VIII


En el vórtice



La imagen no era nítida en medio de tanta oscuridad. Le costaba abrir los ojos. Oía un murmullo vago a su lado. Estaba tumbado en un suelo frío y duro. Soltó una queja de dolor denotando así que ya iba cobrando consciencia. De súbito, alguien se arrodilló a su lado. Y ese alguien rompió a llorar.

—No hay tiempo —apremió uno con voz grave, sonaba apurado.

—Lo siento tanto —dijo la persona arrodillada a su lado. Era una mujer. En ese momento, un sentimiento de alivio por oírla y a la vez de preocupación, se mezcló en su cuerpo. Levantó la mano con esfuerzo y ella se la tomó con firmeza entre las suyas.

—Tienes que irte de aquí, te lo suplico —pidió él en un forzado suspiro.

—¡Ya vienen! —avisó alguien en un susurro salpicado de miedo.

—Son demasiados —anunció un tercero con severidad.

—¿Es un indulto? —preguntó él a la mujer. No era capaz de ver su rostro.

—Sí —contestó ella llevándose su mano al pecho.

—Entonces, hazlo —pidió él, indicando con la otra mano hacia algo hundido en un charco de líquido negro espeso.

—No, por favor. No —suplicó ella con desesperación.

—Es la única forma —insistió él.

—No, no puedo… —replicó ella echándose a llorar.

—Es una orden —le dijo él. Entonces ella dejó de llorar ante la impresión. Su voluntad quedó relegada a un segundo plano de inmediato, ya no cabían los cuestionamientos. Se estiró para coger aquello que él solicitaba y lo empuñó sosteniéndolo a cierta distancia de su pecho. El fluido negro goteaba insistente sobre su piel maltratada—. Todo saldrá bien —auguró acercando la mano al rostro de la mujer.

—Ahora no me duele —terció ella con voz trémula, aferrándose al tacto—. Puedo sacarte de aquí —dijo de pronto en un arranque de entusiasmo—. Esto no puede ser el único...

—Acabarán con nosotros antes de llegar a la puerta —cortó él—. Vamos, de este modo no les serviré y ganaremos tiempo para crear un plan.

—¿Cuánto tiempo? —solicitó ella con la voz quebrada.

—Lo haremos juntos —dispuso ignorando la pregunta, no había tiempo de contestar y oírla en ese estado le dolía más que sus heridas. Cogió entonces la mano con la que ella sostenía lánguidamente la daga y apretó su mano sobre la de ella. La mujer se agachó hasta pegar su frente a la de él. Él, se recreó sintiendo su tibio aliento acariciar sus labios.

—Estaré contigo todo el tiempo —prometió ella. Entonces él atrajo la daga sobre su propio pecho, con la fuerza de un rayo que golpea el suelo en una tormenta hundiendo la hoja hasta la empuñadura.

—Se han detenido —anunció uno.

Ryan abrió los ojos lentamente tras oír esa última frase. La habitación blanca se había aclarado con el albor del día. No podía dejar de visualizar las imágenes del sueño, ni dejar de sentir una soberana soledad. Después de estar un buen rato en silencio mientras la luz de una mañana luminosa se volvía más persistente, decidió levantarse.

Sentado en el borde de la cama, esperó a que se le aclarasen las ideas. Advirtió que se estaba acercando peligrosamente al desánimo. Le ocurría siempre que se ponía a meditar sobre el rumbo de su vida. No quería caer en eso, debía reaccionar en contra. Jackson decía, todo ocurre por una razón y causa, solo debes aceptarlo. Y con un poco de paciencia, verás como todo vuelve a su cauce. Solo que Ryan se encontraba estancado en la parte de la paciencia, y eso lo estaba volviendo loco. Nada acababa de resolverse o de volver a su cauce. Aunque, algo le decía que la respuesta de todo estaba en los sueños. Solo debo descubrir qué motiva a qué. Si los sueños a las manifestaciones, o si algo vivido en la realidad impulsaba a un recuerdo a mostrarse mientras duermo. O tal vez es una cadena de motivación, como que los sueños primero son motivados por una experiencia que he vivido y estos a su vez se manifiestan para explicarme algo. Solo que me lo explica de un modo que no soy capaz de captar. Menos cuando me vapulean, pensaba él. Poco a poco un espíritu de optimismo se apoderó de él. Sentía una sed incomesorable de descubrimiento y recomposición de su historia perdida.

Tenía dos claves fundamentales para empezar la búsqueda. La escurridiza joven de los ojos turquesa y la mujer que aparecía en sus sueños, esa mujer de presencia tan recurrente y a la que no era capaz de poner rostro. ¿Podría existir la posibilidad de que fueran la misma persona?, reflexionó. No puede ser, retiró enseguida la idea, emitiendo una risa estertorea que denotaba lo absurdo de esa idea. Recordó en ese momento la mirada asustada de la joven la noche anterior, se le había clavado en el pecho como la daga negra del sueño, hundida en su corazón.

—¡¿Quién eres, por Dios?! —exclamó al aire con frustración. Negando con la cabeza por su arrebato insensato, se puso en pie para prepararse e ir al hospital. En ese momento atisbó una nota sobre la cómoda y se acercó para cogerla.

Ryan, ven en cuanto puedas al hospital, esta mañana han salido los resultados de las últimas pruebas. No quise despertarte, para una vez que duermes. Le diré a Madelaine que estás descansando, ella lo entenderá. Pero no tardes en venir, rezaba la nota firmada por Helena. Una mala espina se clavó en su cuerpo de inmediato y cogió su móvil alterado. Era martes veintidós de mayo y tenía treinta y siete llamadas perdidas.

—¡Joder, he dormido más de veinticuatro horas! —Revisó el registro de llamadas. Eran de entre Madelaine, Tomás, Helena, Sam, hasta Oleika. Volvió a sonar en ese momento y lo cogió.

—Eh, feo durmiente. Al fin despiertas —matizó Tomás.

—Tom, no sé que me ha pasado —mintió—. ¿Cómo está mi madre? —apremió.

—Está tranquila, pero deberías venir cuanto antes, amigo. Enserio —recomendó.

—Estaré ahí en quince minutos —colgó y tiró el móvil en la cama.

Salvó la distancia entre la casa de Madelaine y el hospital en tiempo récord. Pasaba entre la gente como un rayo hasta llegar a la habitación de Madelaine, pero la encontró vacía. La buscó en la cafetería y tampoco la encontró. Fue a la consulta de Herranz y al no encontrarla se volvió de los nervios. Hasta que se le ocurrió un último sitio y el más apropiado. El jardín. Encontró a Madelaine sentada en el banco bajo el sauce llorón junto a Herranz.

—Mamá —saludó resoplando por el esfuerzo al llegar junto a ella. Apoyó sus manos en las rodillas procurando estabilizar su respiración—. Lo siento mucho, se me volvió a ir la pinza durmiendo —confesó en confianza.

—Será porque lo necesitabas, hijo —disculpó ella.

—Aún así lo siento mucho. Doctor… —saludó a Herranz.

—Ryan… —saludó el doctor a su vez—. Toma, son los resultados de los exámenes —extendió una serie de papeles. Ryan se incorporó y cogió los papeles con claras reservas.

Desdobló las hojas y empezó a leer. Antes de hacerlo ya sabía que sus líneas no anunciarían buenas nuevas. Sin embargo, lo que leyó al final del informe hizo que sus fuerzas sufrieran una caída apoteósica hasta sus talones. Sintió claramente que sus articulaciones perdían contacto, una detrás de otra partiéndolo en pedazos.

—Qué, qué… —no era capaz de formular una frase. Su madre lo observaba muda del dolor. El doctor Herranz, apiadándose de él, habló.

—Ya no es tratable. Se ha expandido a demasiados órganos en un tiempo muy corto —explicó. Ryan empezó a sentir náuseas y arrugó los papeles entre sus manos temblorosas.

