Sex on fire

¡Felices fiestas!

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Tenía una forma extraña de encadenarla, increíblemente atípica, dado que no había ni cuerdas, ni cadenas, ni órdenes susurradas en voz baja. Y tal vez esa era precisamente la clave:

Esa boca, ahora apoyada en su fruto, ligera, impresa en la carne, con dientes esquemáticos, sugerentes. Y esa falsa incertidumbre, esas bocanadas de aire a un paso de la piel, esas perlas de sudor acariciadas por su nariz… y luego estaba su voz, ondulada y luego confiada, jadeante o burlona, y luego estaba su lengua, tan cerca o demasiado lejos…

O tal vez su espalda, quizás eran las caderas que se movían, los hombros que se retorcían, el terciopelo que indicaba el camino, y ocultaba el sendero. El camino de aquellos besos, ahora sombras, casi recuerdos, cuando otros los borraban o tal vez los subrayaban. Y los escalofríos, esos sí permanecían, rastros de suspiros, suma de súplicas, peticiones, peticiones de amor.

¡Y sus ojos, ah, sus ojos!

La atravesaban en silencio, mirándola sin vacilación, escondiéndose de sus ojos, los que miraban hacia la almohada como testigo y refugio, silencioso y reservado. Y, sin embargo, ella los sentía, fijos y codiciosos, hambrientos y nunca satisfechos de ella. Porque ese sabor, oh, ese sabor –de sudor, de piel –. Ese sabor de ella, y de las sábanas limpias, del vino que ella se había vertido en sima, de la mano que la había desnudado.

Ese sabor lo aturdía, pues él también estaba encadenado, atado por olores, gotas de sudor y gemidos. Porque hacía recorrer su nariz en su espinazo, y la seguía con adoración en sus arrebatos repentinos, la buscaba para subyugarla, para amarla.

No había ropa:

Estaban sucias de vino, amontonada sobre unas sillas, o quizás mal tirada en el suelo. Allí, donde a él también le hubiera gustado arrojarla, cuando la había revelado sin demora, allí donde un charco rojizo, aún olía a mosto y esperaba pacientemente un detergente que nunca llegaría.

Ya ni siquiera habían sábanas. Deslizadas por la suave línea de sus nalgas, a medio camino entre la espera y el éxtasis, esperando las manos…

Manos en algún lugar debajo de sus senos, allí, dónde el cuerpo se tensaba como una guitarra y resonaba en él, del mismo modo.

Todavía volteada, todavía ciega, imaginando dedos, trazando curvas y giros, añorantes de sus jugos, rezando en silencio para que llegara…

Que llegara un agarre más fuerte. Un movimiento casi brusco, el fin de la paciencia y del deseo, ese deseo de tormenta e ímpetu, y esas manos decididas a agarrar, tocar, apretar y girar los pechos prisioneros.

Marioneta sin hilos.

El deseo de verla a los ojos y alejarla de la funda de la almohada, el deseo de morderle el pecho o el vientre, el deseo de hundirse en la curva de su cuello. Seguir un hilo de agua que se desliza debajo de su oreja, y beberlo por sed, sed de ella; de deseos y afán por dar respuestas. Respuestas, respuestas de amor.

Lo vio… un destello, o tal vez menos. Siguió los labios, y los entendió, mientras se inclinaba sobre ella, dejaba sus dedos encantando sus caderas, mientras le mordía la barbilla.

Fueron besos, encuentros de bocas, no anticipados, pero nunca tarde, porque siempre era el momento adecuado para lanzarse y encontrarse, chocar y deslizarse más abajo. Hacia el lugar más caliente, entre músculos tensos y piernas dóciles, pedazos impacientes de un pulso palpitante.

Luego labios en libre descenso y brazos en libre salida...

Caos discordante, negros cabellos revueltos, garras accidentales y disculpas nunca pronunciadas.

Escalofríos... escalofríos...  Escalofríos, al pasar la piel que se inclinaba, piel que lo acogió, piel que se acogió a sí misma y trató de mimetizarse de inmediato, buscando atajos imposibles.

Piel que se estremeció cuando ella tomó el mando y buscó, besó, lamió, y los gemidos en el aire ya no eran suyos, sino que tenían un timbre más ronco, vacilante, feroz. Era el gruñido de un demonio que se perdía en mil ecos, cuando se dejaba chupar, saborear, provocar, cuando la lengua de su hembra se deslizaba con demasiada audacia y dibujaba espirales —y allí la piel era más suave, más tibia, delicada—.

Y entonces… y entonces fue en ella agotado, fue en ella donde se dejó llevar, exhausto, satisfecho, feliz.

