Capítulo 01
— ❝¿Qué es el amor?❞ —
Siglo XIX & 1850
El frío de la noche se filtraba por las rendijas de la taberna, mezclándose con el humo de las pipas y el aroma a cerveza rancia. Un piano desafinado amenizaba la conversación en voz baja de los parroquianos, hombres rudos de rostros curtidos por el trabajo y la vida dura. Entre ellos, yo, un alma que buscaba refugio en el alcohol y la compañía fugaz de extraños.
Mi vaso de cristal, ya vacío, reflejaba la luz tenue de las velas, creando un espejismo de mi propia soledad. Observaba a los demás, a las parejas que se tomaban de la mano, a los amigos que compartían risas y confidencias. En sus ojos brillaba una luz cálida, una lama de amor que parecía ajena a mi existencia.
Un grupo de jóvenes, llenos de vida y alegría, se sentó en la mesa contigua. Entre ellos, una pareja que irradiaba una felicidad contagiosa. Se miraban con ternura, sus manos entrelazadas, sus palabras susurradas al oído. Era un espectáculo que me conmovía y me dolía al mismo tiempo.
Me pregunté, con una punzada de amargura, si alguna vez había experimentado ese sentimiento tan puro y sublime.
¿Había sentido alguna vez el calor de un amor verdadero?
La respuesta era un vacío resonante en mi interior.
Mi mente viajó al pasado, a una época distante donde los recuerdos eran vagos y fragmentados. Vagué por calles empedradas, entre casas de adobe y techos de paja. Un niño pequeño, con ojos grandes y llenos de inocencia, corría entre la multitud, buscando la mano de una madre que nunca regresó.
La soledad me había acompañado desde siempre, un fantasma inseparable que me perseguía a cada paso. La única compañía que conocía era la del alcohol, la música y las historias inventadas que compartía con los parroquianos del bar.
En ese momento, la pareja de la mesa contigua se levantó para bailar. Se movían al ritmo de la música, sus cuerpos en perfecta sincronía, sus sonrisas radiantes iluminando la penumbra del lugar. Un sentimiento de nostalgia me invadió, un anhelo por una vida diferente, una vida donde el amor no fuera un espejismo inalcanzable.
Dejé mi vaso vacío sobre la mesa y me levanté, tambaleándome un poco por el efecto del alcohol. Salí de la taberna, abrazando la noche fría y oscura como un viejo amigo. Caminé sin rumbo fijo, por calles estrechas y callejones solitarios. La ciudad dormía bajo un manto de estrellas, indiferente a mi dolor y mi soledad.
El frío calaba hasta los huesos y la luna, como un ojo vigilante, observaba mi desolación. En cada esquina, en cada rostro que cruzaba, buscaba un reflejo de mí mismo, una alma que compartiera mi soledad. Pero solo encontraba miradas indiferentes o gestos hostiles.
Pensé en la pareja del bar, en su felicidad contagiosa, en ese amor que parecía brotar de sus corazones como un manantial inagotable.
¿Qué era eso que ellos tenían?
¿Como era sentirse amado?
¿Era posible que yo, pudiera experimentar alguna vez ese sentimiento?
Las preguntas resonaban en mi mente como campanas fúnebres, mientras la noche se extendía a mi alrededor como un manto impenetrable. Caminé sin rumbo fijo, sin destino, solo con la compañía de mis propios pensamientos y la desolación que me consumía.
Perdido en mis pensamientos, recordando las vivencias que habían moldeado mi existencia. Tal vez nunca supe qué era el amor, pues mi infancia careció de ese calor
esencial que nutre el corazón y el espíritu.
El matrimonio de mi padre y mi madre fue una tormenta perpetua, una danza de gritos y reproches que resonaban en las paredes de nuestra casa como un eco infernal.
Sus disputas eran un espectáculo cotidiano, una rutina que me enseñó a temer el amor en lugar de anhelarlo. Sus miradas llenas de rencor y sus palabras venenosas me dejaron cicatrices profundas, invisibles al ojo pero palpables en el alma.
Recuerdo las noches en que me acurrucaba en mi rincón, abrazando mi almohada, deseando que la paz llegara con el amanecer. Pero el amanecer solo traía más desdicha, más desencuentros, más soledad. Mi padre, un hombre severo y distante, encontraba consuelo en el trabajo y en el alcohol, mientras mi madre, una mujer de espíritu quebrado, se sumía en su tristeza y desespero. Yo, un niño pequeño con ojos grandes y llenos de inocencia.
Sí, fue un día fatídico cuando ella se fue. Recuerdo cómo corrí tras ella, mis pies descalzos golpeando las piedras del camino, mis lágrimas mezclándose con el polvo del suelo.
— ¡Mamá! — gritaba, mi voz resonando en la vastedad del mundo, pero ella no miró atrás.
Su figura se desvaneció en la distancia, llevándose con ella cualquier esperanza de amor y consuelo. Desde entonces, la soledad fue mi compañera más fiel, y el amor, un concepto ajeno, inalcanzable.
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