Levantó reticente la mirada hacia Madelaine. Una débil mueca de sonrisa contrastaba con una mirada hundida entre lágrimas. Con esa ínfima sonrisa, Madelaine consolaba a su hijo, mientras las lágrimas amargas de su mirada caían por saber perfectamente que simplemente nada bastaría para consolarlo. Nada nunca sería suficiente para mitigar el dolor. Esa era la primera vez que Ryan veía a su madre llorar abiertamente por su enfermedad, signo del fin de su lucha. Herranz se levantó del banco cediendo el lugar a Ryan. Este fue entonces a sentarse junto a su madre y cogió su mano con firmeza. Ahora le tocaba a él ser fuerte por ella. En ese momento dejó esfumarse toda inquietud sobre sus propios problemas, la prioridad ahora era Madelaine.

—Lo siento tanto , hijo —sollozó ella a su lado.

—Yo también —musitó Ryan. Observó al doctor Herranz delante de ellos. Tenía las manos lánguidas caídas a los lados de cuerpo, mirando a los lejos, abatido. Vencido. Lamentaba soberanamente verlo así también. Sabía cuánto quería a Madelaine, había luchado tanto por su salud todo esos años, sobre todo en esa recta final. Primero perdió a su mejor amigo, y ahora a… Ryan no podía siquiera pensarlo.

Madelaine a su vez, sentía que las fuerzas se le escapaban por los poros. Dejar a Ryan solo cuanto más apoyo necesitaría, era lo peor que podía pasarle. Recordó entonces unas palabras que su amado Jackson decía cuando no comprendían algo: Todo ocurre por una razón y causa, solo debes aceptarlo. Y con un poco de paciencia, verás como todo vuelve a su cauce. Y tenía razón. Aunque esta vez algo cambiaría al final del camino. Ella faltaría en el. Sin embargo, si solo le quedaban contados días para vivir, no quería pasarlos deprimiendo a todo el mundo. Si ahora lloraba era para que luego pudiera ser ella quien consolara a los que sufrían. No iba a permitir que el mal que le infligió ese sufrimiento, también se llevase su alegría. Miró a Ryan a su lado, tenía una expresión afligida en su rostro. Siempre había sido un chico fuerte, pero no era de piedra, y ahora estaba sufriendo. Decidió que ya era momento de recomponerse. Levantó la mano de Ryan entre las suyas y la estrechó contra su pecho.

—Ryan —llamó. Él volvió el rostro hacia ella, sus ojos estaban vidriosos debido a las lágrimas contenidas en ellos—. Hijo mío. Tranquilo. No sufras —pidió con el alma quebrada al verlo así. Ryan asintió, incapaz de decir una palabra. Madelaine se volvió hacia el doctor Herranz y se inclinó para alcanzarlo y cogerle también la mano—. Jon, quiero irme a casa —pidió con el conocimiento de que ya nada podrían hacer por ella en el HERUGARTE. El doctor, sin argumentos para objetar, asintió.

—Te asignaré una enfermera a tiempo completo y recibirás todos los cuidados que necesites, hasta los más mínimos —aseguró.

—Gracias, Jon.

—Mandaré a que instalen los aparatos en tu casa. Por favor quédate aquí hasta que acaben de hacerlo. Así me sentiré más tranquilo —pidió Herranz cabizbajo.

—De acuerdo.

Ryan no pronunció palabra alguna desde entonces. Tan solo estaba junto a su madre, en completo silencio. Ni siquiera era capaz de sonreír por cortesía. Cuando aparecía gente para controlar a Madelaine, él se alejaba. Tan solo asentía o negaba moviendo la cabeza, era como si sus labios estuvieran sellados. Al día siguiente, sobre las seis de la tarde, les dieron el visto bueno para marchar a casa. La habitación de Madelaine se había convertido en una pequeña clínica. Junto a la cama estaba instalado el dispositivo de goteo del suero, una mini nevera atiborrada de analgésicos, suero y otras medicinas y sobre su cómoda, donde antes se desplegaba una ristra de fotos familiares llenas de alegría, ahora habían cajas de jeringas, guantes, algodón y gasas, al otro lado de la cama, estaba puesto el monitor multiparamétrico y un desfibrilador. La enfermera que les acompañó, llevó a Madelaine hasta la cama y la ayudó a sentarse con sumo cuidado. Ver todo aquello rodeando a su madre en su propia casa, resultaba demasiado fuerte para Ryan. Dio media vuelta y se alejó de esa imagen. Nadie dijo nada, tan solo desviaron la mirada.

Dirigiéndose al salón, fue a parar junto a la ventana. Visualizó a la joven de ojos turquesa allí abajo, donde la había visto la última vez. Pero de inmediato se sintió egoísta al desear aliviar su propio sufrimiento, siendo que había en la habitación alguien padeciendo un sufrimiento mayor. Apartó a la joven de su mente, lo último que necesitaba en ese momento era ser un inútil emocional. Sin embargo, no podía evitar sentirse falto de consuelo. Fue a sentarse al sofá, y reclinándose sobre el respaldo, echó la cabeza atrás intentando dejar de pensar en ella y en su anhelo de encontrarla.

—Hola, Ryan —saludó una mujer. Ryan levantó la cabeza y descubrió que se trataba de la enfermera de su madre. De inmediato se le subió una espeluznante sensación y se le atoró en la garganta.

—¡Qué ha pasado! —exclamó levantándose de un salto. Pensando en que algo había pasado a Madelaine. La enfermera reaccionó al instante.

—¡Oh, no! Tranquilo, ella está bien —gesticuló señalando la habitación de la paciente—. Bueno, que sigue igual —rectificó.

—Oh, Dios mío —bufó Ryan sentándose nuevamente—. Joder, qué susto me has dado —manifestó volviendo a apoyarse en el respaldo aún con lo nervios alterados.

—Lo siento, no ha sido mi intención. Solo quería saludarte —se disculpó avergonzada y dio media vuelta para marcharse. Ryan la observó al fin y se puso de pie alcanzadola.

—Espera —la detuvo—. Soy yo el que lo lamenta. He reaccionado exageradamente.

—Tranquilo, tienes razones para hacerlo. Yo he sido una inconsecuente.

—Te pido disculpas, aún así. Llevo todo el día siendo borde con la gente que solo intenta ayudar —reconoció. La joven enfermera le ofreció una delicada sonrisa.

—Me llamo, Marisa —se presentó—. Yo me quedaré aquí a cuidar de Madelaine —anunció cambiando de tema.

—Oh, genial —exclamó Ryan con falso entusiasmo.

—Quería que supieras que comprendo lo que estás pasando y preguntarte cómo lo llevas. En estas circunstancias, la familia entera del paciente necesita atención.

—Pues, te agradezco el interés —expresó con los brazos en jarras, intentando ocultar su incomodidad de hablar sobre ese tema—. Pero, estoy bien —zanjó.

—Si necesitas hablar de ello, yo estaré aquí —ofreció ella.

—Gracias. Lo tendré en cuenta —asintió. La joven se despidió de él con otra amable sonrisa. De pronto Ryan se sentía un poco mejor. Tal vez fuera por el detalle de la enfermera, de importarse con él justo cuando lo necesitaba, pero la encontró adorable y encantadora. Se trataba de una chica muy bella, de cabellos dorados y rizados, unos ojos grises brillantes, una naricita respingona y unos labios carnosos. Se quedó pensando en ella cuando se marchó, ni siquiera había vuelto a pensar en la joven de ojos turquesa. Ops, ahí está otra vez, advirtió.

Pasó la noche observando a su madre. Las pruebas médicas determinaron que según el ritmo de avance, en una suma de cuarenta y cinco días, el cáncer y sus metástasis, llegarían a su apogeo. Y una vez allí, el sistema se colapsaría provocando el cese del funcionamiento nervioso, por lo tanto la muerte sería inminente. Ryan se preguntaba acongojado, ¿por qué debía ser tan dolorosa su partida? ¿Por qué Madelaine debía pasar por tanto sufrimiento solo para acabar en la muerte? ¿Tanto dolor no tenía que servir para algo, para escarmentar de un mal acto o algo parecido? Ella no ha hecho nada malo. Madelaine fue una esposa maravillosa, Jackson siempre lo decía. Y en cuanto a su papel conmigo, ha sido siempre la madre que nunca tuve. ¿Por qué entonces?, reprochaba.

