante la persecución, era hondureño y estaba en México haciendo una entrega de material para un viejo amigo. Aunque no era repartidor profesional, estaba allí como un favor. Había sido un piloto de carreras bastante conocido en su campo, pero ahora estaba retirado después de una vida dedicada al asfalto.
—Así que un aventurero, ¿eh? Me recuerdas a mí en mis tiempos. Aunque eso de la isla... tú y tus amigos tenéis lo que hay que tener si lograsteis anteponeros a una banda de piratas, si no es porque ya he visto como te las gastas me costaría bastante trabajo creerte.
—No todos lo conseguimos —él notó mi tono reflexivo y trató de desviar la conversación.
—Bueno, mi vida era la adrenalina y los neumáticos, pero había que pagar las facturas y, al final, decidí que era mejor cambiar el rumbo. Ahora estoy en algo más tranquilo, pero no puedo negar que a veces echo de menos la velocidad.
—Ya lo creo. En mi vida había visto con mis propios ojos esa habilidad de conducción.
—Ni la volverás a ver en ninguna otra parte —me dijo riendo pero claramente bromeando amablemente. Aunque de verdad, así era.
El bosque se fue aclarando poco a poco, y entre los árboles surgió una imagen que, en cualquier otra circunstancia, habría pasado desapercibida: una pequeña cantina de madera, solitaria y maltrecha, al borde de una carretera de tierra. El edificio parecía casi abandonado, como si hubiera resistido la furia del tiempo con más obstinación que dignidad. Las paredes, ennegrecidas y desgastadas por el sol y la lluvia, se inclinaban ligeramente, dando la impresión de que en cualquier momento podrían ceder ante la gravedad. Un letrero de madera, en el que apenas se distinguían las letras descoloridas, colgaba torcido sobre la entrada, sostenido por un par de clavos oxidados. Frente a la cantina, dos vehículos viejos y cubiertos de polvo descansaban sobre un terreno pedregoso, como esqueletos olvidados.
Carlos observó el lugar con una sonrisa nostálgica, y me señaló la entrada con un gesto de la cabeza.
—Mira, justo lo que necesitamos —rió mientras me daba una palmada en la espalda—. Vamos, te invito a una cerveza. Después de todo lo que hemos pasado, nos la merecemos.
—No es como los bares en los que he estado, pero tampoco puedo quejarme después de todo —le sonreí mientras avanzábamos hacia la destartalada cantina.
Cruzamos la puerta de la cantina, el chirrido de las bisagras acompañando nuestro paso. El interior estaba prácticamente en penumbra. Se respiraba un aire cargado de un olor rancio a tabaco y humedad. Por suerte o por desgracia, las pocas mesas que había estaban vacías, y solo un hombre mayor, con el rostro surcado de arrugas y una gorra sucia, estaba detrás de la barra. Nos observó con desinterés, sin mediar ni una palabra (con razón esto está como está, pensé).
Nos acercamos a la barra, y Carlos pidió dos cervezas con la naturalidad de alguien que ha hecho esto cientos de veces. El hombre asintió, sacó dos botellas polvorientas y las abrió con un gesto práctico. Nos sentamos en una de las mesas cerca de una ventana, desde donde podíamos ver la carretera desierta y el bosque que habíamos atravesado..
—Por lo menos no nos hemos cruzado con ningún viejo conocido —dejó caer Carlos con una sonrisa irónica viendo al viejo hombre resoplando detrás de la barra mientras levantaba su botella en un gesto de brindis.
—Salud por eso —respondí sonriendo, chocando mi botella con la suya antes de tomar un largo trago. La cerveza estaba tibia y tenía un regusto amargo, pero era lo mejor que habíamos probado en horas. Después de ese largo trayecto parecía no ser tan mala.
Pasamos un rato en silencio, escuchando el zumbido de una mosca atrapada en una telaraña en la esquina del techo. La tranquilidad de la cantina, contrastada con el caos que habíamos dejado atrás, tenía un efecto calmante. Sentí cómo la tensión se iba desvaneciendo poco a poco.
