17."El bosque encantado"
Nerea
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En la mitología griega, "Las Moiras" eran la personificación del destino.
Se creía que nada existía por azar. Al igual, que nada se creaba de la nada. Todo tenía una causa, y si tenía una causa es porque estaba predestinado a existir.
Al parecer, en mi oráculo estaba marcado que yo pisara esta fastidiosa isla. Lo que aún no acababa de comprender era el papel que jugaba Alexandre en todo esto.
¿Cómo es posible que ocurran tantas cosas cuando estamos juntos?
Choqué su auto caro. Me besó. Luego, profané la estilosa pintura del coche. Me intentó intimidar con un video horroroso. Resultó ser el mejor amigo de mi novio. Nos pilló una tormenta en pleno verano. Me acusaron de robar tomates, y ahora nos secuestraban.
¿Qué gitana escupió en mi foto para merecer esto?
Alexandre y yo permanecíamos en el asiento trasero del auto que nos interceptó. Ambos, con las manos atadas a la espalda. El dúo de improvisados secuestradores residía en la parte delantera del vehículo.
—Tom, creo que ya debemos soltar a los chavales —recitó el barbudo que me apuntó con la navaja.
Hemos estado dando vueltas durante veinte minutos, estacionando en cada cajero automático de la zona para vaciar la ilimitada tarjeta de crédito de Alexandre.
Por suerte, la inexperiencia de este par de especímenes obliga a que este no sea ese tipo de secuestros donde nos torturaban, arrancaban los dedos y pedían un rescate a cambio.
He sido un poco explícita, ¿no? El detalle de los dedos me lo podía haber ahorrado.
—Escucha, Jerry —expresó el conductor de aspecto hostil, aunque mirando bien esa margarita sonriente que tiene tatuada en su gordo brazo le quitaba seriedad al asunto—. Yo soy el líder del equipo y las cosas se harán cuando yo diga.
Espera, ¿se llaman Tom y Jerry?
¿Ven lo que digo?
Cuando el equipo Hilton y O'Connor están juntos la normalidad brilla por su ausencia.
—Tienes razón, Tom. Tú mandas.
Estos tipos no eran normales, me recordaba al dúo de ladrones desastrosos de Chespirito.
—Jerry, creo que debemos soltar a los chavales.
—Pero Tom, eso era lo que yo había dicho.
Santa virgen de las caricaturas, nos tocó los secuestradores más tontos del saco.
—Nerea, Nerea —aludió Alexandre soltando el aire retenido en sus pulmones—, definitivamente cuando estoy contigo, ni un secuestro puede ser normal.
—¿Cómo? ¿Ahora soy yo la culpable? —Giré a la izquierda para ver su rostro. Estábamos tan apretados en este auto, que juraba que le clavé el codo en sus costillas—. Si no me hubieses obligado a bailar ese maldito tango, ahora no estaríamos en esta situación.
No debí bailar con él. No me atrevía a repetirlo mentalmente, pero algo raro sucedió dentro de mí. Una sensación inexplicable. Como si cientos de florecitas hubiesen estado agujereando mi cuerpo para brotar a la superficie.
—Yo no te obligué a nada. Si no hubieses salido como una loca inmadura incapaz de establecer un diálogo normal, ahora no estaríamos en esta situación.
—¿Cómo me dijiste? —pregoné contrariada—. En todo caso la culpa es tuya por seguirme.
—¡Auch, eso dolió! —exclamó el copiloto con sarcasmo—. Chaval, menudo carácter que tiene tu novia.
¿Qué dijo el intento de secuestrador?
—¡¿Cómo?! No, Tom yo...
—Perdona, yo soy Jerry. —Me interrumpió el copiloto señalando al conductor—. Él es Tom.
Alexandre propinó una risa baja. Cuando estaba ansiosa mi cerebro y mi lengua hacían corto circuito. Se me torcían las palabras, y él lo disfrutaba.
—Déjala, Jerry. —Contraatacó el Hilton de mi izquierda—. Ella está bajo tratamiento psiquiátrico, y hace dos días que no se toma las pastillas.
¿Desde cuándo esto pasó de ser un secuestro a una consulta sobre mi salud mental?
—¿Qué coño estás diciendo, idiota? —exalté mi minúscula figura contra Alexandre.
—¿Ves, Jerry, lo que tengo que aguantar? Es agresiva, bipolar, en ocasiones hasta me pega.
¿Qué rayos?
—¿De qué hablas, imbécil? Antes muerta que ser tu nov...