El tiempo transcurría y Madelaine se quejaba más de los dolores a cada día que pasaba. Una semana después, ya no podía levantarse sola de la cama volviéndose aún más dependiente, Marisa ya no la dejaba sola en su habitación ni por las noches. Ryan le cedió su habitación puesto que era contigua a la de Madelaine. De todos modos él no utilizaba su cama, tan solo se echaba cabezadas en el sofá. No era capaz de dormir. En cuanto cerraba los ojos, la inquietud porque ocurriera algo mientras dormía no lo dejaba reposar. Madelaine sufría por ver a su hijo tan triste, mas que por su propio padecimiento físico. En una ocasión, pidió a Marisa cerrar la puerta de su habitación, porque no quería ver el doloroso semblante de Ryan, observandola desde el pasillo mientras ella lloraba por los dolores que la hacían suplicar a la muerte llevársela ya. Cada día suponía una despedida. Unían sus manos y así permanecían largos momentos en silencio, con Ryan sentado en el suelo junto a la cabecera de la cama de su madre, apoyando la cabeza en su almohada, custodiando su descanso.

Un día lunes, en el apartado mundo en el que convirtieron su casa, sonó el timbre. Aunque era temprano por la mañana, ya todos estaban despiertos. En realidad, la única que podía dormir en esa casa, era la enfermera, y solo a ratos. Ryan salió de la cocina con una humeante taza de café en la mano para abrir la puerta. Eran Sam y Camile. Ella se adelantó y lo estrechó en un abrazo fraternal que Ryan correspondió al momento, sabía cuánto la quería, Camile. Madelaine no era solo la madre de Ryan, también lo fue para ella desde siempre.

—¿Cómo está? —consultó ella con la voz quebrada.

—No te mentiré, Camile. Empeora por momentos —declaró con franqueza. Se apartó de la puerta para dejarlos pasar.

—¿Puedo verla, Ryan? —solicitó Camile con excesivo respeto.

—Por supuesto, sabes que sí. Pasa, está en su habitación con la enfermera. Llama a la puerta a ver si han acabado, la estaba medicando —informó. En cuanto Camile se perdió en el oscuro pasillo, Ryan invitó a Sam a pasar al salón. 

—¿Hace cuánto que no duermes? —se inquietó Sam al observar las ojeras de su amigo.

—Duermo, a ratos —reconoció tras sorber su café.

—Dormir periódicamente evitaría que te sucediera lo de la otra vez.

—Y crees que no lo sé —increpó Ryan recordando el incidente de la siesta de veinticuatro horas—. Esa mala espina me acecha cada vez que cierro los ojos.

—No te estoy reprochando, Ryan, y seguro que Madelaine tampoco, te lo digo para que sepas cuales son las consecuencias de no dormir —manifestó Sam. Ryan le dedicó una dura mirada.

—Fue el día más duro de su vida y yo estaba durmiendo, Sam. ¡Durmiendo!

—Martirizándote no arreglarás nada. Y con eso de no dormir solo corres el riesgo de quedarte dormido cuando… —Sam detuvo su diatriba. Enfocó su discurso hacia otro lado—. Ahora Camile y yo estamos aquí. Traeremos nuestros sacos de acampada y nos quedaremos con vosotros todo el tiempo —prometió Sam. Comprendía que Ryan se hubiera vuelto tan irritable por las circunstancias y por la falta de sueño, debía hacer algo por su amigo o empeoraría. Enfermo no podría estar con su madre—. Solo siento haber tardado tanto, amigo.

—Gracias, Sam. Lo importante es que ya estáis aquí —manifestó Ryan emocionado—. Oye, ¿te apetece un café?

—Sí, gracias. Pero no quiero ese levanta muertos que tienes ahí. Solo el olor altera mi ritmo circadiano.

—Mira que eres exagerado —apuntó Ryan dirigiéndose a la cocina seguido de Sam.

Al cabo de un rato, los hombres llamaron a la puerta de la habitación de Madelaine. Camille les abrió sonriente, vaticinando para los chicos que la señora de la casa tenía una muy buena mañana. Madelaine estaba sentada en su cama, cubierta con gordas mantas. Se veía pálida, con los ojos hundidos, pero ella sonreía. Sus níveos dedos entrelazados reposaban en su regazo, y no estaban siendo presas de temblores como otras mañanas. Su escasa melena negra salpicada de canas estaba recogida en una trenza. Camile había obrado su magia en Madelaine.

—Me alegro tanto de que ya estéis aquí —manifestó Madelaine con la voz ronca—. ¿Decidme hijos míos, estáis bien, juntos? —consultó mirando a Sam y Camile, recordando aquel problema matrimonial.

—Está superado, Madelaine. Gracias a ti —expresó Sam.

—No sabéis cuánto me alegro.

—Ah, tengo que contarte algo Madelaine —recordó Camile—. Llamamos hace unos días a la parroquia del Redentor para saludar al padre Peru, y nos enteramos de una triste noticia. Tal vez ya lo sabes…

—No, ¿qué pasa?... —inquirió la mujer con inquietud. Camille echó una mirada a su marido antes de contestar.

—Nos han dicho que el padre Urbizu ha muerto —anunció.

—Qué me dices… —manifestó Madelaine con terrible pena. Ryan, sin embargo, quedó absolutamente estupefacto.

—Lo siento, sé que era amigo tuyo —compadeció Camile.

—¿Qué ha pasado, qué os han dicho? —apremió Ryan mientras aquella pesadilla se reproducía en su mente.

—Estaba enfermo —dijo Sam rápidamente. Estaba claro que simplemente no quería hablar de ello delante de Madelaine. Ryan captó el aviso de su amigo.

—Ryan, podrías acercarte a la parroquia por favor. Hazles llegar por mí las condolencias —pidió Madelaine a su hijo con un gesto grandilocuente. Ryan también captó el aviso de su madre.

—De acuerdo, madre. Ahora iré a ver como va tu desayuno —avisó antes de salir de la habitación seguido por Sam—. ¿Cuándo ocurrió? —preguntó a Sam una vez en la cocina.

—Fue hace más de una semana. Ocurrió un domingo creo —comunicó Sam. Ryan le dio la espalda, estaba demasiado alterado y no quería que Sam lo notara.

—Dime cómo ha pasado —pidió.

—Le han matado, Ryan. Eso es todo lo que he podido averiguar. Estaban muy afectados en su congregación con lo ocurrido —contó.

—¿Sam, esta tarde os podéis quedar con Madelaine? Iré a la parroquia para darles el pésame.

—Por supuesto, amigo.

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Al acabar la misa sobre las ocho y media, Ryan esperó a que la gente que abordó la sacristía dejara paso y se acercó a su vez al sacerdote que ofició la ceremonia.

—Padre —interpeló—. Buenas noches, me llamo Ryan —saludó extendiendo la mano. El anciano sacerdote se la estrechó—. Mi madre, Madelaine Sheppard y yo, acabamos de enterarnos de lo ocurrido con el padre Urbizu. Ellos dos eran buenos amigos. Mi madre no puede venir personalmente así que yo estoy aquí por lo dos. Os acompañamos en el sentimiento

—Oh, sí. Ella llamó esta mañana, dijo que te pasarías por aquí hoy. Y gracias, hijo. Ha sido una gran pérdida para la congregación —expresó con verdadera pena en su rostro.

—Yo no he tenido más ocasión que una vez para hablar con él, pero siento mucho su partida —expresó Ryan. El sacerdote centró su mirada en él en un momento. Entrecerró los ojos estudiando al joven delante suyo.