—Y dime, Henry —dijo Carlos después de un rato, rompiendo el silencio—, ¿qué piensas hacer ahora? Sabes que aún no estamos fuera de peligro, ¿no? Si Salazar es tan poderoso como como me has relatado, sus hombres podrían estar buscándonos. Más teniendo en cuenta el regalo que te has llevado.
—Lo sé, de hecho le llevo dando vueltas un rato —respondí, girando la botella vacía entre mis manos—. Mi prioridad es volver a casa con la daga, y de una pieza a poder ser.
—Bueno, ya lo hiciste una vez, ¿cierto? Y creo que ya hemos pasado lo peor. Aunque después, habiendo recuperado un poco las energías, creo que podríamos ponernos en marcha de nuevo.
—Sí, suena un poco loco después de la carrerita, pero la verdad es que necesito estirar las piernas.
—Ya veo... oye ¿estás seguro de que eso era cerveza? —bromeó, y yo solté una risa sincera.
Salimos de la cantina, sintiendo la brisa fresca de la tarde en nuestros rostros. La carretera de tierra se extendía ante nosotros, flanqueada por la espesa jungla a un lado y lo que parecían interminables campos abiertos al otro.
El camino de tierra que seguíamos se convertía en un sendero angosto, serpenteando entre árboles. Era como si nos alejáramos cada vez más de cualquier atisbo de civilización. Esa cantina debía tener una clientela habitual muy recurrente, porque en mi mente no encajaban las cuentas de tener un negocio tan escondido.
Las grandes hojas a nuestro alrrededor se mecian con el viento, mientras el sol, se filtraba entre las ramas, iluminando el suelo con destellos dorados.
A medida que avanzábamos, el camino se ensanchó de nuevo, revelando una nueva vista. A la derecha, el bosque se espesaba, con troncos retorcidos y lianas que parecían brazos dispuestos a atrapar a cualquiera que se acercara demasiado. A la izquierda, un vasto campo se extendía, cubierto de hierba alta que danzaba al ritmo de la brisa, como un mar dorado que se perdía en el horizonte. Este paisaje, con sus verdes campos y su vegetación variada, era típico del entorno rural mexicano.
De pronto, el sonido lejano de motores nos hizo detenernos en seco. Una camioneta se acercaba rápidamente.
—¿No serán ellos? —pregunté, mirando a Carlos con preocupación.
—Es mejor que nos movamos —respondió él, tomando la delantera—. No podemos permitirnos quedarnos aquí expuestos.
Sin pensarlo dos veces, nos adentramos en la senda agrícola que se abría entre los campos de maíz y soja. Parecía hundirnos en lo más profundo, llegado a cubirnos por encima de nuestras cabezas cuando llevabamos ya un rato.
Carlos se detuvo de repente y arrancó una mazorca de maíz de una de las plantas cercanas. Con un gesto hábil, empezó a quitarle las hojas y, tras un momento de trabajo, se llevó un bocado a la boca. Su rostro se iluminó al instante.
—¡Aaaah! No hay nada como el maíz fresco —exclamó mientras masticaba, disfrutando de cada bocado. No pude evitar reírme ante su entusiasmo — ¿Qué es lo que te hace tanta gracia, Brooks? Se nota que no lo has provado en tu vida —añadió devolviendome la sonrisa.
—Claro que los he provado. Pero vuelta y vuelta en un fuego por lo menos.
—No sabes de lo que hablas —replicó mientras arrancaba uno nuevo y me lo ofrecía—. Vamos, pruébalo y a ver si sigues riendo.
En ese momento, sentí una vaga familiaridad, como si hubiera vivido algo parecido antes. La sensación era difusa, un recuerdo escondido que no lograba atrapar del todo. No era el maíz lo que realmente recordaba, sino el gesto de ofrecer algo inesperado, algo que en su momento me pareció... extraño.