—Tranquila, mi amor. No te alteres. ─Me interrumpió—. Yo te quiero tal y como eres.
—Vaya, chaval —intervino el conductor con nombre de gato y tatuaje de margarita—. ¿No estás muy joven para comprometerte con alguien así?
—Perdona..., a..., a —protesté con sarcasmo—. ¡Estoy aquí, vale!
—¿Qué puedo hacer, Tom? Si me gusta todo de ella, su locura es mi perdición.
En serio, ¿qué carajos estaba pasando aquí?
¡Hola, esto era un secuestro!
Observé a Alexandre y un tono de perspicacia afloró en su rostro. Me guiñó levemente su ojo. Sabía que estaba fingiendo, pero, ¿con qué objetivo?
El tal Jerry interrumpió el momento con un fuerte y grotesco sonido de nariz. Sus sollozos captaron nuestra atención de repente.
—¡Aww! No puedo con estos jóvenes. El amor es tan lindo.
¿Eh? ¿El tal Jerry estaba llorando?
Definitivamente, ¿de dónde salieron estos secuestradores? Si el barbudo lloraba más que película dramática, y la guinda del pastel hizo acto de presencia cuando empleó el dorso de su camiseta marrón para sonar los fluidos provenientes de sus fosas nasales.
¡Qué asco, por dios!
—¿Qué pretendes, idiota? —susurré minuciosamente en el oído de Alexandre—. ¿Por qué le seguiste el juego?
—Cállate, Nerea. No enredes más esto.
—¡Pero si el que lo enredaste todo fuiste tú, imbécil!
—¿Puedes dejar de insultarme?
Ambos susurros fueron silenciados por un chirrido de gomas en el terreno. El auto se detuvo en un lugar de reducida visibilidad. Un olor extraño a hierba mojada penetró en mi sistema respiratorio.
Tom y Jerry descendieron del coche sacándonos a Alexandre y a mí hacia el exterior donde una lúgubre, húmeda y gélida brisa maquilló mi rostro como un cosmético de alta calidad.
—¿Qué nos van hacer? —supliqué intentando instaurar las imágenes en mi cabeza para descifrar el lugar donde nos hallábamos.
Enfoqué mis pupilas y la visión de un bosque se hizo presente.
¡Oh, no!
Nos habían traído a un bosque. El sitio perfecto para descuartizar, incinerar o enterrar un cadáver sin ser descubiertos.
—Tranquila, loquita. No somos asesinos —objetó el de la margarita sonriente a partir de la expresión de horror que se instaló en mi rostro—. Los vamos a dejar aquí, atados y amordazados.
—¿Es necesario? —contradijo Alexandre frunciendo su ceño—. Ya tienen el dinero.
—Es necesario, Romeo —expresó el Jerry llorón tomándonos a Hilton y a mí de los brazos para sentaron con fuerza en la superficie áspera del lugar—. Así se demorarán para llegar a la ciudad.
¡Maldigo mi existencia! El barbudo ató nuestros pies y colocó una tela en nuestras bocas para reprimir cualquier sonido proveniente de las cuerdas vocales. Los teléfonos fueron arrebatados de nuestro ser.
¡Perfecto! Solos en el bosque, atados, amordazados y sin comunicación. Lo normal del día a día.
—Oye, Romeo —Jerry se agachó hasta quedar enfrente de Alexandre—, ¿quieres que te diga algo? No importa que esté loca, porque si estás enamorado, para ti va a ser la mejor loca del mundo.
¡Qué alguien cave un hoyo y me entierre ahora mismo! Ya lo he oído todo, ¿qué rayos era esto?
¿Una especie de broma de algún ente extra dimensional? ¿Desde cuándo un delincuente era consejero matrimonial?
Alexandre contorsionó su rostro en una especie de media sonrisa. El dúo Tom y Jerry se alejaba con ímpetu del sitio.
—¡Nos invitan a la boda! —insistió el barbudo con alegría. ¿Qué clase de chiflados eran estos?
Ambos abordaron el vehículo y se marcharon abandonándonos en este horrible sitio.
•••
—Hmm... —Esos sonidos forzados era lo único que mi debilucha garganta podía emitir.
—Hmm..., hmm... —expresó Alexandre en el lenguaje de los amordazados
¿Qué hacemos ahora?
Percibí que la tela se hallaba un poco floja. Con arbitraje y miedo de romperme un diente, fui espoleando el objeto poco a poco con mi lengua hasta lograr mi propósito.
—¡Lo logré, Alexandre! —chillé como niña pequeña—. ¡Gracias, dios de las mordazas!