—Tú, eres el muchacho que estuvo con Peru en la cripta aquel domingo, verdad… —preguntó críptico. Ryan lo observó intrigado, nadie estuvo aquel día junto a ellos para que lo supiera alguien.

—Sí —admitió sin embargo. Quería saber a dónde llevaba esa pregunta—. Esa fue la única vez que estuve con él.

—Y el último día que los vimos con vida —declaró el sacerdote. Ryan tuvo la sensación de que le caía encima un cubo de agua fría.

—¡¿Cómo dice?! —increpó acercándose al hombre.

—Ese domingo por la tarde —contó mientras guardaba la sotana en el armario—, después de hablar contigo, no quiso celebrar la misa de las ocho que le tocaba, me dijo que se encontraba, indispuesto. No le di mucha importancia entonces, tan solo accedí a celebrar la misa por él. Durante la misa se encerró en el despacho. Hasta la hora de la cena, no volví a verlo. Pero fue en ese momento cuando noté en él algo extraño —cerró la puerta del armario y caminó con parsimonia hasta donde se encontraba su visitante—. ¿Sabes lo que noté? —preguntó. Ryan lo miraba perplejo entre tanto esperaba la respuesta a ese cuestionamiento—. Tenía miedo.

—¿Miedo? ¿De qué?

—Esa pregunta también me la hice yo. Se lo pregunté pero no quiso decirme nada, estaba nervioso, muy inquieto. Me intrigaban los motivos por el que un clérigo de su calaña pudiera sentir tanto miedo. No lo entendía. Sin embargo, cuando lo encontramos la mañana siguiente, comprendí sus temores —finalizó su diatriba agachando la cabeza—. Acompáñame —dijo saliendo sin más de la sacristía.

Ryan observó al sacerdote alejarse de él. Estaba recibiendo las respuestas que buscaba sin pedirlas siquiera. Una sensación de advertencia lo invadió a pesar de ser ese mismo el fin de su visita. Superando sus propios bloqueos siguió al padre que lo guiaba. Para su asombro, Ryan se encontró dirigiéndose una vez más a la cripta subterránea.

El sacerdote asió la manilla de la puerta negra del templo protestante. La empujó hacia dentro plantándose en el umbral de la cripta a oscuras. Cuando el sonido del pomo interior de la puerta al chocar contra la pared retumbó, Ryan recordó aquella puerta negra cuyo pomo relucía en la penumbra, y que después sin más había desaparecido. Volvió el rostro hacia donde lo había visto aquel domingo, y luego volvió a mirar la puerta abierta de la cripta. El pomo relucía en la penumbra. ¿Era esta misma puerta? Se preguntó.

—Fue aquí donde ocurrió —contó el padre con aire sombrío—. La policía no encontró indicios de que hubiera alguien más con Peru aquí dentro aquella noche. Ninguno de nosotros volvió a entrar aquí después de aquel día tan horrible —informó. Estiró el brazo para darle al interruptor de la luz.

En cuanto las lámparas se encendieron en el pequeño salón, Ryan observó los restos de la barbarie. No era capaz de dar crédito a la imagen que se presentaba ante sus ojos. Paredes abolladas, bancos rotos, escombros por el suelo. Fue entrando a la estancia con pasos cautelosos, pisando los fragmentos del techo y los trozos arrancados de las paredes. Hasta la pared del fondo, donde el padre Peru dijo que reposaban los benefactores, se hallaba destrozada dejando a la vista los ataúdes. Caminó hasta el altar apretando los puños. La respiración se le desbocó al encontrar el altar lleno de sangre reseca. El rastro carmesí se extendía por los pilares de la mesa del oficiante hasta el suelo donde Ryan tenía los pies. Reaccionó de inmediato quitándose de encima.

—Oímos gritos esa noche —empezó a relatar el padre desde la puerta—. Bajamos todos en tropel. No hallábamos la llave para abrir la puerta. Sabíamos que era Peru quién estaba dentro. Lo llamamos para que nos abriera, pero no nos oía, seguía pegando gritos de dolor, como si lo estuvieran torturando —expresó rememorando aquel momento con desgarro—. De pronto, sus quejas cesaron y solo hubo silencio. Volvimos a llamarlo incesantemente golpeando la puerta. Entonces, la puerta, sin más, se abrió sola —contó. Ryan le echó la mirada observando en el sacerdote la falta de crédito a pesar de los hechos. Lo mismo que le ocurría a él—. Nos quedamos perplejos. Las lámparas chisporroteaban, pero alumbraban. La cruenta imagen se nos grabó a todos a fuego en las retinas. Lo encontramos ahí, tendido sobre el altar —señaló con el índice, como acusando el hecho de que tuvieran que encontrarlo de esa manera—. Sus brazos colgaban de la mesa y por ellas recorría la sangre hasta el suelo —relató con la mirada perdida—. Su cuerpo estaba hecho pedazos. No había hueso que no estuviera roto. Y su rostro… —suspiró antes de continuar—. Sus ojos —Ryan ya sabía como acabaría aquella parte—, ya no estaban —pero no se esperaba que una ráfaga de imagen se presentara ante sus ojos, visualizando al padre Peru sin ojos encima de él. Dio un traspié, tropezando con el escalón, de pronto mareado ante la crudeza de su visión. Tambaleante se volvió a enderezar y se alejó del altar caminando de espaldas hasta la puerta de salida—. ¿Te encuentras bien, hijo? —consultó el padre al verlo así.

—Sí. Creo que sí —dijo inseguro de su respuesta. El sacerdote se lo quedó mirando y continuó.

—Me equivoqué al pensar que Peru tenía miedo por sí mismo, sabes —continuó—. Tenía miedo, sí —aclaró—, pero por nosotros. —Ryan lo miró acongojado ante su observación—. Temía que aquello que lo amenazaba hiciera daño a alguien más. Por eso no celebró la misa esa noche y se encerró en su despacho. Y... —se llevó la mano al bolsillo y extrajo una llave—, por eso se encerró aquí —Ryan tragó saliva con dificultad ante lo que insinuaba el sacerdote con aquel gesto—. La llave estaba en la cerradura, por dentro —apretó la llave en su puño—. No quería que nadie entrara a ayudarlo.

—Lo, lo siento mucho —balbuceó Ryan ofuscado.

—No ha sido culpa tuya, hijo. ¿Cómo ibas a ser tú responsable de algo así? —manifestó—. Quien haya hecho esto, no era humano —musitó perplejo. Si un sacerdote, que debería estar acostumbrado con estos temas, estaba impactado y tremendamente acongojado, ¿que podría esperar él? Sintió un escalofrío y decidió salir del interior de la cripta, superado por la sensación de inseguridad—. Cuando pase algún tiempo, convertiremos este lugar en un santuario —comentó el sacerdote sonriendo débilmente mientras cerraba la puerta de la cripta.

—Gracias por confiarme lo ocurrido —terció Ryan con la firme intención de marcharse de allí de inmediato.

—De nada. Peru me dijo en la comida del domingo, que iba a hablar con alguien que desde hacía mucho tiempo deseaba conocer. No sé de qué os conocéis, pero algo me decía que debías saber la verdad sobre lo ocurrido. Llámalo corazonada —recitó.

—Mil gracias, padre.

Ryan siguió al sacerdote escaleras arriba y salió del edificio por la puerta lateral. Una vez fuera, en la noche cálida de final de primavera, sintió un frío visceral. Era un frío de soledad, de no saber a dónde ir, ni qué hacer o pensar. Solo quería desaparecer, hacer que todo acabara. Ya no lo soportaba. Apretó los puños abrumado por la impotencia y comenzó a andar sin rumbo por la noche. Iba preguntándose si lo ocurrido pudo realmente ser culpa suya. ¿Si hubiera interpretado aquella espeluznante pesadilla podría haber parado el asesinato de un hombre inocente? ¿O solo se trataba de una visión sobre lo que acaba de pasar en la cripta y él lo vio como una broma morbosa del que lo propició? ¿Y quién pudo haber hecho aquello? ¿Quien ha sido tan desalmado como para jugar así con el cuerpo de un ser humano, de arrancarle los ojos, de….? Ryan detuvo sus pensamientos cerrando los ojos y sacudiendo la cabeza. Sin embargo, no pudo librarse de la sensación de culpa que pesaba sobre su pecho, como si una roca estuviera aplastando su esternón.

