LOS MODALES NO SON ATRIBUTO

Desire Chains III

Por la mañana, Alfred despertó más temprano de lo que cualquiera en su entorno vivencial hubiese soñado alguna vez. Vistiendo con sus finas galas se presentó en el comedor para tomar el desayuno junto a sus padres, que habían llegado recién del palacio de los Kirkland, con grandes noticias por anunciar.

--Buenos días, padre, madre—saluda cortésmente antes de tomar asiento, bajo las impresionadas miradas de sus progenitores y los sirvientes también—Hoy ha amanecido cual pradera bañada por el sol.

--Hijo, ¿está todo en orden?—su padre pregunta preocupado, a la expectativa de sus acciones sobre la mesa—Te ves muy distinto la mañana de hoy, incluso madrugaste...

--El maestro suele decir que...--y como si cayera en cuenta de que el mundo gira alrededor del sol y no al revés, abre los ojos y tuerce los labios—¿Acaso me han inducido alguna brujería? Sé que no soy el mejor hijo pero esas artimañas rebasan los límites del entendimiento familiar—reclama al darse cuenta de las cosas, una sensación agradable en su pecho estaba volviendo su tenacidad y bravura innata, en una cordialidad y sumisión desde siempre irritante para él.

--No hemos injuriado la más mínima ofensiva a tu espíritu libre, querido—su madre habla dulcemente, calmando a su hijo que había dejado su asiento para dirigirse de nuevo a su habitación— ¿Tendrá relación con el hecho de que anoche dejaste la estancia tan abruptamente?

--Volveré a la cama, que nadie irrumpa mi sueño—evade la pregunta dejando el comedor sólo con sus padres ahí, que se miraban preocupados entre sí.

--Supongo deberemos ocultarle que el joven Kirkland viene a verlo más tarde, apuesto a que escapa si se entera—su padre reconoce con un tono sagaz y divertido, su hijo siempre le sacaba sonrisas aun cuando no fuera intencionalmente—Comamos, esta es la primer comida hecha de nuestra cosecha de trigo.

En el palacio de los Kirkland toda la servidumbre entra y sale, sube y baja y no para de estar activa, pues limpiar todo un salón que albergó por la noche más de trescientos invitados era una tarea de gran esfuerzo. A esas horas del día, es de esperarse que los labores comunes empiecen, y es tanto así que el hijo más joven de la familia, repleto de una contagioso júbilo, terminara por primera vez sin que nadie lo obligara, el trabajo de administración que le fue encomendado.

--¿A qué se ha debido este entusiasmo tan particular?—William Kirkland, el conde y padre de Arthur, irrumpe en la gran biblioteca, sin dar crédito a lo que sus ojos veían tan temprano--Si quieres pedirme algo, esa es solo una milésima de las cosas que debes hacer.

--Te equivocas padre, no busco que me brindes nada más que tu aprobación—confiesa, cerrando el libro y despejando la mesa en la que había estado trabajando.

--¿Aprobación para qué? Siendo que tú nunca has solicitado mi consentimiento, me intriga saber lo que planeas—el hombre agudiza sus sentidos, sintiendo próxima una premisa que pueda ser significativa en la vida de su familia.

--La encomienda de anoche dio frutos, me voy a casar—poniéndose de pie, acerca su cuerpo al de su mayor para posar con relajación ambos brazos sobre los hombros rígidos de quien no cabía en el asombro—Volveré al atardecer, estoy ansioso por presentarte a mi prometido.

Y con esa última oración salió de la majestuosa biblioteca, dejando al pobre de su acomplejado progenitor con los bigotes en punta y el corazón emocionado. Su amada esposa estallaría de felicidad cuando le contara la gran noticia, por fin su hijo sentó cabeza antes de arruinarlo todo. Sólo quedaba una cosa suspendida en la incertidumbre, ¿Quién iba a casarse con su hijo?

Por el medio día, cuando Alfred se dignó a abrir ambos ojos sin tener que gruñir por la luz que le alumbraba, una comitiva de sirvientas entró sin permiso y lo sacó de la cama para darle un baño. Algo realmente extraño ya que él nunca pidió aquello, mucho menos antes de que siquiera hubiera comido un poco de su almuerzo.

--¿Por qué han venido a estas horas?—reniega, tratando de apartar a las jóvenes que frotaban su torso con un paño caliente—Alto, yo puedo hacerlo sólo, ¡ya soy mayor!—Y cierto era, aunque el principal factor de su negación era que ya no le parecía cómodo que las sirvientas lo vieran casi desnudo.

--Joven señor, su madre ha pedido que lo hiciéramos, hoy es un día importante—una de ellas habla, no más madura que el jovencillo rubio—No se mueva, por favor.

Y no siguió contradiciendo o resistiéndose, sabía que en ir contra de las órdenes de su madre era jugar con fuego. Limitóse a relajar el cuerpo, a mucho costo de su voluntad pues su cuerpo seguía casi tan sensible como la noche anterior.