Y todavía temblaba y palpitaba de placer, y se perdía con los ojos cerrados en espasmos de deliciosa agonía… Un momento y estaría listo de nuevo, solo un momento, un cristal de tiempo y sería…

Estaría sobre sus labios que ya no sabían a vino, porque los besos lo habían borrado, y él también lo había hecho, con el sabor amargo de sus más dulces sentimientos.

Sus labios ardientes eran la razón por la que él estaba listo, se lo demostraría haciéndola disfrutar. Oh, sí, ella disfrutaría de esa ardiente embriaguez que él le daría, sería en esa unión de sentidos y pasión, esa unión que entrelaza las manos, en la que se perderían.

No se tocaron, no se besaron, ese momento había terminado, o tal vez regresaría. Simplemente se apoyaron el uno en el otro.

Él tenía las manos sobre la almohada, ella estaba debajo de él, a un paso de su pecho.

No quería mirar, no quería entender, no quería saber, solo quería que sucediera, que se moviera en su interior, empujándose impetuosamente.
Que trazara una línea de fuego, que era su combustible; que alimentara las llamas al recorrer el camino, —que era el de siempre, pero no el mismo—.

Se hizo espacio en ella, en sus fantasías, en sus pensamientos ocultos, y empujó, empujó, empujó por más, y la dejó gemir —resistencia vana, oposición inútil —para permitirle esconder todavía algún secreto, encerrado en esos labios cerrados, en esos ojos zafiros, en muecas contradictorias.

El secreto que él también habría obtenido aquella vez, extorsionado a través del engaño. Tocándola, minándola, gozando en ella y para ella, con el dedo índice que le había hecho chupar, humedecer, mojar, ese dedo que estaba sobre ella, tan cerca de donde ambos se unían. Esa yema del dedo dibujando círculos, rayas, quemando la piel, incluso donde rezumaba placer. Y era fuego en el agua cuando gritaba su nombre y se apretaba contra él.

Un respiro profundo y adiós, adiós secretos, adiós, silencios, y él —quien la conocía— volvió a sonreír.

“Más”…

No le gustaba hablar, no sabía qué decir, —¿y cuál era el punto de perder el aliento?– después de todo nunca fue necesario que preguntara:

Esperó, disfrutando de ese apretón fuerte, de ese anillo de carne que lo calentaba y le decía que faltaba poco, muy poco.

Quería sus piernas, las tomó entre sus brazos y la levantó un poco también, para sentirla más suya.

Se hundió y se ahogó, sin ancla, sin bote salvavidas, se dejó acunar, por el vientre de aquel mar. Y se dio cuenta de que extrañaba sus besos, y comprendió de que ella extrañaba su pecho, supo cuánto extrañaba llenarla de sí mismo, hacerle saber que le pertenecía por dentro y por fuera.

Se detuvo. Y después de cinco segundos, ella se dio cuenta de que ya no lo sentía, pensó que era una pausa, una broma, pero ¿cuándo alguna vez bromeó en esas situaciones? Lo miró con una mirada asesina, o más bien intentó mirarlo porque… su lengua la mataría.

Y esa cabeza etérea, escondida, desapareció entre las rodillas abiertas; esa frente apenas visible, ese cabello plateado que todo lo cubría, y la boca invisible, pero tangible, de nuevo una pira vacilante —más combustible para el fuego—. Muchas llamas para proponer, para desvanecerse, extinguido por los alientos y reavivado por los besos.

Las aventuras inseguras de los incendios y el pirómano de mirada traviesa, arrogante y astuta, el pirómano que decidió seguir sus movimientos, hundirse cuando ella iba hacia él, retirarse cuando ella pedía aliento.
Lamiendo y escondiéndose de nuevo entre paredes calientes, el pirómano que finalmente, decidió que no era ni temprano ni tarde, ya era hora, ya era hora de terminar con ella. De terminar con ella, silenciosa y encantada, siempre llena de pedidos, pedidos, pedidos de amor.

La besó y le permitió conocerse a sí misma; nuevamente, fue él quien se la ofreció, para hacerle sentir lo buena que era, lo tierna que era.

Y el sabor ya no era a sudor, ni de vino. Era de piel, de hembra, de ella. Entonces decidió que volvería a entrar sin llamar, siempre bienvenido, entre esas piernas suaves y húmedas.

Ese era su momento, un momento imperfecto como ellos —con ella distraída, conmocionada, todavía inquieta, todavía quemada por esas llamas que no querían apagarse, con él actuando como una síncopa perfecta, para pillarla fuera de ritmo y arder, arder finalmente, por última vez, antes de que los párpados se volvieran pesados y las bocas demasiado secas.

Durmieron sucios, saboreando el estar juntos de nuevo.

Durmieron encadenados...

Un último beso, una caricia por parte de ella, un gruñido de buenas noches.

Durmieron encadenados, sin cuerdas ni ataduras, solo un te amo susurrado y un tierno beso como respuesta.

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