Siguió caminando hasta que un dulce sonido se filtró por entre los escabrosos ruidos de su mente. Levantó la vista percatandose de dónde se encontraba. Esta vez caminó sabiendo a dónde iba. Llegó hasta el inicio del paseo del Molino viejo, caminó hasta el borde del peñasco y contempló desde allí el acantilado y más abajo, el mar.

Las olas abrazaban con calma la playa solitaria. No había nadie allí abajo. Nadie que hiciera compañía al mar, nadie que lo escuchase o tan solo lo observase. Igual que él. Ahí seguía, tiempo tras tiempo, tan solo esperando, tan solo existiendo, igual que el mar. Ryan sintió una pena inmensa embargar su alma, tan inmensa como el océano que se extendía en la oscuridad. ¿Con quién más hablaría sobre lo que le ocurriera? Todos los que conocían su historia acabaron mal parados. Podría afectar a alguien más si este se involucraba en su vida. Jackson, Urbizu y dentro de poco, Madelaine. Una punzada de dolor se clavó en su corazón al reconocer aquello como la posibilidad que había estado negándose a aceptar. Aunque, a Herranz no le había pasado nada. Gracias a Dios, observó. ¿Cómo encontraría respuestas desde entonces si ya no podía hablar con nadie. O lo que es peor, si no existía nadie que pudiese contestar a sus innumerables preguntas?...





La luz de otra gloriosa mañana se levantaba triunfante. El brillo del sol se filtraba a través de las cortinas blancas del salón en casa de Madelaine. Ryan permanecía inerte reclinado en el sofá, apenas parpadeaba, tenía los ojos secos y enrojecidos. Había llegado a casa de madrugada, se sentó en el sofá y no volvió a moverse de allí. No hacía más que pensar en las imágenes producidas por el relato del sacerdote sobre la noche en la que murió Urbizu. Temía por sus hermanos y se encerró en la cripta. ¿A quién temía? ¿Podría ser aquello de lo que le había hablado? ¿Podría ser el mal? ¿Los demonios se sebaron con él en represalia porque estuvo previniendolo sobre ellos?...

—¡Ryan! —prorrumpió Sam en el salón sobresaltándolo—. ¿Qué haces aquí así? ¿Cuándo has llegado? ¿Es que no has dormido? —interrogó frotándose los ojos, sin poder mirar apenas por la claridad.

—Esas son muchas preguntas, Sam —objetó Ryan con la boca pastosa. Aquello era lo primero que pronunciaba en horas—. Estaba cansado de andar, llegué de madrugada, y no, no he dormido —relató contestando a las preguntas de su amigo.

—Tío, estás hecho una mierda. Ve a ducharte, que no te vea así tu madre —aconsejó.

—Tú también estás muy guapo a estas horas —replicó Ryan con ironía. Aún así, hizo caso de la recomendación y se levantó del sofá. Sus huesos crugieron por haber estado durante horas en la misma posición. Sam lo observó con una mueca curiosa.

—Estás crujiente —bromeó. Ryan sonrió débilmente, muy a su pesar.

—Oye, gracias por quedaros aquí esta noche.

—Te dije que estaríamos aquí para lo que necesites. Además, te conozco. Tenía que haber pasado algo importante para que no volvieras a casa enseguida teniendo a tu madre así.

—Gracias, Sam. Sé que está Marisa con ella, pero, vosotros sois familia.

—Eso es muy bonito, amigo. Solo no te doy un beso porque aún no me he lavado los dientes —manifestó.

—Que asco —manifestó Ryan sin alterarse.

—Venga, ahora a la ducha y luego te vas a la cama —ordenó Sam.

—No puedo hacerlo —negó Ryan en rotundo poniendo los brazos en jarras.

—No pasa nada. Tengo la solución —indicó con entusiasmo—. No te dejaría dormir dos días, hombre —desdeñó—. Tengo un chute de adrenalina en el maletín con tu nombre por si te quedas inconsciente —anunció.

—Sí, ya. Muy gracioso.

—Va encerio. Se la pedí a Tomás. Pero tranquilo, no le he dicho que era para ti —sonrió con complicidad.

Ryan no sabía cómo tomarse aquello. Se alejó de Sam mirándolo de hito en hito con cautela. Sam solo sonreía. Decidió dejarlo pasar cuando llegó a la ducha. Abrió el agua y esta empezó a caer con fuerza sobre el revestimiento de cerámica y la mampara de cristal. Salía fría así que esperó para entrar. Aunque estaba en el cuarto de baño, su mente andaba lejos. Discurría por Algorta. En las inmediaciones de la parroquia, El Redentor, rememorando las palabras del sacerdote, amigo de Urbizu. No había nadie más con Peru dentro de la cripta, dijo. Pero el hecho es que sí había algo más allí dentro con el padre Urbizu. Algo que no era humano. Parpadeó entonces y volvió en sí, el cuarto de baño estaba ya blanco de vaho. Ryan se retiró la toalla del cuerpo, entró y se dejó acariciar por el chorro de agua caliente. Apoyó los antebrazos en la pared y la cabeza entre ellos. Cerró lo ojos un momento intentando relajar sus tensos nervios. Volvió a abrirlos despreocupado tras un largo suspiro. Al incorporarse, se fijó en que un fuerte color rojo cubría su cuerpo y que lo mismo seguía cayendo sobre su cabeza. Levantó la vista y el fluido rojo se le metió en la boca. Era dulce y olía a óxido. ¡¿Es sangre?!… se preguntó estremeciéndose. Aquello caía sin cesar mientras sentía cada fibra de su cuerpo tensarse de miedo y su piel erizarse bajo el tibio, pero inverosímil, chorro de la ducha.

Fue a cerrar el grifo pero este no respondía a su exigencia. Decidió salir entonces de allí y empujó la mampara, pero esta tampoco estaba por la labor de obedecer sus órdenes, no se abría por mucho que lo intentara. Miró entonces hacia el suelo notanto con terror como el nivel de sangre subía sin control. Tras cada parpadeo subía y subía más. Era una pesadilla. Al poco rato la cantidad de sangre ya le llegaba a la cintura. Dio golpes en la mampara intentando romperla sin éxito. La sangre le llegaba ya hasta el cuello, pero él seguía intentando salir a golpes de allí. La sangre siguió subiendo implacable hasta llenar el cubículo de la ducha cubriéndolo por completo. Ryan aún tenía conciencia, seguía dando golpes infructuosos a la mampara mientras recordaba que no llegó a pedir auxilio cuando aún podía. Contemplando su inexorable fin, abrió la boca para gritar.

—¡Ahhh!... —se oyó a sí mismo con un sonido retumbante. Abrió los ojos como pudo descubriendo que el chorro de agua le daba directamente en la cara. Se apartó de su trayectoria observando su alrededor. Estaba en el suelo de la ducha. Pensó de inmediato que lo más probable es que se hubiera quedado dormido y se cayera. Al incorporarse apoyándose en las mamparas, un fuerte mareo lo hizo ver estrellas parpadeantes. Apagó el chorro de agua maldiciendo sus pesadillas. Una vez fuera del cubículo, miró hacia atrás. Solo fue un sueño, pensó. Aunque parecía tan real... Aún llevaba en el cuerpo la sensación de asco por la ducha de sangre y el susto por la muerte por ahogamiento, mientras se vestía. Seguía pensando en ello cuando fue a la cocina a por su café levanta muertos, como lo denominó Sam. Allí se encontró a su amigo, rebuscando en los armarios, tratando de encontrar qué desayunar.

—¿Qué haces gorroneando a mi madre? —bromeó al tiempo que Sam se metía un bollo de leche entero en la boca.