Le secaron, vistieron, perfumaron y arreglaron a un estilo elegantemente casual, sin llegar a la exagerada muestra de aspecto atosigante. Con un traje a color de sus ojos, mucho más opaco pero no menos atractivo, de pajarita blanca, zapatos oscuros y su cabello cayendo sin opresión, acomodándose arbitrariamente y con naturalidad.

--Se siente como si me fuesen a vender—exclama para que todos oigan, dando a expresar su incomodidad al respecto.

Terminaron de prepararlo, él por fin creyó que podría llenar el vacío en su estómago y bajó entusiasmado al comedor, esperando el delicioso banquete veraniego sólo para encontrarse con una escena que no hizo más que arrebatarle el apetito.

--Hijo, qué bueno que bajas tan pronto—su madre lo toma del brazo, avanzando hacia donde estaba de pie el cotizado alfa de Londres—El joven señor Kirkland ha venido a pedir audiencia con nosotros.

--Estoy encantado de conocerlo, señorito Jonesfield—Saluda con la voz aterciopelada y cargada de una amabilidad que Alfred conocía a la perfección como falsa. Hizo una ligera inclinación de la cabeza y tendió su mano. Una mueca decepcionada logró filtrarse en su faz, sus sentidos buscaban desesperados encontrarse de nuevo con las deleitantes feromonas de anoche.

--Gracias señor, pero no puedo declarar lo mismo hacia usted—Tuerce la boca con disgusto, despreciando la mano a la espera de la suya con sus salvajes ojos azulados—Tengo hambre, vayamos a la mesa.

--Le ruego disculpe a mi insolente hijo—Abraham Jonesfield, duque y padre de Alfred, se anticipa a eliminar cualquier escena perjudicial que su hijo pudiese provocar—Pierde todo sentido de la propiedad y la educación cuando tiene hambre.

--No hay cuidado Duque, yo debería disculparme con su hijo por mi deplorable actuación de anoche en el baile—dirige su verduzca e impotente mirada a la del más joven, que luego de sostenerla unos segundos prefiere sentarse a la mesa y comer.

Todos pretenden hacer lo mismo, los meseros dejan los alimentos recién cocinados, el vino fino lo sirven en las copas cristalinas y encienden las velas de los candelabros lacados. Todos comienzan a comer, empezando primero el más bravo presente que no se presta a ser educado y cuidadoso al comer. Bajo la mirada del alfa que luego de concluir en que lo que buscaba no estaba allí presente, asomó un gesto de disgusto y decepción.

Pero del otro lado del comedor, unas lavanderas iban pasando con cestos de ropa, ropa que emanaba esencias extravagantes. No lo pensó más de una vez al momento de captarlo en sus fosas, en pie se puso y salió para seguir a las jóvenes. Los señores de la casa salieron tras él.

--Alto, ustedes dos—les grita, imponiendo sus feromonas para ser obedecido. Intercepta a las muchachas y las olisquea, invadiendo su espacio y provocando que las pobres casi se desvanezcan sobre el suelo—Esa ropa que llevan a lavar, ¿quién es el dueño?

--De-del hijo de los señores Jonesfield—contesta la menos afectada, suspirando y con el cuerpo de gelatina.

--Joven Kirkland, ¿ha pasado algo?—al ser alcanzado por los padres de Alfred, Arthur persiste en seguir con la búsqueda.

--¿Usted tiene un hijo omega?—fue directo, sin dar antes una explicación a sus interrogantes. Las lavanderas volvieron a su trabajo, alejándose ellas y también el aroma del que buscaba desesperado el origen.

--No tenemos más que a nuestro único hijo que ya conoció, además como betas no podríamos engendrar un omega ni en un millar de años—el padre aclara el interrogante, pensativo respecto del origen de aquella pregunta.

--Lamento mucho las molestias que le he podido causar a usted y su familia, me iré, disculpe—dice tan rápido como su lengua lo permite y sale de aquella vivienda de estilo colonial y modesto, dejando atrás a esa familia que no le ofreció más que un montón de dudas y decepciones.

--Es bueno que se haya ido ya, no puedo ni ver a la gente que es como él—Alfred llega a la escena, limpiando sus labios con un pañuelo, bastante satisfecho de que el Kirkland hubiera abandonado su territorio— ¿Para qué vino, en primer lugar?

--Dijo que tenía una oferta de conveniencia entre nuestras familias—responde su padre, deseoso de que no fuera ese el final de un acuerdo que le pudiese traer júbilo a su progenie—Esperemos que vuelva pronto.





Y con esto me despido por hoy, espero que les esté gustando el camino de este fic. Muchas gracias por leer y votar, aunque soy feliz tan sólo con que lo lean y les guste.

Tengan un buen fin de semana y si no me equivoco, ya iniciaron las vacaciones así que disfruten su libertad~

Cambio y fuera.

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