Mi sistema bucal recuperó su faceta original, el Hilton me observó inclinando sus ojos hacia arriba.
¡Rayos!
Aún tenía mis manos y pies atados. ¿Cómo iba a quitarle la tela que obstaculiza su locución?
—Hmm... —Alexandre hizo una especie de seña extraña con sus hombros indicándome algo.
—No te entendiendo, ¿cómo te quito la mordaza? Mis manos están atadas. —Él volvió a realizar esa peligrosa seña que lamentablemente entendí—. ¿Qué, con mi boca? Ni de coña.
Sus fosas nasales se expandieron para soltar el aire retenido como signo de frustración. No quería que mi boca estuviese peligrosamente cerca de la suya, en el baile ocurrió algo extraño.
Aunque meditándolo con cerebro frío, si lo liberaba él podría ayudarme con la cuerda de mis manos. De seguro sus dientes eran tan fuertes como sus músculos.
«Estás divagando. ¡Concéntrate, despistada!»
—Mmm...
—¡Joder! De acuerdo, lo haré —exclamé frustrada.
Me acerqué lentamente y me detuve cerca de su varonil rostro.
—Pero... —me miró enojado—, ¿y si te muerdo una mejilla?
Su risa inoportuna adquirió matices florecientes, mi tono infantil provocó burla por su parte. Me señaló que abordara cerca de la comisura de su labio, ese lugar genéticamente era menos protuberante que los cachetes.
¡Qué el destino no permita que toque lugares prohibidos con mi boca!
Como una obrera trabajadora, me incliné con templanza y concentración. Al instante, su perfume para atraer féminas adquirió balances inadecuados en mi sistema respiratorio.
Lamentablemente, amaba su aroma, era como inhalar una especie de planta adictiva.
Sus pestañas azabaches abanicaron arduamente mis pupilas. Nuestras respiraciones se saludaron licuándose como dos sustancias químicas. Mis dientes reclamaron con ambición la cuerda en su boca.
Inevitablemente, mis labios rozaron con los suyos. Tibios, húmedos y electrizantes, haciendo que esas miles de mariposas y florecitas cobraran vida en mi interior.
Deslicé la cuerda con su ayuda hasta que esta ya no fuera una amenaza, pero aún mis labios excitados por la situación no querían despegarse de la comisura de su boca, él a centímetros de mi rostro expectante como un dios Espartaco.
Fueron los diecisietes segundos más lentos de mi vida.
¿Qué me ocurría, dios? ¿Acaso soy una enferma mental por disfrutar este momento?
—Listo —pronunció débilmente.
—Listo —repetí.
«Nerea»
¡Conciencia!
Me separé de un brinco como si alguien me hubiese regañado.
—Vamos, Hilton. Es tu turno, desátame las manos con tus dientes.
—¿Qué? Estás loca, ¿y si me rompo un diente?
—Tienes que hacerlo, es nuestra única oportunidad para liberarnos.
—¿Y por qué no me desatas tú, lista?
—Porque tus dientes son más fuertes, listo.
—Claro —inquirió—, con ese exceso de sacarina que comes así no hay diente que resista.
—¿Por qué no me desatas de una vez y te dejas de meter con mi comida?
—Después no llores cuando los algodones de azúcar te pasen la factura. Sin dientes te verías más fea de lo normal.
Si burlarse se considerara un deporte, él ya sería tricampeón olímpico.
—Eres insoportable, Hilton.
—Lo mismo digo de ti, O'Connor.
Extrañamente, llamarnos por nuestros apellidos se había convertido un hábito entre nosotros.
Con su boca, desamarró sin dificultad mis muñecas. En cada microsegundo, el contacto de sus labios demandantes e infernales hacía repercusión en la piel desnuda de mis manos. Con premura, quité de mis tobillos la rústica cuerda que los unía.
—¡Soy libre! —vociferé alzando mis brazos hacia el cielo.
—Nerea, ¿no se te olvida algo?
—¡Huy, perdona!
Liberé al Hilton tatuado del lastre de la tiranía coyuntural opresora, ¿por qué rayos me expreso como una libertadora?
—Vamos, Nerea. Tenemos que encontrar la salida.
•••
Seamos sinceros, ¿a quién no le gusta la naturaleza?
Los sinsontes trinando su melodía, los árboles que te abrazan con su figura, los ríos, la vegetación con exceso de clorofila.