—Mira quien habla —replicó Sam con la boca llena—. Tú llevas dos meses sin dar un palo al agua. ¿No te da vergüenza?

—Estoy en un periodo de descanso —contestó sonriendo a su pesar mientras cargaba el café en una taza.

—Si tú lo dices… —bufoneó Sam dejando a su amigo en la cocina.

Ryan estaba tranquilo con respecto al trabajo. Tenía muchos ahorros de aquellos años en los que solo trabajaba intentando no pensar en su vida, mientras trataba de adaptarse de nuevo al mundo que había olvidado hasta el punto de no conocer siquiera lo básico que a su edad debería tener aprendido, como conducir o cocinar.  Nunca le costó incorporarse a cualquier tipo de empleo. No se explicaba como ocurría, pero siempre sabía lo que tenía que hacer sin que nadie le enseñara. Se dedicaba a lo que fuera y donde fuera. Llegó a ser leñador, guarda forestal, militar en Norteamérica. En Italia estuvo trabajando en un restaurante, era ayudante de cocina, cuando lo quisieron ascender a Cheff, lo dejó, no le convenía asentarse en ninguna parte. En España, llegó a ser pescador, albañil, repartidor de supermercado, peón de fábrica de muebles, incluso celador de un psiquiátrico. Todos sus trabajos duraron pocos años y siempre procuraba que no implicaran tener mucha gente a su alrededor. La única excepción fue su estancia en el ejército, donde estuvo diez años. Una época que añoraría siempre por ser la más larga, y la más parecida a una vida de verdad. Había hecho tantas cosas, todas con el fin de encontrar su identidad, sin embargo, siempre acaba volviendo a casa junto a su familia improvisada. Al final, se dio cuenta de que ellos representaban su identidad. Era lo único real y verdadero que poseía.

Hubo un tiempo en el que Madelaine insistió en que trabajara en la empresa. No aceptó hasta que ella empezó a enfermar y acudió a su llamado para dirigir la empresa en su ausencia. Allí conoció a sus amigos y se dedicó a estudiar, al final se hizo un hacha de los negocios. Con el tiempo observó que Camile podía hacerse cargo y con la aprobación de Madelaine, volvió a dejarlo. Hacía dos años de eso. Empezó a dedicarse a cualquier trabajo nuevamente. Su último trabajo fue de instalador de calderas. Lo despidieron cuando lo pillaron liándose con la prometida de su jefe. A veces, cuando se le iba la cabeza, hacía ese tipo de insensateces y luego se arrepentía, pero eso no le libró de la ira del jefe que no dejó de mandarlo al infierno y prometerle que jamás volvería a trabajar en el gremio. Menos mal sabía hacer más cosas, pensó en aquel entonces. Sam tenía razón con su comentario jocoso de esa mañana, llevaba una temporada sin trabajar, pero en ese momento no podría hacerlo aunque quisiera. Madelaine lo necesitaba.

—Camile se está despidiendo de Madelaine —irrumpió Sam de nuevo en la cocina ya vestido de calle—. Nos vamos a casa a cambiarnos y a hacer unos recados. Pero nos llamas con lo que sea, ¿de acuerdo? —advirtió. Ryan asintió mientras bebía su café—. Échate a dormir un rato, tengo la dosis preparada para ti siempre a punto —guiñó.

—Lo tendré en cuenta —enarcó la ceja a modo de recibir el recado. En ese momento entró Marisa a la cocina para preparar el desayuno de Madelaine. Saludó a Sam y luego se dirigió a Ryan.

—¿Te has hecho alguna herida en la ducha? —interrogó con una dulce preocupación. Sam los miró de inmediato con ojo crítico mientras se llenaba la boca con otro bollo de leche.

—No. ¿Por qué lo dices? —inquirió Ryan mientras su cuerpo era recorrido por una corriente de alarma.

—Entré después de ti al cuarto de baño y me encontré una mancha de sangre en la pared. Como una salpicadura —explicó—. Qué raro, no —compartió con una sonrisa extraña, al menos para Sam, que la estaba observando.

—Sí, qué raro —farfulló Ryan antes de salir de la cocina.

Sam se lo quedó mirando, extrañado por esa curiosa reacción. Luego se fijó en Marisa, la joven mantuvo la vista fija en Ryan hasta que desapareció por la puerta mientras seguía manipulando objetos con pericia como una autómata. Aquello sí que era raro a ojos de Sam. De súbito, Marisa clavó su mirada en él descubriendo el escrutinio al que la estaba sometiendo. La joven le dedicó una mirada gélida. Sam estaba incómodo, sentía su evidente rechazo. Al final sonrió débilmente y salió cabizbajo de la cocina. Una vez fuera, volvió a echar un vistazo a la puerta por si Marisa lo seguía para matarlo de frío con su mirada. No se había detenido a observar a esa chica antes, pero con ese episodio acababa de colocarse en su punto de mira. Aquella apariencia amable que demostraba delante de Ryan y Madelaine, no era su verdadera personalidad. Encontró a Ryan sentado otra vez en el sofá del salón, cavilando tan profundamente que no se percató de que Sam se sentó a su lado.

—¿Ahora duermes despierto? —terció interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.

—¿Sam, tú crees en las premoniciones? —soltó. Sam se lo quedó mirando intrigado. Al no recibir respuesta de inmediato, Ryan lo observó—. ¿Qué?

—Nada —musitó negando con la cabeza, un tanto abrumado por los recuerdos que esa pregunta suscitó en él—. Es solo que, he tenido un caso, en el que una chica me hizo la misma pregunta.

—Ah sí… ¿Qué le pasó? —interrogó Ryan interesado en el motivo de la afectación de su amigo.

—La chica tenía un problema parecido al tuyo, con los sueños. Ella estaba aterrorizada por ellos. Porque según ella, siempre, se cumplían —contó. Ryan por su parte pensaba en lo irónico de aquello—. Sufrió una crisis nerviosa tras soñar que sus padres morían en un aparatoso accidente de coche mientras discutían. Cuando se le metió en la cabeza que era ella el motivo principal de las discusiones de sus padres, empeoró. Pidió a sus padres que la internaran para que hicieran su vida sin las tensiones que suponía convivir con ella. Así lo hicieron. Pero sus padres no dejaron de discutir. Empezaron a echarse la culpa el uno al otro porque su hija se quisiera marchar de casa —contó con afectación—. Una noche, luego de ir a verla al sanatorio, volvían a casa en coche y sufrieron un accidente. Los enfermeros dijeron que salieron de allí discutiendo. La chica quedó muy mal de los nervios después de aquello —suspiró apenado—, el sentimiento de culpa era demasiado fuerte para ella. Siempre se estaba cuestionando si hubiera sido posible evitarlo, que si hubiera hecho algo podría evitarlo...

—¿Qué le sucedió? —inquirió Ryan.

—No era receptiva a la terapia. Se cerraba en sus pensamientos. No me escuchaba. La tristeza que sentía era muy fuerte. Un día se coló en la sala de enfermería del sanatorio y se atiborró de calmantes. Murió de una sobredosis —declaró—. No se llegó a averiguar si en verdad quería suicidarse o si solo quería dormir.

—Lo siento mucho, Sam —consoló a su amigo.

—Con pacientes así es difícil de tratar, sabes. A ella se la veía sin voluntad alguna de vivir, era desgarrador. Me sentí un inútil al no haber sido capaz de curarla. Pero me di cuenta de que me acercaba peligrosamente a lo que ocurrió con ella. Dejarse consumir por la culpa y avasallar por la tristeza. Entonces levanté cabeza y me convencí a mí mismo de aquello con lo que intentaba convencerla a ella en la terapia. De que hay situaciones inevitables en la vida y que no está en nuestras manos detenerlo o arreglarlo, y no puedes vivir lamentándote por ello si no tiene solución. Sabes, hay un proverbio chino que reza: si tienes un problema que no tiene solución, ¿para qué te preocupas?, y si tiene solución, ¿para qué te preocupas? —simplificó entusiasmado por esas palabras. Sin embargo, volvió a caer en un estado meditabundo—. Pero contestando a tu pregunta, no sé si creo en los sueños premonitorios o en las visiones premonitorias. Solo sé que lo que ocurrió con esa chica, me ha conmovido y que, no soy capaz de encontrar una explicación.