Un sentimiento de añoranza se instaló en mi interior, arrancándome una sonrisa involuntaria. Acepté la mazorca con cierta duda, pero después de pensarlo unos segundos, la probé.
Carlos sonrió al ver mi reacción. La verdad es que estaba realmente delicioso; quizás era el momento o el entorno lo que lo hacía aún mejor. La escena era casi cómica: dos fugitivos, escondiéndose de un peligro inminente, disfrutando de un simple placer en medio del campo.
—Vamos a buscar un lugar seguro para descansar —dijo Carlos, lanzando lo que quedaba de una mazorca mordisqueada mientras miraba a su alrededor—. A este paso, la noche nos va a hechar encima, y por mucho que esto sea algo mas seguro que la jungla profunda, no querremos pasarla aquí.
Levanté la vista al cielo y calculé rápidamente la posición del sol. Aún nos alumbrarían un par o tres horas de luz, pero la idea de parar a descansar no sonaba nada mal.
—¿Seguro? Todavía queda algo de tiempo —le respondí, encogiéndome de hombros—. Aunque como dices... no conocemos la zona y es mejor ser precabidos e ir buscando un sitio. A no ser que tengas a algun amigo cerca —añadí con una sonrisa sarcástica.
Carlos rodó los ojos y soltó una risa.
—Menos guasa. Conozco a alguien en Monterrey que nos recibiría encantado.
—¡Perfecto! Vamos a Monterrey
entonces —respondí, siguiéndo con la broma. No es que conociera al dedillo la geografía de todos los países, pero, evidentemente, me había informado un poco antes de venir y sabía bien que Monterrey no era precisamente una ciudad cercana.
—Sí, claro, como no — se echó a reír conmigo y negó con la cabeza—... Unos 900 kilómetros nada menos.
Sonreí y sacudí la cabeza mientras caminábamos.
—¡Bah! Solo un pequeño desvío.
Anduvimos durante unos veinte minutos, avanzando por senderos estrechos rodeados de altos maizales que se mecían ligeramente con la brisa. El aire olía a tierra y hojas frescas, y el calor del sol caía con fuerza sobre nosotros. A medida que nos adentrábamos más, el sonido de nuestras pisadas en el suelo seco parecía absorberse en la inmensidad del campo.
Finalmente, al salir de entre los maizales, vimos una casa de madera sencilla al borde de una pequeña explanada. Estaba rodeada de herramientas agrícolas y algunos sacos apilados, dando señales claras de que alguien trabajaba allí. A unos metros, un granero y un establo completaban el cuadro, todos con un aspecto funcional, aunque desgastado por los años.
Carlos sugirió que nos acercáramos. "Es uno de los cultivadores", dijo con confianza. "Seguro que podremos pedirle agua o preguntar por algún camino más corto".
Nos acercamos despacio, evitando parecer intrusos. Las enredaderas que cubrían parte de la fachada de la casa le daban un aire descuidado pero acogedor. Al llegar a la puerta, golpeamos un par de veces y esperamos en silencio.
—¿Sí? —preguntó, mirándonos extrañado.
—Hola —saludó Carlos con un tono amistoso—. Nos hemos perdido y estamos buscando un lugar donde descansar un poco.
—¿Sabéis que esto es una propiedad privada, no?
—Lo sabemos señor, pero llevamos horas caminando por ahi —le dije.
—Si amigo, no hemos parado en todo el dia y nos preguntabamos si sería tan amable de dejar quedarnos aquí un rato.
El hombre nos estudió con detenimiento antes de asentir lentamente.
—Está bien. Pueden entrar. Mi nombre es Juan.
—¡Muchas gracias! Es un verdadero placer, Juan. Yo soy Carlos y él es Henry.
Entramos en la casa, agradecidos por la hospitalidad. El interior era sorprendentemente acogedor, con muebles de madera bien cuidados y una gran chimenea en el centro que proyectaba una luz cálida. Juan nos invitó a sentarnos a la mesa, que estaba cubierta con comida sencilla pero bien preparada.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top