Todo eso sería disfrutado como un delicioso manjar en condiciones normales, sin vestidos asfixiantes y tacones de dieciocho centímetros. Hemos estado catorce minutos caminando y juro por la virgen de los tomates que ese árbol con forma de oso ya lo he visto varias veces.
—Alexandre —musité en mi último aliento de vida mientras sustraje los horribles tacones—, ¿falta mucho?
—No lo sé, Nerea. —El Hilton se había despojado de la chaqueta cara dejando a la vista una preciosa camisa blanca digna de una reunión con inversionistas alemanes—. No sé donde estamos.
—¿Cómo? —Mi trasero tocó sin piedad el suelo árido—. ¿Por qué no lo dijiste antes? Hemos estado caminando catorce minutos. ¿Por qué no te orientas y salimos de una jodida vez de este bosque?
—¡Huy! Perdona por no haber traído la brújula y la cantimplora —enfatizó con exceso de sarcasmo—. ¿Crees que soy una zarigüeya para indicar fácilmente la salida de aquí?
—¿Y tú sabes que como humorista te morirías de hambre?
—¿A la niña le molesta mi exceso de ironía? —Agarró un palo para abrirnos paso en la vegetación—. Es que creí que iba a terminar la noche en una fiesta, no en un bosque perdido contigo.
—No me digas, ¿el niño está molesto? —Adquirí un tono infantil—. ¡Qué raro! Como él no ha tenido que soportar un vestido que comprime los pulmones, aguantar unas horquillas fastidiosas que se encajan en el cráneo y unos tacones que dan deseos de tirarlos al río.
Mientras proclamaba mi discurso liberé mi cabello y arrojé los tacones tan fuertes como pude. Mi trasero dolía por las fastidiosas piedras que se encajaban en mis bragas.
—¡Aww, pobrecita! —Alexandre se agachó y me sobó la cabeza como a un perrito—. ¿Quieres que te de la medallita de pioneros exploradores?
—Lo que quiero es que me expliques —quité su mano de mi cabeza mientras él continuaba agachado frente a mí—, ¿por qué no le dijiste a los secuestradores que yo no era tú novia? Pero no solo eso, me hiciste quedar como una loca mental bajo tratamiento médico.
Él propino una sonrisa digna de derretir un chocolate sin necesidad de ponerlo en contacto con el calor.
—Intenté sensibilizarlos con la situación ¡Por favor! ¿No te diste cuenta que uno tenía tatuado una margarita sonriente en el brazo? Si creían que éramos una pareja común y corriente que se aman, eran más altas las posibilidades de que nos soltaran. No eran asesinos, solo ladrones de poca monta.
—¿A ti te parece común y corriente decir que yo soy una loca bajo tratamiento psiquiátrico?
—Quizás se me fue la mano en eso, pero resultó para conmover al tal Jerry. —Se irguió agarrándose del palo auxiliar—. ¿Puedes creer que se llaman Tom y Jerry?
Una risa inesperada fulguró en mis sentidos.
—Después de todo, somos un imán de situaciones incómodas —alegué.
Él inesperadamente se unió ante mi jolgorio. Tenía que admitir que en ocasiones, el Hilton me caía un poquitico bien, pero solo en ocasiones. ¡Vale!
—Vamos, loquita. —Me ofreció su mano—. Tenemos que salir de aquí.
Tomé posición vertical con ayuda de Alexandre, otros siete minutos más en la marcha, esta vez sin tacones del infierno. Mi vista ya comenzaba a nublar por el agotamiento.
Alexandre estaba delante de mí como un guía turístico. Sentí que mi tobillo se tambaleó, lo que hizo que propinara tres pasos hacia atrás para evitar caerme al suelo.
Sin precedentes, la superficie se terminó. Resbalé en un escondido bache, dejándome a mereced de un rocosa caída.
Suspendida con mis brazos.
—¡¡Alexandre!!
Segunda vez en la noche que gritaba su nombre con tanta fuerza, hasta fracturar mis cuerdas vocales.
—¡Nerea, aguanta!
Alexandre tomó mis muñecas, pero mi cuerpo suspendido en una posición incómoda hacía trabajosa la labor de rescate.
¡Oh, por dios!
Inconscientemente, miré la estrepitosa caída y el miedo se apoderó de mi ser.
—¡No me sueltes, por favor! —Lloré como una niña pequeña.
Si caía, moriría.
—¡Aguanta, por favor! No dejaré que caigas.
Las palmas de sus manos se humedecieron, se convirtió en un jabón difícil de sostener. Mis uñas se encajaron en sus muñecas, perdí las fuerza, iba a morir.
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