—Te entiendo. Las pruebas no son concluyentes —determinó Ryan pensando en sus propias experiencias. Sam lo miró intrigado.

—¿Puedo preguntarte a qué te refieres?

—Sam, ya estoy lista —irrumpió Camile en el salón atusándose el pelo—. Buenos días, Ryan —lo saludó sonriendo.

—Buenos días, Camile —saludó poniéndose en pie—. Quiero darte las gracias por haberte quedado ayer, Camile. Ha sido un gran favor.

—No me lo agradezcas. Lo hemos hecho con gusto, Ryan. Volveremos en cuanto podamos, ¿de acuerdo?

—Por supuesto, amigos. Gracias —profesó Ryan. Camile se acercó a él y dejó un beso en su mejilla.

—Luego seguimos hablando de eso —indicó Sam sobre el asunto pendiente con una palmadita en el hombro de su amigo.

—Eh… Sam —llamó Ryan desde el pasillo. Sam se detuvo en la puerta y atendió—. ¿Ayer dijiste que el padre Peru estaba enfermo, era verdad o solo lo dijiste para evadir la verdad delante de mi madre? —preguntó encogiendo un hombro.

—Sí, estaba enfermo. Era diabético —informó Sam. Tras decir esto se marchó. Pero no sin antes percatarse de la reacción de Ryan al oír su respuesta. Lo vio petrificado, con una expresión de terror en su mirada. Pero no iba preguntarle nada, llevaba mucho tiempo esperando que su amigo diera el paso, y seguiría esperando mientras así lo quisiera él. Le daría tiempo para que acabara contándole lo que ocurría en esa estrambótica cabeza.



—¿Qué te pasa, cielo? —preguntó Madelaine al cabo de un largo y paciente rato observando a Ryan recostado en el marco de la ventana de su habitación. Permanecía allí con la mirada melancólica, sin parpadear apenas. Al oír a su madre, se incorporó y fue a sentarse al pie de la cama.

—Jackson, Urbizu… Los dos conocían mi historia y ya no están. Ahora tú estás enferma y… —detuvo sus palabras y desvió el rostro de la vista de su madre. Ella comprendió su congoja sin necesidad de más palabras.

—Cariño. No puedes ponerte así por algo tan natural como la muerte —habló con cruda franqueza—. A todos les llega un día. Créeme, tú no has tenido nada que ver con eso. Y menos con lo que me ocurre a mí —sonrió suavizando sus palabras.

—Pero es mucha coincidencia —insistió sin convencerse.

—Jon también sabe tu secreto y no le ha pasado nada —refutó ella.

—¿Y si mañana mismo le sucede algo, entonces mis conjeturas cobrarían veracidad para ti? —enfrentó.

—Por Dios, Ryan. No digas insensateces —reprendió su madre elevando la voz. Ryan agachó la cabeza lamentando su arrebato, pero seguía sin aliviar su congoja.

—Lo siento —musitó.

—Además, para alguien que sufre, la muerte no tiende a considerarse un castigo, sino libertad —defendió Madelaine.

—Para alguien que ya no tiene salida, quizá lo sea —se opuso Rya—. Como si estuvieras tumbado en el suelo, herido sin poder huir de tus enemigos y no ves más remedio que clavarte una daga oscura en el pecho para infligirte la muerte y…

—¿De qué estás hablando, hijo? —se preocupó Madelaine, Ryan estaba divagando sobre cosas de las que no había hablado con su madre, ni con nadie, siquiera había pensando mucho en ello. Hasta ese momento.

Ryan no oía nada más. Se encontró sumido en un trance que lo llevó dentro de aquel sueño donde pedía a la mujer que le clavase una daga en el pecho. Él estuvo en esa tesitura, pasó por ese momento en la vida real, no era solo un sueño. Estaba cada vez más seguro de ello. Podía sentirlo.

En ese instante, el mal causante del sufrimiento de Madelaine encontró ese momento ideal para ejecutar su última jugada macabra. Despertaba el monstruo durmiente que hasta ese momento solo arañaba su interior, preparado para devastarlo todo.

Madelaine sentía sus entrañas sufriendo un ataque implacable e incontenible, como si alguien se estuviera abriendo paso por la maleza con una sierra eléctrica y el bosque fuera ella. Se llevó las manos al pecho en un acto reflejo, intentando detener al que sostenía la sierra y destrozaba sus vísceras. Su respiración se vio colapsada por un dolor indecible mientras Ryan seguía atrapado en la inopia. La voz no le salía, estaba muda por el esfuerzo de soportar el martirio, intentó alertarle estirándose hacia él, sin embargo, no era capaz de llegar, su mano pálida y temblorosa quedó suspendida en el aire a pocos centímetros de su hijo. Sus escasas fuerzas se iban acabando palmo a palmo, el mal quería cobrársela a toda costa, pero ella se debatía con la fuerza de su amor por ese muchacho tan especial que le fue prestado por el cielo para vivir la experiencia de ser madre. Se estiró un poco más buscando aliento en el amor inquebrantable que sentía por su hijo, esa bendición que recibió tras haber cometido el mayor error de su existencia. Solo un poco más, se decía. Un último intento y logró incorporar su cuerpo. Tan solo rozó el brazo de Ryan y cayó de bruces en la cama por el esfuerzo. Él volvió en sí tan solo para contemplar la terrible escena.

—¡Mamá! —exclamó presa del pánico. Incorporó a Madelaine revisando si respiraba—. ¡Marisa! —llamó desesperado a la enfermera. Cogió a su madre en brazos y la colocó sobre las almohadas. Madelaine tenía los ojos abiertos de par en par y todos sus músculos estaban rígidos, tenía la boca abierta y estaba helada. A Ryan se le erizó la piel ante la imagen.

—¿Qué ocurre? —irrumpió Marisa en la habitación como una exhalación. Cogió su estetoscopio de encima de la cómoda y de inmediato auscultó el pecho de Madelaine en búsqueda de latidos cardíacos y de señales de respiración—. Ryan, de prisa, llama a Herranz a su móvil personal y dile que venga inmediatamente, por favor.

Ryan corrió al salón a por el teléfono para llamar Herranz. A los cuatro tonos, Jon contestó. Ryan pasó el recado de Marisa sin dilación. Sin pedir más detalles, el doctor aseguró que estaría allí en pocos minutos. Ryan volvió corriendo a la habitación. Su madre seguía con el mismo semblante cadavérico mientras Marisa le colocaba la mascarilla de un respirador artificial. Ryan entró despacio a la estancia contemplando a Madelaine, deseando con todo el corazón que se estabilizara. Marisa se puso a cargar junto a la cama de Madelaine una jeringa enorme con una alta dosis de algo transparente que Ryan no conocía. Ella dejó el frasco vacío en la mesilla y expulsó los vestigios de aire de la jeringa presionándola un segundo y dejando escapar unas gotas por la aguja. Cogió el brazo de Madelaine y presionó con fuerza hasta lograr ver una suave línea azul. Acercó la jeringa, soltó el brazo e introdujo la aguja enseguida. La cantidad de aquel suero transparente bajó hasta acabarse. Marisa se incorporó y miró a Ryan.

—Solo nos queda esperar —murmuró ella. Ambos observaron a Madelaine en su lecho. Afortunadamente, en pocos segundos su semblante empezó a cambiar. De pronto su pecho dejó de temblar y bajó despacio expulsando todo el aire que contenía como lo haría una rueda pinchada. Desatrofió la mandíbula y parpadeó débilmente. Inspiró y expiró con normalidad, aunque despacio—. Madelaine, ¿puedes oirme? —preguntó Marisa tras acercarse a ella. Madelaine la observó y asintió. Ryan al verla reaccionar, soltó a su vez el aire contenido—. ¿Cómo te sientes?

—M… Me… duele… mucho —articuló con dificultad.

—Tranquila —consoló la enfermera acariciando la frente de su paciente—. Pronto pasará —sonrió.

Ryan las miró sin acabar de comprender lo que acababa de pasar. Se había llevado un susto terrible, pero al oír a la enfermera decir aquello, sintió un poquito de sosiego. Se acercó a Madelaine sentándose en el borde de su cama. Parecía una anciana nonagenaria. Sintió una pena demoledora al verla así. Se encontró pensando en que de esto hablaría Madelaine al decir que la muerte no era un castigo, sino la libertad, para un condenado como ella.

Al llegar Herranz, pidió que los dejaran solos a él y a Madelaine en la habitación. Tanto Marisa como Ryan se sentaron a esperar en el salón. Cada uno se sentó en un extremo del sofá. Marisa observaba a Ryan concentrarse en las musarañas.

—¿Crees en lo sobrenatural, Ryan? —preguntó Marisa rompiendo el silencio. Ryan la observó. Curioso tema de conversación, pensaba él, considerando su constante búsqueda de esa misma respuesta.

—No lo sé —respondió sinceramente sin mirarla. La joven, cautelosa, se acercó a él en el sofá.

—Es lo que me preguntaron a mí cuando todo se fue a la mierda —compartió. Ryan volvió entonces el rostro hacia ella. No tenía ganas de empezar una conversación, pero lo haría por educación. Por lo tanto esperó en silencio a que la joven siguiera su relato—. Mi padre era un gran pianista. Tocaba también otros instrumentos con la orquesta sinfónica de Bilbao, pero el piano era su pasión —contó con una sonrisa—. Enfermó de parkinson muy joven, y perdió la habilidad de tocar el piano o cualquier otro instrumento —lamentó con un mohín en sus bonitos labios—. Hacer cualquier actividad cotidiana se convirtió en un reto para él. Y al empeorar con el tiempo, eso poco a poco pudo con él y cayó en depresión. El problema era que en casa ya teníamos a una enferma, a la trastornada de mi madre —mencionó con desprecio—. La economía pasó a depender solo de mí y eso mi padre no lo soportaba. Entre ayudas económicas estatales para mantenernos, conseguí también acabar la carrera. En la universidad había conocido a Tomás y él me recomendó a su padre. Así conocí a Jon. Él se convirtió en nuestra salvación —manifestó con emoción en la voz—. Quiso ayudar a mis padres, así que internó a mi madre en un asilo de dementes —señaló sin reparo. Ryan notó un odio no tan contenido de Marisa hacia su madre—. Mi padre también recibió tratamiento, pero no aguantó mucho más. Murió poco después, hace unos años —relató afectada—. Solo ahora soy capaz de contar esta historia sin amargarme el estado de ánimo, sabes. Lo que quiero decirte con todo esto es que, antes de recibir ayuda, yo pensaba que lo que se desmoronaba, solo podía seguir cayendo hasta no quedar nada de pie. Tan solo un montón de escombros sobre los que llorar —explicó llevándose una mano al pecho—. Pero cuando nos pasaron la mano, descubrí que escarbando en los escombros de mi vida, podía encontrar aún algo que sirviera. Una piedra angular con la que poder construir una vida nueva —predicó. Ryan la observaba, escuchando absorto sus palabras cuando descubrió por dónde discurrían. Sentía que Marisa se estaba refiriendo a Madelaine y al hecho de que con su partida, él iba a sentirse derrumbado, pero que con el tiempo se recuperaría con la ayuda correcta. No obstante, él no estaba dispuesto a tratar aún con ese concepto. Su madre aún vivía. El después, podía esperar.

—Siento lo que le ha pasado a tus padres. Y me alegro de que te hayas podido recuperar de eso —alabó sin mucho animo.

—Nos entendemos en esto tu y yo, eh —comentó ella con una sonrisa de complicidad, como si ese hecho la emocionara. Ryan se esforzó en no construir una mueca de incomodidad hacia ella. Tan solo asintió. Al mismo tiempo recordó la frase que lo hizo empezar forzosamente esa conversación.

—¿A qué venía lo de, lo sobrenatural? —recordó.

—Había hecho una visita a mi madre para contarle que mi padre había muerto —contó con desdén—, y tras decírselo, me soltó eso. Dijo que todos venimos al mundo para cumplir una misión, y una vez la hayamos cumplido, la vida toca a su fin. Y añadió: tu padre cumplió su misión, por eso se ha ido ya. La mía aún no ha llegado a cumplirse. Cuando ocurra, la ansiada muerte vendrá a por mí… —recitó—. Ese día tuvo un momento extraño —señaló levantando una ceja—. Siempre estaba ida, pero ese día era como si otra persona estuviera dentro de esa cáscara humana vacía y hablara por ella.

—¿Qué es lo que tiene? —quiso saber Ryan, un tanto contrariado por el desprecio que emanaba de ella cuando la conversación trataba sobre su madre. Quizá estaba juzgando precipitadamente, pero no podía evitarlo.

—Está completamente trastornada. Sufre de episodios psicóticos que la hacen pegar gritos de socorro y desesperarse de miedo porque algo la está atacando. Se vuelve loca ella sola, hasta que al final pierde la conciencia. Al momento siguiente está despierta, pero ausente. Me han dicho que tiene también otra fase en la que solo llora.

—¿De qué tiene miedo? —preguntó Ryan intrigado.

—Me dijo que ve fantasmas —contó desdeñando las inquietudes de su madre—. Pero es mentira. Cuando nadie la ve es normal —señaló encogiéndose de hombros—. Solo lo hace para llamar la atención. Su verdadero problema es que es una narcisista empedernida. Pero está trastornada, eso sí, debe estar en ese sanatorio —sostuvo. Para Ryan resultaba confuso su modo de referirse a su madre. Primero manifestaba ver episodios extraños y un momento después decía que fingía.

—¿Estás enfadada con ella por algo? —terminó manifestando, incapaz de entender su actitud.

—Sí —afirmó sin rodeos—. Nunca fue una madre para mí. Mi padre y yo tuvimos que cargar con ella siempre. Sin embargo mi padre se marchó y ella sigue aquí.

—¿Nunca te ha hablado de lo que le pasa, o a qué teme? —inquirió Ryan.

—No se puede mantener una conversación con ella. Escucha lo que dices pero no te da una respuesta coherente.

En ese momento, llegó al salón el sonido de la puerta de la habitación de Madelaine al abrirse. Ryan se levantó de un salto y se dirigió hacia el pasillo seguido por Marisa. Herranz los alcanzó, detuvo a Ryan y mandó a Marisa entrar en la habitación con Madelaine. Jon llevaba una expresión muy severa en el rostro.

—Sin una ecografía no puedo estar seguro de nada, pero todos los signos y síntomas indican una cosa —Ryan esperó expectante a la explicación—. Creo que ha sufrido los efectos de una metástasis múltiple y demasiado anómala. Ha ocurrido en un espacio de tiempo muy reducido y por tanto multiplicó sus efectos hasta el punto de casi llevársela —informó el doctor agachando la cabeza—. No pinta bien Ryan —volvió a mirar al muchacho a los ojos—. Intenté convencerla para volver al hospital donde tengo los medios para saber lo que está pasando en su interior, pero ella no quiere ir. Tal vez puedas convencerla tú.

—¿Qué significa eso de la metástasis anómala, o lo que hayas dicho? ¿Qué le va a pasar? —consultó temeroso de oír la respuesta.

—Con esto —indicó señalando el reciente acontecimiento—, y sin tener pruebas concluyentes —negó el doctor—. Ya no sé lo que va a pasar —habló con franqueza—. Me temo que nos estamos enfrentando a fuerzas superiores a nosotros.



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